domingo, 29 de septiembre de 2019

Amada muerte y dos poemas

Muchas veces, a pesar de mi juventud, no puedo evitar pensar en la muerte. Aquella supone un puente entre dos estados: el primero que nos es en parte conocido y el segundo que resulta todo lo contrario. Es la esperanza, la promesa de salvación, que lejos de negar, afirma lo que resulta de la tierra y lo eleva hacia lo divino. El anhelado paraíso no es otra cosa que un mundo aumentado, como si impusiéramos ante un fragmento de barro una lupa que nos permitiese reafirmar lo vivido. Pensemos en los sueños, realidades oníricas que nacen y se esfuman como si fuesen deidades abstractas, mas en modo alguno son así puesto que mientras estamos insertos en ellas nos parecen la realidad más completa ¿No podrían ser así nuestras vidas? No lo pregunto en vano, lo dejo en el aire cual respirar que se inflama al instante para vivir espontáneamente.

A mí modo de ver, vida y muerte son las caras de una misma moneda. Y en cuanto tales, entienden de un mismo núcleo desde dos perspectivas diferentes, que en verdad son una y la misma. Aún con ello, no podemos evitar que se nos clave el cruel aguijón de la incertidumbre junto con aquellos susurros nocturnos que provienen de nosotros mismos, los cuales nos preguntan: "¿Qué será...?" Y entonces, son respondidos por el silencio, o incluso, por alguna cigarra que está tocando su concertado son. Pero, al cabo; ¿Es esto una respuesta?

Me duele el pecho, siento los latidos repiquetear y con su acostumbrado eco puedo oírlos a través de la almohada ¿Qué me intentan decir? Pueden ser el augurio de una larga vida, o el aviso en suspenso de una nueva parada, un cambio de posición que nos resulta incierto. El gran coro de fantasías se afinan en la medida que el sonido persiste, se insiste en conceptualizar lo que nace del sentimiento. Se trata de una batalla donde en modo alguno se siente pavor a la hora de gastar metralla entre la sensación y el pensamiento ¡Oh, amigos míos! Los contrarios no se dan en apariencia alguna, están en las cosas como la muerte en la vida, y viceversa. Aunque ello tampoco quiere decir, que no me sigan asaltando las dudas, invadiendo mi fortaleza cuyos muros día tras día se siguen cayendo hacía un negro abismo que culmina en una santa luz, aquel también llamado final y principio de los tiempos.

Desconozco el cómo salir de aquel escollo, mas sé de algo que lo puede hacer salir, volar en el aire en semejanza a las luciérnagas que en el verano se acercan a la ventana buscando cobijarse en una luz que les parece aún mayor; la intermitencia de una lámpara pronta a apagarse. Y en tanto que ve cercano su final, todavía ansía mantenerse lumínica como desde el primer día que se le concedió la facultad de dar luz. Por eso, voy a recurrir a una segunda naturaleza que viene a confundirse en ocasiones con la primera, porque como dije poco más arriba, su virtud nace de una misma moneda. Así, pues, se de paso al nostálgico cantar, que cargado de una extraña visión de oráculo, revele cual es el misterio, dando salida a este encierro:


Aspiraciones poéticas frente a la muerte

Pase lo que pase no puedo evitar
desde mi fuero interno seguir amando,
y, así, las ansias tornando
en vespertinas llamas que hacen resucitar

los elevados horizontes prontos a estallar
en tanto, que, mi corazón sigue latiendo,
mis pasos continúan recorriendo
las sendas que procuran finalizar

En ocasiones me da por pensar acerca
de aquel culmen de las aspiraciones
al último despertar fronterizo,

un abrir de ojos, y su inevitable marca
desfalleciente de ilusiones
que la Parca deshizo.


Muerte amante

Vi esta noche a la muerte,
y raro es que no temí su presencia
al llegarme ella con una caricia
que impulsó mi sangre ferviente,

la abracé y escuché atentamente,
y entre sábanas, con suma delicia
me besó como el viento que arrecia
con semejante furor al amante

Jamás pensé que amaría
a aquella que a los demás
suele provocar horrores,

por sus andares enloquecía,
y cuando el sol fue mil auroras
perecí junto a ella con honores.

domingo, 22 de septiembre de 2019

La desdichada historia de Raimundo


Un gran estruendo despertó durante la madrugada a Raimundo de un plácido sueño. Y aunque no recordaba con exactitud de lo que este trataba, pensaba que sería algo hermoso puesto que los latidos provenientes de su pecho latían gozosos. Poco a poco, mientras sus sentidos se acomodaban al momento presente, fue capaz de discernir unas tenues figuras en su mente concernientes al contenido de aquel sueño. Según se le representaban, podía contemplar dichosos prados descubiertos al acariciar del viento, un sol templado que rociaba su cuerpo, y, ante todo guardaba en el cobijo de su interior la imagen de una bella dama que era rodeada por sus brazos en tanto que ambos reían disfrutando de su amor mutuo. Este último fotograma pasajero, le fue realmente dichoso, tanto que se le reflejó en la expresión, ya que dejó escapar una sutil sonrisa que todo lo decía sin necesidad de palabras.

