lunes, 11 de noviembre de 2024

Pobre negro, o el hombre invisible

 Tanto los acontecimientos como las personas son pasajeros. Al igual que el tiempo avanza inexorable hacía nadie sabe dónde partiendo de un origen incierto, hay personas que simplemente están durante un determinado momento en un sitio, mas luego desaparecen sin dejar rastro de su paso como por embrujo. Al principio, todos recuerdan que efectivamente estuvo ahí, pero según el tiempo avanza, llega un momento que todos parecen olvidarse hasta que llega otro personaje que lo sustituye y vuelta a empezar. Siempre es lo mismo: un constante flujo con sus idas y venidas, acontecimientos y personas se turnan en este eterno devenir hasta que llegue un instante en el que todo se detenga para siempre. Quizás eso sea lo que equilibre la balanza cósmica, el hecho de que todos pasamos por este mundo y lo dejamos de igual forma cual si nunca hubieramos estado ahí.

Algo parejo ocurrió una buena mañana en la esquina de un supermercado que da con una salida de metro en Antón Martín, una esquina donde antes hubo mucha otra gente, la mayoría mendigos alcoholizados debido a sus desgracias, pero cuyo recuerdo ya sólo forma parte de la memoria universal de algún ente celestial. Ahí, justo ahí, en una esquina plagada de mugre y de cenizas de cigarrillos apagados con el agua de la lluvia, se aposentó un hombre. Se mudó con todas sus pertenencias, podría decirse que hizo toda una mudanza pues llevó consigo dos bolsas, cajas de cartón, un colchón que encontró en alguna basura y unas mantas desgastadas.

Cuando llegó, nadie pareció haberse dado cuenta. No recibió bienvenida alguna de sus vecinos, y quienes entraban al supermecado que tenía justo al lado rara vez se dignaban a mirarle. Eso le confería cierta intimidad, y a su modo de ver, cierta dignidad también porque repentinamente adquirió el súperpoder de la invisibilidad. Aprovechando esa nueva habilidad adquirida, se desplazaba pocos metros más adelante para hacer sus necesidades y dormía con la boca abierta en tanto que millares de personas entraban y salían del supermercado ignorantes tanto de su presencia como de su existencia en el sentido más literal de la expresión.

Pasaba sus días sentado como si estuviera meditando, con la cabeza mirando al suelo escrutando con los ojos el asfalto, mas con los pensamientos sobrevolando toda la zona, observando a los transeúntes que no le veían desde las alturas. Rara vez decía algo, y cuando lo hacía nadie le entendía. Hablaba un idioma de una complejidad que escapaba a la lógica aristótelica en tanto que emitía una especie de gruñidos y de aspavientos que parecían típicos de algún ritual de antaño. Los pocos mendigos que tomaron escaso contacto con él decían que provenía de la África profunda, algunos incluso se arriesgaban a decir que era de Nigeria o de Níger, pero debido a la ignorancia occidental en lo que se refiere a la geografía africana nunca quedó del todo claro este asunto.

Él tampoco hacía nada por esclarecer estos asuntos, era una tumba silenciosa que se había tomado muy en serio su papel de hombre invisible. No hablaba con nadie, y nadie hablaba con él simple y llanamente. Esto, claro está, fue durante los primeros tiempos en los que se aposentó en tal esquina, puesto que según avanzaban los días fue paulatinamente dejando de lado su mutismo místico, y comenzó a alzar el rostro para otear lo que había a su al rededor. Fue entonces cuando se percató de la presencia de tan número de gentes que recorrían la zona día tras día, saliendo y entrando del súpermercado, entrando y saliendo del metro, o simplemente yendo y viniendo de la calle. Su paso errático le causaba perplejidad, le tenía atormentado. En cierto modo le recordaba a su ciudad natal, donde la gente acudía y se iba en mareas sucesivas, siempre con un semblante cargado de espanto debido a la situación de su país. Motivo por el cual, el decidió largarse, desaparecer del lugar donde se había críado para reaparecer misteriosamente en una esquina olvidada en Antón Martín.

