jueves, 25 de noviembre de 2021

Cáncer

 Siempre he pensado que acabaría muriendome de cáncer. Es esta una convicción que llevo arrastrando largos años de mi vida, y que a día de hoy sigue repercutiendo en mí. Todo comenzó cuando contaba con catorce años de edad. Durante una etapa me dió por soñar toda una semana con que me moriría de cáncer. Mis familiares acudían al hospital, y me rodeaban en lo que serían las últimas horas de mi vida. Después, varios doctores llevaban mi cuerpo agonizante sobre una camilla a toda prisa. Yo observaba mis pies, y veía entre mis dedos la etiqueta de defunción. Pensaba que probablemente me lo ponían por adelantado para ahorrar tiempo, o quizás ya estaba muerto y no me daba cuenta. Otras veces soñaba con que me daban la noticia de que tenía cáncer estomacal. Yo me lo tomaba con bastante calma, como si ya lo supiera desde hace tiempo. Me negaba a tomar tratamiento, y me iba del consultorio médico tan tranquilo dejándolos a todos pasmados.


Mi abuelo murió de cáncer. Mas no caigo en esa absurda creencia de que porque él haya muerto de ello, yo por herencia biologica vaya a hacer lo mismo. Simplemente así lo considero por lo que se me ha revelado en sueños, y porque esa convicción cuasi-mistica lleva conmigo ya mucho tiempo. Recuerdo, sin embargo, algunos momentos del final de la vida de mi abuelo. Como, por ejemplo, esos largos pasillos del hospital que parecían no terminar, o como una vez que le operaron tenía la tripa cosida. Yo, aún así, me tumbaba sobre él como lo hacía cuando su cáncer se estaba gestando sin llegar a exteriorizarse. Todo aquello ha quedado en mi memoria, tanto lo que fue su vida como su muerte. Todavía le echo mucho de menos.


A próposito de esto, recuerdo cierta anécdota que me aconteció hace ya algún tiempo. Por entonces mis sueños relacionados con el cáncer habían disminuido. Pero, aún con ello, seguía férreo en mi convicción de que tarde o temprano moriría por esa enfermedad. El caso es que por ese tiempo, acababa de empezar la universidad. Y, debido a ello, tenía que acostumbrarme a coger el autobus para ir hasta la capital. También, tenía que esperar muchas horas durante la ida y la vuelta para ponerme en camino. Eso me permitía observar a la gente durante la espera, veía lo amargados que eran algunos, y la fingida felicidad de otros. Me resultaba tan entretenido como desalentador.


En una de estas ocasiones, entre el ir y el venir de la gente que perdía sus autobuses, ví a un hombre muy anciano que iba acompañado por una señora muy delgada. A pesar de que ambos tenían pinta de tener algún tipo de enfermedad, se les notaba muy alegres. Era extraño, pero su alegría me pareció verdaderamente sincera. Eso provocó que me suscitara cierta curiosidad, ya que entre tanta gente joven y saludable se percibía una suerte de pesadumbre moral. Mas, en este padre y su hija, aún pareciendo demacrados en cuerpo, estaban felices en alma.


Me dediqué entonces a observarles con disimulo. Ambos soltaban multiples risotadas debido a que el hombre anciano iba a pagar el billete del autobus mediante una gran suma de céntimos. Mientras jugaba con la calderilla en mano, comentaba que tampoco podía hacer otra cosa, que no estaba acostumbrado a coger transporte público, y que era lo que tenía por casa. Cuando ya abrieron las puertas, les cedí el paso con una inclinación cortés. Los dos lo agradecieron con una sonrisa, y luego continuaron riendo a hurtadillas al cometer tal picardía, formando así una cola considerable yendo tan lentos en lo que al pago se refiere.


Días después, me encontré a esa señora sola. En el mismo lugar donde días anteriores la encontré con su padre. En esta ocasión no reía, mas sí mantenía una sonrisa afable impresa en el semblante. Esta vez se dirigió directamente a mí, manteniendo esa sonrisa y me dijo:


- ¿Es usted aquel joven que nos cedió la entrada a mi padre y a mí?


- Sí.


- Fue muy amable por su parte. Por cierto, tengo aquí una coca-cola que no quiero beberme. Tenga.


- Descuide, pero no me gusta esa bebida


Sin embargo, insistió. Y yo, por cortesía, no me quedó otra que tomarlo y comenzar a bebermelo para agradecerselo de alguna manera. Justo en ese momento, cuando tomé el primer sorbo comenzó a hablarme de su vida. Yo, la escuché con atención en silencio. Limitandome a asentir para que supiera que seguía ahí. Me contó que hacía poco que se había separado de su marido, que este había desaparecido, y que se había quedado ella sola con su hijo de seis años. Mas la historia no acababa así. Esta continuaba con que la vez que le había visto con su padre, regresaba justamente de una revisión médica. Recientemente la habían operado de un tumor que acabó formando un coagulo en su cabeza. Por lo visto, a pesar de la operación, no le quedaban muchas esperanzas de vida, a lo que se sumaba una considerable pérdida de memoria. 