De repente, volvió a tronar el mismo estruendo anterior, haciendo saltar de cama a Raimundo. Y entonces, cayó en la cuenta que lo que le había despertado era la tormenta que se avecinaba. Otro indicio de ello era el repiquetear incesante de las gotas de lluvia que insistían con sus golpes en las tejas de su casa, cual llamada que le avisaba que el temporal que venía iba a empeorar. Pero como a Raimundo estas vicisitudes temporales no le molestaban -es más, le agradaban- siguió durmiendo tan pancho en espera al día siguiente con la esperanza de que su sueño tuviese continuación, pues jamás se había sentido tan bien como en aquel estado del que la tormenta le había despertado.

A la mañana siguiente, con la llegada de la aurora, los rayos del sol atraído por el curioso Febo inundaron la estancia donde reposaba Raimundo. Aquel desperezándose, se cubrió con sus verdosas sábanas y caminó en dirección a la cocina para prepararse el desayuno. Y en tanto que degustaba la comida, seguía pensando en el sueño que su desvelo le había robado. Sin embargo, tuvo suerte porque según exploraba en sus adentros, le acudían nuevas imágenes y sensaciones. Indicándole así, que, sin duda el dichoso sueño tuvo su debida continuación como tanto deseaba. En esta ocasión, sintió el calor en su mano diestra de otra mano mas pequeña que la suya propia, a lo que se le sumaba la visión de unos cabellos negros alados azotados por una brisa. Estuvo paseando al rededor de amplios campos de cultivo con la misma dama anterior. Se diría que mientras soñaba nunca había dado cabida a una sensación de mayor disfrute como aquella “¡Ojalá fuese real ella!”- pensaba con una sensación agridulce al gozar lo que no tenía presente.

Tanta era su dicha, que pensó en ir a visitar a su vecino Cirilo, al cual quería mucho pues siempre se tomaba su tiempo para escuchar las fantasías de Raimundo. Tal dicho como hecho, se dirigió a su casa que se encontraba a pocos metros de la suya propia. Tocó su timbre, y este le recibió con su natural cortesía y comedimiento estrechándole su mano con la sonrisa que nos avisa de la bondad que es capaz de habitar en un pecho tan humilde como dispuesto a prestar oído y ayuda a quién lo necesite, y esto siempre desinteresadamente. Aquel comenzó a decirle:

- ¡Ay, amigo mío! Grata sorpresa es para mí su visita. Es sin duda una alegría volver a verte después de tantos días ¿Qué es lo que se trae a estos lares?

- Más felicidad es para mi persona el acudir a ti de lo que tú puedes sentir al verme a mí. Te lo puedo asegurar, Cirilo -dijo Raimundo con los brazos abiertos, dando así acogida a los de su amigo.

- Ello aumenta en mayor grado mi satisfacción. Pasa – decía Cirilo haciendo que su usual huesped entrase al recibidor- Pero, aún así no me has respondido a mi primera pregunta, y si no la recuerdas, te la vuelvo a repetir: ¿Cuál es tu propósito de venir aquí?

- Mira, mi buen amigo- continuó diciendo Raimundo con una mezcla de dicha y de pesar- Esta noche soñé el más gozoso de todos los sueños, que contenía una felicidad tal que es imposible que otra pueda encontrarse, al menos en esta tierra. A una bella dama amaba, y con ella solamente me conformaba al no necesitar nada más. Todas las dichas juntas las tenía con ella, y si en tal momento me dijesen que podía ser mayor mi felicidad, en modo alguno lo podría creer. Vivíamos en lejanos parajes, rodeados por un entorno natural semejante al paraíso que disfrutaron nuestros primeros padres, y luego, caminábamos en los al rededores siendo felices el uno junto al otro sin pedir nada a cambio. Pero, instantes después desperté de tal grandeza como todos despertamos de los tiempos de riqueza para hallarnos en nuestra usual pobreza, Y así comprendí que en mi vida real no era feliz -pues a pesar de que rara vez he osado quejarme de mi actual estado, en aquel momento me sentí desdichado- tras haberme encontrado con un contento innúmero. Ahora, ya no sé qué hacer. No puedo continuar viviendo sin amar como lo hice al soñar. Quizás aquella doncella sea ficción, más para mí en tanto que era soñada fue tan real -sino todavía más- como esta conversación que estamos teniendo tú y yo en este momento. Dime mi querido Cirilo, ¿Qué puedo hacer? Quisiera dormir para volver a soñar con ella y jamás despertar aunque me ofrecieran todos los bienes del mundo, puesto que como he dicho, todos los tenía en su compañía.