La gente especulaba, murmuraban rumores como la ardilla o la rata que mordisquea algo con paciencia, que aquel africano invisible llegó de las pateras. Nadie tenía del todo claro que era aquello, algunos decían que era una especie de crucero barato en el que un grupo de personas acudían desesperados para habitar los escondrijos del país, otros apuntaban a que se trataba de una especie de aventura en el par como ocurría en las leyendas y sagas antiguas, pero sólo los más intuitivos y avispados indicaban que se trataban de maderas, plásticos o hierros oxidados que flotaban en el océano, y que trasportaban con ellos a unos extraños personajes que pasaban de considerarse refugiados a inmigrantes. Este último estado permanecía inalterable por los siglos de los siglos, a pesar de haber vívido en un habitáculo durante generaciones, siempre se señalaría a esa persona como un extranjero, un inmigrante aunque hubiera nacido y se hubiera críado en susodicho país una vez que sus ancestros recorrieron la travesía marítima de las pateras.

Obviamente, nuestro hombre invisible no contó nada sobre este asunto. Esto sólo eran especulaciones del rumiar de las gentes, escasos comunicados que les llegaban desde diversas pantallas porque nadie lo había vívido en sus propias carnes. Sin embargo, en los ojos vidriosos que alguna vez decían más que las palabras, cuando una luna llena plagaba con su fulgor las calles de Madrid, un resquicio de las pateras parecían retornar a la memoria de nuestro protagonista ¿Quién sabe? Quizás durante aquellos instantes de la noche él recordaba aquella travesía en la que estuvo a punto de morir, puede incluso que los semblantes de todos los circundantes se transformasen en rostros de seres queridos, amigos y conocidos que jamás volvería a ver. Era durante esos instantes cuando el silencio del hombre invisible era más pesado y más profundo. Entonces, una voz del pasado acudía a su garganta, que se sacudía con frenesí en vías de liberar algo que llevaba enterrado en su interior desde hace demasiado tiempo. Así, pues, se levantaba repentinamente y comenzaba a cantar, dando palmadas para dotar de ritmo a su inhóspita canción, y cada vez iba alzando más la voz hasta acabar casi a gritos.


Cuando aquello ocurría, la gente se desplazaba, alejándose de su perimetro y le miraban con temor y sospecha, algunos incluso con un odio furibundo. Estos últimos eran quienes se molestaban en buscar, o en su defecto llamar, a algún agente de la policía para que impusiera su autoridad. Normalmente los policías nunca iban solos, lo hacían en grupo cual manada de hienas que encuentran una presa fácil tras haber sido advertidos por otros animales. Por primera vez, parecía que alguien se percataba de la existencia del hombre invisible, y le señalaba con su dedo índice en tanto que alzaba la voz para exigirle que se callase. Por un momento, eso dejaba asombrado a nuestro hombre, abría mucho los ojos con una sorpresa que iba mutando poco a poco en temor. Mas, sin saber por qué, eso no detenía su canción sino que la aumentaba. Quizás, de forma inconsciente, era una forma de espantar a los malos espíritus de la noche. Finalmente, los policías sacaban sus porras y empezaban a golpearle con saña y furia, del mismo modo al que sus progenitores lo hacían cuando ellos eran niños.

A la mañana siguiente, se sentía revivir cual si su cuerpo se tratase de una cáscara que hubiera permanecido vacía durante la noche, mientras su espíritu en viaje astral hubiera sobrevolado el inmenso continente africano, rastreando con su mirada espiritual aquellos lugares que le eran conocidos de su infancia, mas que al recorrer con sus alas espirituales el mar que separaba África de la península española, hubiera visto a otros que como él en el pasado se embarcaban en los azares marítimos. Esa imagen le despertó repentinamente, y un rayo solar atravesó sus almidonados ojos para que retomase conciencia de su yo corporeo. Cuando así lo hizo, se notó muy dolorido puesto que su cuerpo se encontraba magullado y plagado de moratones.


