domingo, 7 de septiembre de 2025

En los laberintos de lo desconocido

 Amelia no sabía cómo había llegado a aquel lugar, a aquel inmenso portón cincelado al estilo grecolatino. Recordaba vagamente que se encontraba atravesando una inmensa calle sin un destino prefijado, andando por el mero hecho de andar. Mientras caminaba observaba sus fibrosos brazos con regocijo, pues atestiguaban que su entrenamiento diario estaba dando sus frutos. Con el tiempo había conseguido un cuerpo bastante definido y atlético, capaz de afrontar la acometida de cualquier hombre como quién aparta una hoja con la mano. En general estaba satisfecha con su aspecto físico, sus espaldas anchas, sus hombros robustos, su pelo corto y su vientre musculoso, mas también lo estaba con su mente cultivada, su concentración en todos los quehaceres que emprendía y su capacidad de anticipación gracias a una prodigiosa intuición.

Mas, a pesar de todas estas habilidades adquiridas tanto exteriores como interiores, se sentía bastante perpleja al no saber dónde se encontraba ni cual era aquel sitio. Lo extraño era también el hecho de que varios de los recuerdos de su vida anterior al presente en el que se encontraba se habían difuminado, distorsionado hasta tal punto que el conjunto de su vida parecían un montón de fragmentos inconexos de los cuales sólo sacaba en claro que había sido amada, odiada, aceptada y repudiada... Pero mucho mas no sacaba en claro, y el esfuerzo que hacía por intentar salir de aquellos vericuetos mentales sólo lograba desconcertarla todavía más.

Finalmente, al no lograr darse a sí misma las respuestas pertinentes para comprender todas estas cosas, decidió entrar resoluta en aquella puerta tan inmensa. Nada mas entrar, se encontró un vestibulo bastante desplejado a pesar de su amplitud, sólo había en las esquinas algunas diosas griegas esculpidas con suma sensualidad. Permaneció un tiempo observándolas con atención, descubriendo cierta semejanza entre sus cuerpos y miradas con las propias, atisbando que quizás no fuera una casualidad su presencia ahí. Aquellos ojos de deidades paganas eran tan decididos y apagados como los suyos, sus brazos moldeados sumamente firmes, sus senos bien dispuestos siguiendo unas proporciones determinadas y sus glúteos elevados en su justa medida, todo en entera semejanza con su propio cuerpo. Tras estas observaciones se preguntó si aquellas diosas eran tan semejantes en su alma a ella como lo eran respecto al cuerpo.

Pero aquellos devaneos no duraron mucho, pues poco después decidió entrar al azar en una de las salas que estaban a la izquierda del vestibulo principal. Cuando así lo hizo se encontro con un cuarto bastante tenebroso, que además de carecer de luz estaba acompañado por una densidad muy extraña. Al percibirla, quiso darse la vuelta para salir de ahí, mas no le fue posible encontrar la puerta desde la cual había entrado, así que no le quedó otra que recorrer aquella sala a ciegas, tanteando las paredes con sus curtidas manos. En tanto que duraba este proceso de reconocimiento, creyó oír susurros a su al rededor, e incluso sintió por un momento que una sustancia escamosa rozó uno de sus muslos. Esto último le puso los pelos de punta, pero justo en ese instante creyó palpar el pomo de una puerta, y sin dudarlo, se introdujo en la misma.

Ahora estaba en una sala que contrastaba sumamente con la anterior, pues esta estaba excesivamente iluminada, tan iluminada por unos inmensos ventanales que costaba mirar al frente. Estaba adornada por regios y blanquecinos muebles que parecían sacados de un cuento de hadas, y justo en el centro de la sala, había una muñeca rubia de porcelana como las de antaño. Al observarla sintió cierta perturbación, así que desvió su mirada en dirección a las ventanas por si era capaz de ver algo que le diera una pista sobre en que lugar se encontraba. Pero, aunque agudizara su mirada más allá de los cristales, sólo atisbaba una densa neblina que era iluminada por los resplandores de un desconocido sol. Así pues, no le quedó otra que buscar pistas por la estancia, mas cuando volvió a dirigir la mirada hacía donde estaba la mencionada muñeca, estaba ya no se encontraba en su lugar. Aquello logró invocar un leve sudor frío en la tersa frente de esta valiente mujer, y más aún cuando tras registrar la sala con sus enrojecidos ojos, creyó escuchar de soslayo una apagada risa infantil. Esto fue demasiado para ella, así que cuando localizó otra puerta al final de la sala, no se lo pensó dos veces y se dirigió hacía ella corriendo. Justo antes de abrirla e introducirse en la misma, creyó escuchar otra vez aquella risita de niña un tanto más elevada que la vez anterior, lo que provocó un estremecimiento de díficil explicación en sus endurecidos miembros.