- Aquello que me cuentas viejo amigo, me recuerda a una experiencia similar que tuve. Pero, en mi caso, no era soñado sino que fue real. Durante mi juventud, habitó en mis brazos una belleza que podría contener el cúmulo de las estrellas todas en su sonrisa, y aún incluso, la de la luna misma en una noche despejada. Sus ojos eran dos luceros enclaustrados en un cuerpo, sus labios dos sutiles cadenas que me ataban a pasiones incontables, sus mejillas el amanecer y el anochecer a su vez, su nariz una bendición hecha figura, su esbeltez y sus curvas el conjunto de una escultura reanimada, sus cabellos el rocío de la aurora, su pálido cuello la rosa que aflora… Y lo que era más abajo… ¡No me atrevo ni a decirlo porque el decoro me lo ordena! En fin, era una ninfa hecha humana, una diosa que hizo del suelo un cielo, una musa que inspiraba, una hada que andando volaba, una criatura celestial que bendecía cuando sonreía, una hermosa sirena desterrada de los mares, un ángel de los amores… Se llamaba Flora.

- ¿Y qué mas te ocurrió con ella? -le preguntó Raimundo- Me tienes intrigado.

- Pues, al igual que tú despertaste del sueño, yo también lo hice del mío. Porque, si te soy sincero, aunque te haya dicho que mi amorío fue real, muchas veces en mi pensamiento indagaba acerca de que si efectivamente lo era. Al cabo, parecía un sueño caído sobre la vida verdadera. Así, un día sin saber cómo ni bajo qué razón ella desapareció y no me dejó una nota de su paradero. Desde entonces, como podrás adivinar, no sé qué ocurrió con tal hermosura que la fortuna me trajo, y que tiempo después se desvaneció por arte de magia- se detuvo un instante y continúo diciendo- ¡Ah, casi se me olvidaba! También compuse esto para ella, aún lo guardo en la memoria.

Cirilo, afinando su voz y tosiendo un par de veces para que no le carraspease la garganta, comenzó a cantar lo que sigue:

Dichoso sin duda fue mi caso,
pues tuve en mis brazos a Flora
la mas hermosa -hasta ahora-
de las muchachas, y acaso

no me deje el ánimo laso,
ya que su recuerdo aflora
cual mañanero canto de alondra
hasta el fin del ocaso.

Pase lo que pase,
este mi intermitente sentimiento
continúa en mi corazón picando;

ya sea con limitarse a posarse,
invocando el ímpetu del viento,
o mi ser interno asesinando.

Una vez que hubo terminado Cirilo su cante, Raimundo quedó impresionado hasta que llegó a aplaudirle con el más fervoroso de los aplausos. El cual recibió su autor con gran regocijo, a pesar de que obviamente, de su significado partía su pesadumbre. Cansado ya Raimundo -puesto que ya se estaba dando paso a la tarde-, se volvió a su casa dando vueltas a lo que Cirilo le había contado. Bajo su sorpresa, sin llegar a explicarlo, encontraba sumas semejanzas a lo que su amigo refería con sus propias impresiones posteriores al sueño. Meditativo, pasó el resto del día bastante taciturno al tener que resolver problemas ulteriores e interiores que se intercalaban en su pensamiento acerca del verdadero significado del amor. Y, como estas vueltas de tuerca y reflexiones le traían el alma pendiente de un hilo invisible, que advierte intuitivamente más no comprende concretamente, se encaminó por los olivares a pocos kilómetros de su casa para despejar sus enturbiados pensamientos mientras el atardecer llegaba a sus términos.