Para cerciorarse de todos los golpes que había recibido la noche anterior antes de su viaje astral, se levantó y contempló a sí mismo en un charco de agua estancada que había poco más adelante. Ahí pudo ver mas o menos su semblante que también se encontraba bastante machacado por los golpes de las porras policiales. Digo más o menos porque el susodicho charco estaba plagado de meadas, de ceniza de cigarrilos y de cagadas de palomas, lo que dificultaba que uno pudiera observarse en él con la debida nitidez. Por eso dió por perdido una indagación atenta de sus heridas, y se dirigió de nuevo a su mugrosa esquina acostumbrada.

Ahí se quedo sentado durante horas, inmóvil y sólo alzando la mirada cada cierto tiempo para observar cómo el sol iba atravesando los edificios hasta que llegara su ocaso. Antes del mismo, una moneda de cincuenta céntimos se posó sobre sus píes, y cuando alzó su mirada para averiguar su procedencia sólo pudo ver a una vieja arrugada que susurraba: "Pobre negro, pobre negro..." Hasta que se fué, o mejor dicho, desapareció puesto que su paso fue dejando una estela que poco a poco se iba transfigurando hasta que fue consumida por la noche que debido a la oscuridad reinante hizo de la existencia de la vieja un ente pasajero.

Y, de nuevo, la noche. Y otra vez a pensar, a recordar y a devanarse los sesos sobre imposibles que jamás retornarán. En esta ocasión, apoyó su cabeza magullada sobre el muro sucio de la pared, y mirando al cielo nocturno pensó acerca del campo de refugiados. Ese era otro de los lugares que participaba del cuchicheo de las gentes como ocurría con las pateras, y donde se daban varias hipotesis sobre su esencia. Parecía haber un consenso donde todos decían que eran lugares donde se reunían los supervivientes de las pateras, y ahí permanecían un tiempo incierto hasta que los llevaban a otros centros, y así sucesivamente. Nuestro hombre recordaba una serie de carpas azules desgastadas, gente riendo y llorando, todo a la vez, desesperados e incomunicados, donde no se comprendía nada pero que aún así había cabida para la esperanza. Luego, también recordaba que de ahí le llevaron a una pequeña carcel, donde la esperanza dió paso a la incertidumbre constante, lugar del que se escapó para atravesar kilometros y kilometros con sus pies doloridos y cargados de callos sobre el asfalto hasta llegar a Antón Martín.

Al tiempo, se enteró de que había unos lugares donde daban comida gratis. Sin embargo, con el tiempo supo que en algunos de estos lugares le pedían identificación. Cuando esto ocurría sólo sabía responder "Soy yo" a todas las preguntas, lo que ocasionaba que quién le atendía pusiera unas muecas raras y que diera a un botón tras haber hablado con una voz a través del telefono. Sabía que cuando esto pasaba tenía que salir por patas, porque ya aparecerían los policías con sus porras para pegarle, e incluso apresarle en otra grisacea y triste cárcel. En verdad agradecía que los policías de aquella noche sólo le hubieran pegado una paliza, y que se fueran dejandole ahí solo, porque si se lo hubieran llevado probablemente tendría que haber empezado desde el primer punto para terminar en la misma indigencia en la que se encontraba.

Mas, retornando al asunto de los lugares donde daban comida gratis, había otros donde no pedían identificación. Esos parecían ser llevados por unos tipos excentrícos que hacían una especie de desfile donde marcaban sus pasos con el retumbar de los tambores, y que tenían las estancias de sus hogares cargadas de alfombras y con unas deidades en sus paredes. En sus puertas se apiñaban sumos mendigos que se empujaban entre sí, algunos hasta gritaban frenéticos palabras inenteligibles pero que dejaban traslucir una mezcolanza de alegría porque no les pidieran identificación y de desesperación por el hambre que tomaba forma en sus estomágos rugientes. Algunos, incluso, impacientes comenzaban a dar puñetazos aleatorios en el aire, de los cuales algunos llegaban a los que estaban delante, lo que provocaba constantes peleas y disputas de las que nadie sabía a cuento de qué habían surgido.