En esta ocasión, se encontró con una habitación mucho mas reducida que las anteriores, decorada con muebles antiguos y con suma austeridad. Ahí, sentado en un mullido sillón en una de las esquinas, se encontraba un hombre muy moreno y con sobrepeso, durmiendo como si todo aquel asunto no viniera con él. Se lo pensó bastante, pero finalmente Amelia decidió despertarle para que le diera explicaciones sobre el lugar en el que se encontraba y quién era él. Costó lo suyo, hubo de zarandearle repetidas veces, pero cuando lo consiguió, aquel hombre reveló unos ojos saltones como los de un sapo, a los que acompaño con un gruñido animalesco que más bien era un suspiro. Al principio, este la miraba tremendamente desconcertado por tan inusitada intromisión, mas tras algunas preguntas le dijo:

- Mire joven, yo me encuentro en la misma situación que usted... No conozco este lugar, y para serle sincero tampoco me acuerdo bien de mi vida anterior antes de llegar a este lugar. Pasé largo tiempo recorriendo una sala siniestra tras otra, pero llegó un momento en el que me cansé y decidí aposentarme en esta porque era la más normal de las que hasta ahora he visto. Lo único que he logrado averiguar tras largo tiempo recorriendo esta pesadilla, es la confusa historia de un hombre. Por lo visto, este hombre habita más allá de estos lares en un edificio inmenso, donde tiene una confortable habitación para sí mismo en la parte más elevada. También tiene una segunda residencia en una zona todavía más apartada, se trata de un chalet adosado que se encuentra al final de un bosque, hay que subir unas escaleras cargadas de musgo para acceder y este se encontrará frente a una puerta de madera. No entiendo qué significará todo esto, pero es lo único que he conseguido averiguar.

Tras decir estas palabras y pese a insistir a Amelia de que se quedase ahí para hacerle compañía, esta insistió en que debería conseguir encontrar la verdad de todo aquel asunto. Así que tras despedirse de aquel hombre, abrió otra puerta y entró en otra sala. En esta ocasión, aquel lugar parecía el interior de una cabaña, incluso había una chimenea bastante reconfortante que se encontraba frente a un cómodo sillón. Amelia, para intentar ordenar sus ideas, se sentó en el mismo de cara a reposar de tan desconcertante situación. Justo cuando así lo hizo se percató de que había un cuadro en su lado izquierdo, este representaba a un hombre de grisácea mirada siniestra con un fusil al hombro. Lo más extraño era que en la medida que mas lo observaba, este parecía mudar de movimiento, incluso creyó por un momento que le guiñó un ojo en señal de burla. Según iba pasando el tiempo aquel cuadro parecía deformarse más, saliendo los colores del límite que lo envolvía, así que Amelia volviendo a salir escapotada de ahí atravesó otra puerta con el frenesí de una desquiciada. 