Ya instado frente a la regocijadora templanza de los olivos y a su fragancia campestre, se sentó ante un pequeño monte rodeado de enormes rocas “¿Qué me está pasando? ¿Por qué me sentiré triste por un sueño que nada tiene que ver con algo palpable? ¿Y cual es la razón por la que lo que me contó Cirilo agraviase mi estado de ánimo hasta tales tristezas descendientes?- se preguntaba entre sí el consternado Raimundo en similitud a San Juan de la Cruz en su poema “entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”

Suspiró y agachó la cabeza mirando al barrizal cubierto de pequeñas piedras que ya ensuciaba de tierra sus negros y estropeados zapatos de cuero símil. Y cuando quiso levantar la mirada en dirección al horizonte, que ya estaba pasando de un reflejo anaranjado a una tonalidad azulada oscurecida, pudo ver la figura de una esbelta mujer que estaba sorteando con sus pasos los olivos. Digo sorteando porque aunque caminaba, podría decirse que volaba por encima de las hierbas, elevándose así a cierta altura, o al menos, eso le pareció a nuestro protagonista al no poder vislumbrar desde su perspectiva los pies. Quédose su espíritu helado hasta el punto que no fue capaz de realizar movimiento alguno, ni tan si quiera pudo mover las pestañas al tener sus ojos clavados ante el espectáculo que se desarrollaba justo ante sí. La brillante doncella, percatándose de que era observada por aquel sujeto andrajoso -aunque galán a su modo-, empezó a acercarse cada vez en mayor grado, y enderezando la voz susurrando melodías que le eran desconocidas, comenzó a decir así:

Yo soy Flora, tan dama
como para mis adentros cantora,
y no temo el deslizarse del que ama,
ni tampoco el turbarse al mirarse como ahora,
ya que estas sensaciones me producen calma
y aquietan el pulso de cualquier hora

Si he de tener alguna certeza,
es la que dictamina que soy enteramente libre
como las gacelas que se esconden en la maleza
o como la asustadiza liebre
que corre del cazador y su dureza,
evitando así que su ánima se quiebre

Más no os confundáis demás hombres
y bestias, que deberían pertenecer
al culmen de las cumbres
por privarnos a las mujeres de crecer
en maravillosa soltura, siendo mi ventaja
vivir al margen de amores que hacen enloquecer

¿No advertís, mis queridos
sultanes, que una sola
está mejor que rodeada de cocodrilos
y de mares que alteran cada ola
hasta lograr inundar los caminos
y arrancar la virginal amapola?

De todas maneras,
procuraré ser sincera
tanto conmigo misma como con las fieras,
liberando mi secreto, echándolo fuera,
ya que de todas maneras
tarde o temprano cualesquiera se destierra

Confesando así, que en un día determinado,
pareció durante un instante
que yo -la que no deja a nadie a su lado-
amé a un hombre tan fervientemente
que ni una repentina muerte
me quitaría lo amado

Sin embargo, ya no logro recordar
con la precisión debida:
sus facciones, su curioso andar,
su pasión a mí de por vida,
su forma de amar,
en fin, sus arrebatos que no hay quién los mida

Mientras tanto,
yo sigo andando como desde antaño,
así según lo cantado hace un rato
tan sola y dichosa cada año,
sin olvidar aquel amoroso sentimiento
dado en un sueño.

Cuando finalizó el armonioso canto de la bella Flora, nuestro Raimundo se sintió aún más petrificado que en anterior instante, más no pudo detener un llanto de alegría  hasta entonces contenida al descubrir en ella a la dama soñada, y a su vez, la doncella que le transmitió Cirilo en palabras que se hicieron poesía cuando dio paso a su cantar. Pero al poco de pensarlo y regocijarse en la completa igualdad entre ambas mujeres -pues era en realidad una misma-, cuando ya estaba dispuesto a abalanzarse para acogerla entre sus brazos, aquella se dió la vuelta, sin ser el capaz de pronunciar una palabra. Solamente, una vez que se hubo desvanecido a lo que pareció, pudo alzar en alto cual vela abierta en mares inusitados: “¡Mi Flora, espérame!” Intento seguirla corriendo cuanto pudo, siendo todo intento en vano porque así como llegó la noche, también lo hicieron neblinas enfurecidas del ajeno amarse.

Tras dar su intento de arroparla con su palpitante cuerpo al traste, se dirigió sin pensarlo dos veces a la casa de su vecino Cirilo. Y contándole lo sucedido, diciéndole que ambas damas de las que hablaron eran una y la misma, y que fue capaz de verla allí donde se aposentan los olivares sin haber logrado detenerla para amarla y narrarla estas verdades. Aquel no le creyó, podría decirse incluso, que se enfureció interpretando que su muy querido Raimundo procuraba -desconociendo la razón de tal broma pesada- tomarle el pelo. Manteniendo así su impenetrable animo como solía, conteniendo la melancolía que surgía de noticias -a lo que él le parecían- tan farsantes, le pidió con amabilidad que se largase. De nada sirvió las apasionadas insistencias de Raimundo para que se le tomase en serio, pues hablaba sin duda desde el corazón más profundo y sincero. Al final, tuvo que irse a su casa y procuró dormirse sin conseguirlo, así que se quedó la noche en vela con una llama creciente de una vela de otro tipo que ardía en su pecho.