No obstante, nuestro hombre pasaba de ese tipo de conflictos, hasta el punto que cuando le llegaba algún puñetazo gratuito lo aguantaba estoico, incluso le daba cierto placer cuando susodicho golpe le acertaba en una herida a medio curarse, o en un moratón que todavía contenía pus que entonces se liberaba en vías de coagularse, puesto que él se imaginaba que aquello era una especie de masaje. Pero, dejando de lado tales ensoñaciones de nuestro personaje, finalmente podía acceder a la comida. Esta se encontraba encerrada en un cartón reciclado, y tenía agujeros en la tapa para evitar que el vaho dejase la comida aguada. Normalmente esta comida era un arroz amarillento con un sabor muy fuerte, que en cierta medida recordaba a nuestro hombre a la gastronomía de su tierra natal, tan codimentado... Hum ¡Sabroso!

Con una sonrisa de oreja a oreja, regresaba a su esquina y se aposentaba sobre su carcomido colchón, espantaba a las cucarachas y a otros insectos de las mantas, y se tumbaba como un rey en su hogar. Sin embargo, esta sonrisa de momentánea satisfacción iba desvaneciendose paulatinamente según iban pasando los días hasta que adquiría un carácter indefinido, y su mirada que al principio estaba vidriosa de alegría, iba mutando poco a poco hasta que las lágrimas descendían hasta atravesar sus mejillas ¿Por qué lloraba? Nadie podía saberlo, quizás recordaba las penalidades que tuvo que pasar, o puede que también le desesperaba aquel extraño poder de ser invisible. Otras veces reía sin saber por qué, y su risa sonaba amarga en la distancia como el aullido de un lobo solitario que se había separado de la manada y que se había pérdido en la espesura de un inmenso bosque.

Así se sentía en cierto modo, pérdido en un bosque de edificios donde los espíritus recorrían errantes la noche, y que cuando la luz del sol coronaba la contaminación del cielo, se transformaban en seres pálidos de ojeras marcadas que no eran capaces de verle aunque mirasen en su dirección. Aquello, poco a poco, fue convirtiéndose en una pesadilla que se estaba alargando demasiado, su mutismo primigenio dió paso al enfado, el cual tenía como resultado que susurrase insultos dirigidos a la humanidad en su conjunto. Pateaba el suelo con un cabreo evidente para ver sí lograba formar un agujero lo suficientemente profundo que lo conduciera al infierno, puede que en tales fosos abismales la existencia fuera muy ardua, mas fabulaba con la idea de que incluso ahí no sería tan penosa como la que a día de hoy vivía. Por eso insistía en hacer de su desdicha una fuerza inusitada, con la potencia suficiente para llevarle al infierno que le habían contado los curas en su aldea natal.

Y para colmo de todo, una tarde apareció un tipo que hablaba con un acento muy raro y que comenzó a grabar toda la zona con una cámara. Su mera presencia le hizo sentirse muy cabreado, pero más lo estuvo cuando se acercó a él apuntando con el objetivo de su cámara. Se sintió un animal de circo al que estaban invadiendo su intimidad para el entretenimiento de unos espéctadores invisibles, así que se levantó y empezó a increpar al tipo señalandole con el dedo y amenazándole. El otro, no se quedó atrás y le respondió de igual talante, como si tuviera derecho a grabar lo que quisiera.

- Este es un espacio público, puedo grabar lo que me dé gana -dijo, y continuó- No eres ningún tipo de autoridad para decirme si puedo grabar o no, tengo derecho.

- Que te jodan, que te jodan, que te jodan... - le respondió nuestro protagonista en un frenesí de insultos- Vete a la mierda jo puta, que le den a ti y a tu madre. Vete a tu puto país, extranjero de mielda.