De nuevo, otra sala distinta. Esta parecía ser un dormitorio, mas moderno por la manufactura que atestiguaban sus muebles. Había una cama desecha, por ejemplo, que por sus telas parecía de gran calidad. Cuando Amelia se reclinó para palparla, se dió cuenta de que estaba caliente, como si el feliz durmiente hubiera estado allí hace poco y se hubiera ido. Al principio interpretó que quizás aquello fuera un engaño de los sentidos, que debido a lo confortable del lugar sus sensaciones habían sido equívocas, mas insistió deslizando sus sensuales dedos a través de las sábanas, confirmando así su primera impresión. Después comprobó que frente a la misma había una estantería repleta de viejos libros, así que decidió investigar en los mismos por si encontraba algo de interés que le ayudase a cerciorarse sobre su situación. Mas tras largos minutos se dió cuenta con perplejidad de que todos aquellos libros estaban vacíos, todas sus páginas estaban en blanco y ni aún las tapas mostraban que tuvieran título alguno, todos a excepción de uno que sólo llevaba una A grabada en la portada, y que tras pasar las primeras páginas de cortesía, contenían un parrafo que se iniciaba así: "Amelia no sabía cómo había llegado a aquel lugar, a aquel inmenso portón cincelado al estilo grecolatino. Recordaba vagamente que se encontraba atravesando una inmensa calle sin un destino prefijado, andando por el mero hecho de andar. Mientras caminaba..." Aquello le turbó lo indecible porque se trataba de todo lo que había vivido hasta llegar a ese punto, así que cerró aquel libro y lo dejó en su lugar, escapando de allí cual el soñador lo hace de sus pesadillas.

Como ya puede preveer el lector, atravesó otra vez una sala. Esta se asemejaba a la celda de una prisión pero sin mueble alguno, todo era cemento desgastado a su al rededor. Lo único que había era una cristalera cargada de oscuridad en el extremo opuesto, y como era el único elemento de la sala, Amelia se dirigió al mismo tremendamente desesperada. En un principio, se asomó al mismo haciendo formas con sus manos ante sus ojos simulando un telescopio por si era capaz de atisbar algo. Pero aquel esfuerzo resultó en vano, así que ya desquiciada a no mas poder empezó a aporrear la cristalera con desesperado frenesí, por si era capaz de romperla e investigar por ahí, o en su defecto, por si alguien podía escucharla y dotarla de respuestas. Al final, su esfuerzo dió como resultado la aparición de un rostro entre las sombras, un rostro macilento y putrefacto que le clavó una mirada cristalina e inexpresiva, pues se trataba de un cádaver. Resultado de lo cual, Amelia profirió un grito sintoma de la locura que la atenazaba. Antes de huir del lugar, fue capaz de atestiguar el avanzado estado de putrefacción el susodicho cádaver, cuya piel macilenta y entre verde y amarillenta se iba quedando pegada a trazos en el cristal en tanto que este iba cayendo al vacío.

Cuando llegó a otra de las salas, cargada por un temor que no tiene nombre, sudorosa y con la respiración entrecortada, se encontró con una niña de luengos cabellos negros que estaba vestida de bailarina. Y aunque estaba claro que era una niña por su constitución, su semblante estaba dotado de cierto aspecto adulto, como si su rostro hubiera crecido en tanto que su cuerpo se hubiese quedado detenido en mitad del proceso. A la llegada de Amelia, parecía que no se había dado cuenta de su presencia, e iba deslizándose a una esquina y a otra de la sala simulando que bailaba y murmurando palabras incomprensibles, pero una vez que se hubo percatado de su presencia, la dirigió una mirada de suma curiosidad, quizás porque la presencia de Amelia connotaba que esta se encontraba aún perturbada debido al susto anterior. Así las cosas, la susodicha niña se situó frente a ella, y le comenzó a decir sin contexto alguno:

- ¡Yo he visto al hombre que creó todo esto! Era alto y rubicundo, y vestía una negra capa ajada. A pesar de la maldad que le atribuyen algunos, sonreía con perspicacia, mostrándose muy amable y cortés conmigo. Dicen que es una especie de mago, y que es capaz de hacer de lo que es feo algo muy bello, pero que sin embargo a partir de entonces tiene una suerte de maldición. Anima las cosas muertas y las devuelve a la vida. Pero cuando estas regresan de la oscuridad primigenia nunca vuelven a ser las mismas, sintiéndose desdichadas para el resto de la eternidad.