Pasaron días y días sin noticias acerca de la bella Flora, cosa que nuestro protagonista lamentó en lo más profundo de su persona. Intentaba seguir su curso rutinario y ordinario sin conseguirlo del todo, ya que mientras sus miembros se movían, su mente permanecía encasillada a una misma idea: “¿Que habrá sido de aquella a la que amé en sueños?” Durante este tiempo, ya tampoco frecuentaba en demasía el apacible hogar del también desventurado Cirilo a pesar de compartir un mismo objeto de mutuo amor. Tan sólo se encontraban rara vez, y cuando lo hacían, inclinaban ambos sus cabezas en señal de saludo y poco más. Como íbamos diciendo, pasaron semanas y semanas que llegaron a ser meses, sin nuevas del amorío soñado, y Raimundo se iba desesperando cada vez en mayor grado porque ya tampoco lograba soñarla pese a que se esforzara.

Pensaba en ella siempre justo antes de dormirse, para si la veía comunicarla sus impresiones y confesarla su amor verdadero tanto en vida como en sueño. Se creía a sí mismo una especie de Segismundo inverso, ya que este se lamentaba de que la vida fuese un sueño y todo lo que en ella realizase se quedase en balde, de manera que cuando se veía a sí mismo siendo rey, el despertar de nuevo siendo esclavo le era penoso. En cambio, en el caso de Raimundo, no le importaba si sus sentimientos eran soñados o no, quería permanecer en el sueño porque para él resultaba que lo que le hacía soñar era la vida. Y como no la encontraba, ni en remotas fantasías oníricas, se lamentaba y quisiera ser aquel Segismundo del que Calderón de la Barca nos cuenta su leyenda, a este Raimundo nuestro ya empezaban a consolarle las tragedias ajenas. Hasta tal punto se elevaba su melancolía al no hallar a su amada Flora.

Esto fue hasta que en un lejano día encontró su dicha allí donde le era imposible concebirla, pues al atravesar un pequeño parque de camino a unas compras que pensaba realizar, reconoció sus delgadas espaldas y sus piernas posadas en un viejo banco de madera. Con el corazón en llamas, palpitando sin saber dónde bombear toda aquella sangre que afluía en sus interiores cual mar embravecido, se acercó a ella sentándose justamente a su lado y exclamó en profusión de palabras lo que ahora viene:

- ¡Ay, Flora mía! Por fin te he encontrado. -y dándose un respiro ante la mirada atónita de ella, prosiguió- No he cesado ni durante un instante en estos días de pensarte, que es una forma de amarte desde el pensamiento, al invocarte como una imagen que cura y envenena a un mismo tiempo. Llevo esperándote todas estas semanas, meses que hasta ahora han transcurrido intentando volcar en palabras aquello que me gustaría decirte, ya que lo ansiaba como la llama en el incendio que arde busca el aire. Pero, en este momento, estando tú enfrente no sé ni exactamente qué decirte. La ausencia me comunicaba aquello que debía, y la presencia me detiene. Quizás los gestos, las muestras de cariño puedan expresar mejor aquello que habita en mi interior, más no oso perturbarte con mi atrevimiento si así no lo deseas. Y aunque, así fuera, yo no soy digno de rozarte ni aún con la punta del dedo.

- Te miro y me asombro, te escucho y no me acostumbro, procuro recordarte sin arrimar en vano el hombro, y no logro persuadirme de tu nombre. Sin embargo; tu rostro, tu voz, tus gestos, tu estar, tu modo de mostrarte… Me resultan familiares ¿Puede que seas tú aquel varón que invadió mi sueño, y que desde entonces, todavía no suelto? Del todo no puedo creerlo, me resulta inverosímil dentro de la similitud… ¡Pero qué estoy diciendo! Hasta mis propias palabras, siéndome tan propias, me resultan desconocidas desde el preciso momento que te hallas ante mis plantas.