No sabía por qué dijo esto último, pero le salió espontánemanente de su alma de la forma mas natural. Cuando el otro se hubo ido, se sentó cruzado de brazos, todavía con las sienes palpitantes de la ira que le invandía. No comprendía la razón que se ocultaba, el por qué todo el mundo podía permitirse hacer lo que quisiera mientras que él no podía realizar el más mínimo movimiento. Las escasas veces que las gentes se percataban de su presencia siempre eran para amonestarle por una cosa u otra, a veces simplemente por existir y estar ahí en ese momento. A excepción de la vieja aquella que le había tratado con condescendencia diciendo aquello de "pobre negro" todos los demás sólo sabían o ignorarle, o recalcarle cuanto sobraba en este mundo.

Cuando se hubo calmado, y sus venas se habían temblado, comenzó a darle vueltas a lo que le había dicho a aquel hombre. No entendía de dónde habían nacido aquellas palabras, mas probablemente él mismo las hubiera oído por ahó, puede incluso que también se las hubieran dicho a él mismo. Aquel hombre tan poco educado que comenzó a grabarle sin su permiso era extranjero como él, provenía de otro lugar pero eso no le eliminaba de susodicha categoría. No era tan oscuro, tenía otro acento, otras facciones pero para los nativos del lugar seguiría siendo siempre un extranjero como le ocurría a él. Lo único que les diferenciaba es que uno vestía mejor y cargaba con una cámara, y que él estaba tirado en un colchón mugroso con la ropa agujereada de siempre. Mas, sin quererlo, él había tratado a ese hombre como los demás le trataban a él, y aunque seguía pensando que tenía la razón en aquella disputa que alteró por unos minutos toda aquella calle, el que tales palabras salieran de él le dejo más mudo de lo que acostumbraba a estar.

De repente, se derrumbó. Tanto que aquella noche no alzó su semblante para contemplar el fulgor pálido de la luna, y se quedó observando sus zapatos desgastados que ya estaban prácticamente inutilizables. Pudo vislumbrar a través de los claroscuros cómo era que salieran pepitas húmedas sobre sus pies, se preguntó la razón de la aparición de tales humedades ¿Estaría lloviendo? indagó en sí mismo, levantando la mirada por vez primera durante aquella noche. Pero no, estaba completamente despejado, no había ni una sola nube en el cielo.

Cuando sintió que aquellas humedades estaban esparcidas por todo su rostro, cayó en la cuenta de que otra vez estaba llorando. Tan acostumbrado estaba al paso de sus lágrimas, que se había inmunizado a su presencia, de ahí su perplejidad cuando repentinamente advertía que estaban ahí coronando su semblante y cayendo enloquecidas a su al rededor. Qué extraño era todo aquello pensó, y continuando su instrospección empezó a preguntarse si no se había hecho invisible para sí mismo también, si a tanto había llegado su poder que ya le estaba afectando a él mismo. Si así fuera, llegaría un momento en el que se desvanecería, porque quién no es observado por los demás puede vivir de algún modo, pero quien ya no es consciente de su propia existencia va dejando paulatinamente de existir, se va deshaciendo en su inexistencia hasta que se desvanece completamente cual si un huracán inmaterial le hubiera atravesado.

Y así terminó pasando, aquel hombre invisible perfeccionó tanto su poder que acabó por desaparecer totalmente. Ya nadie volvió a atisbarle por ahí, era como si al final el suelo se hubiera hundido y se hubiese caído al abismo de algún imaginario infierno. Al comienzo, los pocos que le vieron de soslayo se preguntaron hacía dónde había ido aquel hombre, mas con el tiempo incluso aquellos se olvidaron del asunto, y la efímera existencia de aquel "pobre negro" pasó sin pena ni gloria, inadvertida por los habitantes de aquel Antón Martín de Madrid.

Sin embargo, el que escribe esto sí que se acuerda, fue uno de los traseúntes que vieron la disputa entre el extranjero que grababa y el hombre invisible venido de África, y tal y como lo recuerda aquí lo deja por escrito para que aquellos que lo lean puedan hacer al menos durante lo que dure la lectura un poco visible a aquel hombre cuya existencia pasó inadvertida como la de tantos otros que viven en las calles, y que repentinamente y tal y como aparecen, desaparecen.