Esto fue lo único que Amelia logró entender, pues poco después las palabras de la niña se mutaron en un lenguaje incomprensible. Y al percibir que no era comprendida, comenzó a desplazarse de nuevo a un lado y a otro de la sala con enfermizo frenesí, gritando y exclamando cosas en un dialecto que resultaba desconocido a los oídos que la escuchaban. Para no alterarla más, Amelia decidió salir de ahí para acceder a otra sala que volvía a semejarse a la sala de una cárcel, y que estaba adornada por unas cadenas que colgaban y que se balanceaban desde el techo. En el suelo había sangre, y por lo que creyó detectar con la ayuda del tacto, esta aún estaba fresca, o mejor cabría decir, caliente. Repugnaba de su intenso olor a hierro, cosa que quizás era connotación de que justo ahí había sido asesinado una persona que anteriormente a su condena se encontraba saludable. No queriendo saber más sobre aquel asunto en específico, nuevamente volvió a salir en vista de llegar a otra sala.

Ya no sabía cuantas salas había atravesado donde se encontró todo tipo de cosas extrañas, sucesos inexplicables y personajes que habían dejado huir su cordura. A menudo se preguntaba si ella misma se había convertido en uno de esos personajes, puesto que a medida que iba avanzando de sala en sala advertía que se iba olvidando de las antecedentes. Aquello la perturbó bastante, pues no sólo se olvidó de su vida anterior al estar ahí, sino además de sus andanzas por aquel desconocido lugar. Incluso en determinado momento llegó a la misma sala en la que se había encontrado al hombre moreno con sobrepeso, como también a la estancia donde antes estaba la niña bailarina, mas en estas ocasiones completamente vacías de sus presencias, y aunque le sonaban de algo, no logró cerciorarse de si ya había estado ahí, o no. Quizás esto se debiera a que muchas de aquellas salas se parecían demasiado las unas de las otras, logrando con ello confundirla y hacer de su locura recíen adquirida un estado normativo.

En uno de tantos vagabundeos entre unas salas y otras, se encontró con lo que era un salón de baile donde se celebraba uno de aquellos extraños festivales venecianos con mascaras. Todos parecían festejar algo, tan contentos se les veía deslizándose de aquí para allá mientras bailaban intercambiando sus parejas en cuestión de escasos segundos. Por un momento, Amelia creyó reconocer en algunos de ellos a pesar de sus artísticas máscaras, a la niña que parecía mayor o al hombre moreno que encontró dormido, e incluso a un hombre que parecía coincidir con la descripción que le hizo la niña, mas también pensó que pudieran sus ojos ser engañados después de todo lo que había visto, así que sin ganas de celebrar nada, recorrió la auréa sala de baile como una sombra que atravesara un páramo desierto para abrir otra dichosa puerta, aún siendo esta la más elegante que había visto hasta ahora.

De repente, se contempló a sí misma en el exterior. Vió ante sus perplejos ojos que estaba en lo profundo de un bosque, y que para seguir su camino debía de sostenerse en unas lianas que hacían la forma de un puente cargado por una verdosidad húmeda y salvaje. Se sostuvo en las reconfortantes ramas y respiró aire limpio y no viciado como en el interior de las salas por primera vez en mucho tiempo, y cuando se hubo recobrado empezó a recorrer el susodicho puente salvaje teniendo cuidado de no caerse. En la medida en la que avanzaba, pudo vislumbrar a través de los ramajes circundantes, lo que aparentaban ser nativos de tribus precolombinas, de los cuales algunos huían en su dirección en tanto que otros iban en la contraria. Entonces, detuvo su avance sumamente dubitativa y pensó: "¿Hacía dónde me dirijo? ¿Qué voy a hacer una vez que salga de estos dominios? Viviría como una vagabunda, tanto tiempo he habitado entre esas desconcertantes salas que no sabría ni qué hacer una vez que fuera libre de sus muros... Y, en verdad, ¿Qué diablos es la libertad?" Así que decidió dar la vuelta, desandando el camino ya andado, en tanto que seguía viendo a aquellos nativos yendo de aquí para allá sin tón ni son. Todos ellos parecían niños, o al menos muy jovenes.

Cuando llegó de nuevo al punto desde el cual había partido, pudo atisbar entre las ramas de diversos arboles, lo que parecía una puerta enclavada en la entrada de una caverna. Sonriendo y conteniendo una lágrima que pugnaba por salir de la emoción, puso su sudorosa mano en el pomo y entró. 

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