- Serán sueños coincidentes, amada mía. Compartimos los sueños como la fiera la comida con su tribu, y que cuando está dispersa y anda solitaria, todavía guarda en su memoria íntima los recuerdos repletos de neblinas de cuando habitó con los suyos. Intuyo y advierto tu sorpresa, sin yo mismo poder ser capaz de evitar sorprenderme. Y si te soy sincero, te diré que tu belleza me ha estado sorprendiendo desde siempre, desde el primer instante hasta el postrero, que es este. Desde entonces, como antes te he dicho y te sigo diciendo, tu esbeltez brindada en tu figura permanece en mis pensares aún más que como hasta nunca estuvieron todos mis restantes recuerdos. Tú fuiste mi nacimiento, la primera luz, y serás quién resultará mi muerte con la llegada de las últimas sombras, que al menos, resultarán cobijadas con estas ansías que tengo de amarte hasta el final de los tiempos.

De los ojos pardos de ella surgieron entonces, una vez acabadas las razones referidas de Raimundo, incesantes centellas en su forma de mirar. Y ambos se cogieron mutuamente de las manos para acabar estrechándose como los enamorados suelen hacerse hasta cimentar su apasionado amor en un casto beso debido al recato primerizo con los arrebatos amorosos contenidos, al no saber en su totalidad todavía el uno del otro como la ocasión requería. Tras un rato, los dos se levantaron y dieron un sosegado paseo, en el que refirieron sus vidas y acontecimientos lo mejor que pudieron. Una vez que las palabras acabaron, se hizo un silencio que no les resultó incómodo porque se encontraban tan felices en su compañía, que no pensaban  rellenar con palabrería los huecos que ya suplían las miradas. Pasaron así el resto del día como certifican los cuentos clásicos, es decir, comiendo perdices hasta que llegó la temida despedida. Pero hubo de llegar como así ocurre con todas las cosas, y sobre todo las fatales que son las que llegan antes de tiempo, a diferencia de las prósperas, que resultan tan veloces y rapaces que ni tan siquiera las percibimos.

No obstante, así fue. Y, en tanto que uno se separaba del otro con la esperanza de verse en el próximo día, ambos amantes miraban la marcha del contrario mientras este le daba las espaldas. Bastaba girarse para que así se hiciera, y cuando se daba la vuelta, otra vez la parte trasera asomaba. No se cruzaron las dos miradas al irse, quizás por el infortunio que conlleva el azar, o también pudiera ser porque el decoro tras lo ocurrido lo pedía para sí. Desde entonces, volvió a ocurrir lo que antecede, que con la llegada del día siguiente, la perdió de vista retornando así la pasada pesadumbre. Aunque en esta ocasión, acometió con mayor furor. Pues tras la alegría intensa, si el segundo intento de repetirla resulta frustrado, después el dolor es aún mayor siendo el precio que se ha pagado todavía más alto.

En los días que fueron siguientes al anterior episodio, Raimundo no volvió a saber nada de aquel amor cimentado en su interior, y que había forjado en llama bajo su pecho. Desde entonces, inició una presurosa búsqueda por múltiples lugares con la esperanza de volver a encontrarla como ocurrió anteriormente. Este ideal que era su amor, esta aparente vana ilusión, a pesar de las apariencias, era lo que le mantenía con vida al hacerse su primordial propósito. De lo contrario, es de dudar de que hubiese sido capaz de soportarlo. Así, pues, inició su búsqueda por muchas provincias de esta nuestra España, y en cierta ocasión, llegando a un frondoso bosque que se encontraba muy cercano de la sierra, halló a un hombre muy mal vestido, pero con un rostro que comunicaba su sangre azulada. Vestía como decíamos de una manera muy andrajosa con ropas viejas y varias veces remendadas, y aunque en su tiempo resultasen de las más caras, hoy día se encontraban pasadas debido al paso del tiempo y al extremado uso que le ha sido dado.

Raimundo entonces, al verle, sintió compasión por aquel hombre al verle tan maltrecho y con una expresión en el rostro que revelaba lo deprimido que se encontraba, y decidió entablar conversación con aquel desafortunado. Este, con un saludo muy cortés, le comunicó que se llamaba Fenicio, y que en otro tiempo gozó de buena salud -tanto corporal como del alma- hasta que le llegó una desgracia que fue tal que no puede dejar de callarla. Al oír esto, Raimundo le vino a decir que quería saber acerca de sus tristezas, y que aunque no fuese capaz de remediarlas, al menos estaría dispuesto a consolarle como mejor pudiera. Así Fenicio, al cabo le respondió que con gusto se las contaría, a cambio de que le dejase recitarlas en romance. Nuestro Raimundo accedió, y el romance de Fenicio transcrito decía así:




Un lindo niño nació
en el seno de una acomodada familia,
y creció como debía:
alto, fuerte, cargado de nobleza,
dispuesto a servir a la realeza
como buen estandarte de las sociedades estamentales.
Continuó así creciendo,
ascendiendo en carácter,
adquiriendo valores irreemplazables
que serían los que le brindaría
la fortuna posteriormente, en la lozanía.
Pero, al cabo, ya superada la adolescencia
llegó su desdicha,
que encubierta en los principios
se negaba a los finales,
para que así su destino fuese de los más fatales.
Vió a una joven dama
allende al río,
recogiendo aguas puras
como así también hacía con las almas
en sus quebradas composturas.
Llegó -como podía preverse-
la flecha amorosa,
el enamorado lazo de una aparente
diosa caprichosa, que creyéndose Venus
nos aplaca, acometiendo a nuestros sentimientos.
 Ella le miró durante un instante,
y sin duda, fue correspondida
con varonil mirada penetrante,
ya que tras la sorpresa callada,
su espíritu la reprochaba aquel cuerpo parlante.
Poco a poco, con el avance
de los sucesos que nunca osan
quedarse atrás, siguen su curso
cual viento frío, helando al corazón palpitante,
pudo intimar con ella
-aunque con recato y corteses razones-
adorándola, como a una alta estrella,
a la distancia, soñando con la futura cercanía.
Al principio, la dama bella
parecía dispuesta a corresponder,
dejándose galantear,
y accediendo a las amorosas promesas
haciendo al enamorado ánimo incrementar.
Ya totalmente inundado
por el océano pasional,
quiso hacer de su amorío un compromiso
pidiendo su mano a los padres
como los auténticos hombres hacían entonces.
Estaba en camino
cuando de repente,
frente a la casa donde habitaba su esperanza,
comenzó a escuchar ruidos extraños
allí donde dormía la doncella
¡Ay, ojala no lo hubiese descubierto!
No debiera haber abierto
aquella puerta, tumba del secreto
del que posteriormente surgiría
su prematura muerte.
Más fue caído, es decir,
entró con el alma en llamas
en la casa, sin ser llamado,
dirigiéndose directamente al infortunio,
al paraíso ya desierto.
Entornó con ligereza
la puerta semi-abierta,
descubriendo así,
a su hermosa dama y futura esposa
en el lecho con otro hombre.
¡Oh, qué horrible dolor sitió!
En aquel momento,
feneció, dando paso al gran sufrimiento
que produce los amorosos desastres
cuando estos rebasan lo idealizado
para convertirse en un monstruo horrendo.
Allí fueron los lloros,
allí sus piernas cayeron
ante el altar de la desesperanza,
allí cesaron ruegos y requiebros,
allí se estaba ya muerto en vida.
De nada sirvió
el paso del tiempo
que los refranes apuntan
que curan las heridas,
pues con su sonoro campar
estas se hacían todavía más anchas
y la sangre proliferaba a raudales.
Todo el mundo procuraba
consolarle con palabras tales,
que bajo buenas intenciones
nada curaban,
pues lo sufrido seguía allí,
y cuanto más en el pasado,
más pesado para enflaquecidos hombros.
No creo que sea necesario
decir, que aquel desdichado
era yo mismo, ya que si se presta
oídos podrá advertirse en mi narración
una pasión en su locución
que elimina toda sospecha
acerca del supuesto protagonista.
Así fue mi tristeza,
mi inolvidable pena,
que me acomete en cada noche
y que con la llegada de la mañana
se renueva sin yo poder hacer nada.
¿Algo podrá hacerse?
- me preguntan mis fieles oyentes,
y yo les respondo,
que con ser por ellos compadecido
ya tengo mis diamantes
¡Ay, diantres!
¿Qué más os diré?
¿Queréis que mis llantos
suenen aún más altos
cuando os apunte
un último y doloroso detalle?
Pues, así os indico,
que el amante
de aquella dama enemiga
no era otro que mi propio padre
siendo infiel a mí madre,
aquella que al enterarse,
poco le faltó para desfallecer.
Y después de todo lo dicho;
¿Cuando llegará un nuevo amanecer?
¿Cuando miraré las ondas siderales
bajo mis melancólicos ojos
como lo hacía en mi niñez?
¿Cuando pereceré por fin
para hacer culminar
esta desventura mía?
¿Cuando mis dolores
serán atajados por la muerte?
¿Dónde la parca se esconde?
¡Ay, un cuchillo por favor!
Pero no… No soy lo suficientemente
valiente para acabar como se debe,
aún me queda mucho que aguantar
hasta que ya anciano, suspire
por aquello que se cierne
para jamás volver a verse.