- Por eso, es probable que otra vez que nos veamos por aquí, no te reconozca. Pero no es culpa mía, es la metastasis que me está minando la vida y los recuerdos- acabó por decir


Al subir al autobus, cada uno se sentó en un sitio diferente. Mientras apoyaba mi codo sobre la cristalera, y mi mano sobre la barbilla no podía evitar sentirme bastante triste. Sentía compasión por la vida de aquella mujer, y sobre todo por como terminaría. Me preguntaba si llegaría el punto que hasta se olvidaría de su propio hijo, y moriría pensando que jamás se hubiera casado, y que ni mucho menos habría dado luz a un niño. Mas no obstante, acabé por desechar tal pensamiento. "Una madre, al cabo, nunca podría olvidarse de algo que ha surgido de sus entrañas. Puede que ya no lo recuerde desde la memoria, pero sí desde el corazón" -pensaba. Después, ella se bajo y se despidió con una inclinación acompañada de una sonrisa risueña. Aquello también me hizo preguntarme por cómo alguien que estaba perdiendo la memoria y la vida podría estar tan feliz. Pensé que quizás esto llegaría a comprenderlo mucho mas adelante en mi propia vida. 


Algunas semanas mas tarde, durante el trayecto en autobus de una mañana, yo me encontraba leyendo "Temor y Temblor" de Kierkegaard en uno de los primeros asientos. Cuando justamente me encontraba en las páginas donde el autor hace una especie de introspección psicologica del caballero de la fe, aquella señora se giró en dirección a mi asiento. Ella estaba delante, y yo a sus espaldas. Pero tan ensimismado estaba en la lectura, que no me percaté de su presencia. Una vez me hubo saludado, me dirigió las siguientes palabras:


- He de confesarte algo que he estado pensando durante estos días en relación a tu persona


- ¿De qué se trata? - pregunté con un dejo de asombro, quizás por el repentino exceso de confianza que se tomaba


- Ya te conté que tenía un hijo... Pues bueno, he llegado a la determinación de que quiero que sea como tú.


- ¿Cómo...? ¿Por qué?


- Eres un buen chico. Si mi hijo fuera como tú cuando tenga tu edad, yo sería una madre inmensamente feliz


Callé, y asentí con una sonrisa. No le transmití mis pensamientos para evitar nublar su alegría. Pero en realidad pensaba desde mi fuero interno que si me conociera jamás desearía nada parecido ¿Cómo iba a querer que su hijo se convirtiera en un pérdido y desgraciado como yo que carece de rumbo vital? ¿Para qué quisiera tener ella un hijo que en el futuro se encontrase con las manos y los bolsillos completamente vacíos, sin objetivos ni aspiraciones? Sinceramente, ¿Quién querría tener a un primogenito que se pareciera lo más mínimo a mí? No, ese chico va a ser una mejor persona de lo que soy yo. Va a convertirse en un muchacho ejemplar, de buen corazón y de honestas acciones. Siempre cobijará el tierno recuerdo de su madre en su pecho, y eso le alentará a convertirse en una persona modelo. Estoy seguro de ello. No será como yo, y por eso tendrá una vida mejor. Le espera un futuro brillante, impoluto y cargado de hermosas sorpresas. Casi me emociono al pensarlo, y desecho unas lagrimillas sobrantes.


Tras aquella ocasión, sólo pude verla una vez mas. Cuando pasé al lado de su asiento, no me reconoció. Pensé, que, tarde o temprano inevitablemente, se cumplirían sus palabras acerca de que algún día no me reconocería. No me molestó en lo mas mínimo, puesto que tampoco la conocía demasiado, y al fin y al cabo, estaba enferma. Por otro lado, reconozco que me dió lástima. No por mí propio orgullo, sino por cómo sería su vida a partir de ahora. Al bajar en el pueblo vecino, ví a un niño con un pelo oscuro en forma de tazón y de una piel sumamente clara. Ella, se sujetó de su pequeño hombro, y caminaron juntos en dirección al reconfortante hogar familiar. Como dije, estaba seguro que aún perdiendo la memoria, siempre reconocería a su hijo hasta el día de su muerte. 


Después de aquello, ya no volví a verla nunca más. Supuse, que, o bien se encontraría fatal y tuvieron que ingresarla en el hospital estando terminal, o directamente ya habría muerto. Yo, en cambio, a pesar del paso de los años, aún no he muerto de cáncer.