- Y esta es mi fatal historia, pequeño transeúnte- acabó por decir Fenicio una vez que ya recitó el referido romance

- Creo no haber oído una desgracia tan tamaña en toda mi vida, aún a sabiendas de que mi existencia también es desde hace algunos meses bastante malograda. Pero ni pienso que podría ser de tal magnitud como lo he oído de la tuya- le respondió Raimundo y continuó diciendo- Sin embargo, hay un elemento (que si me lo permites) no me cuadra, o por lo menos, notó que falta para que resulte una triste historia redonda: ¿Cual era el nombre de susodicha dama?

- ¡Oh, estás en lo cierto!- le dijo Fenicio, exaltado y respondiéndole le indicó lo que sigue- Ella se llama (y según creo, continua llamándose) Flora

“¿Será posible…? No, no puede ser...”- pensó durante un instante Raimundo para continuar diciendo ya en voz alta- ¿Y cómo era respecto al cuerpo? Ya que me has contado lo ingrata que resulta en el espíritu

- Pues de estatura media, delgada en cuanto natural constitución, esbelta en sus formas, con grandes ojos marrones, de una piel brillante que se asemeja al mármol, de finos labios, estrechas orejas, cabellos largos… Todo tan a la perfección conjuntado, tan ella…

Nada más acabar de escuchar esta declaración de Fenicio, Raimundo reconociendo la descripción de su Flora, se sintió tan acongojado que no tuvo palabras para expresar su desdichado arrobamiento. Así, pues, sin responder se dispuso a marcharse sin llegar a despedirse, huyendo de aquello que tal daño le producía. Una vez que hubo dado el primer paso, siguieron otros cuantos más hasta que se hicieron incontables. Uno tras otro, en la medida que corría como alguien que ya hubiese perdido el juicio, estos pasos que decíamos le alejaron de su entorno conocido llegando así  donde le era todo desconocido. Nadie volvió a saber qué fue de él, y tampoco sus allegados, pues las noticias se esfumaron como así lo hizo su presencia, haciéndose una repentina ausencia de la persona y de su testimonio en palabras


Todo lo anterior fuera verdad, excepto por un caso. Aquel era el de Cirilo, que preocupado por la repentina marcha de su vecino y amigo, decidió forzar la puerta del cercano hogar para buscar nuevas de cual sería su paradero. Recordaba, además, aquella extraña conversación que tuvo hace largo tiempo con él respecto a aquella hermosa dama de cuyos furores amorosos compartían, y así callaba conteniendo un llanto que oprimía su pecho al pensar que se había equivocado respecto a sus mutuos sentimientos “Debiera haberle prestado atención, hacer caso a sus exclamaciones que, aunque fueran un tanto ilusorias, no por ello menos verdaderas”- así intercedían sus pensamientos en el  momento justo en el que logró abrir la gran puerta de pesada madera de nogal.. Ya dentro, revisando cada una de las habitaciones y lanzando a destajo todos los papeles que veía en el camino, pudo encontrar dos que le eran muy curiosos: uno era un supuesto relato de un autor cuyo nombre no le sonaba que se titulaba La dama soñada, y otro, era un soneto que había sido escrito por el propio Raimundo donde se traslucía el desfile de sentimientos interiores que albergaban su ya entristecida alma.

Este primer relato había sido guardado probablemente por la semejanza que había entre la experiencia que allí se cuenta y la de nuestro protagonista, pero lo que más sorpresa le produjo a Cirilo, fue la de leer en bajo, como susurrando, aquel curioso soneto que no guardaba como se debía las formas establecidas por la lingüística ordinaria. Antes de marcharse, para rendir tributo al que fue su amigo, se puso encima de una mesa de mármol que estaba en el amplio salón y lo recitó en señal de despedida. Y este decía así:

Vengo dañado de amores,
que si buen fueron soñados
no por eso merecen ser despreciados,
tanto me duran sus resquemores

 Aún se advierten en mí resplandores
de aquellos amoríos pasados,
que comparten todos los desesperados
como yo mismo en estas noches

Doy, pues, rienda suelta
a millares de lágrimas despavoridas
por si alguien las recoge en su pecho,

y si al cabo se me despierta,
liberando, así, mi sueño en realidades fundamentadas,
os diré que esta verdad será mi lecho.


Esta desdichada historia
-como indica el título-
llegó, como todas, a su final.
Si al lector, le pareció fatal,
no me menosprecie, yo no me inmiscuyo ni formulo
como otros sus críticas en forma de circulo.

Solamente me gustaría
que se tuviera en la memoria,
hasta que punto los amores
nos acometen cual
inconsecuente arma letal,
aumentando en nosotros los temores
una vez que la flecha tal
nos atraviesa como lo hace la ola sobre los mares.