jueves, 1 de septiembre de 2022

El cuchillo clavado sobre la mesa y las lágrimas de sangre

 - ¡Me cago en Dios! ¿Dónde demonios se habrá metido esta mujer...? ¡Qué maldita pesadilla es vivir con ella!

Así se quejaba Laurelio mientras pegaba patadas debajo de la mesa debido al enfado. Estaba esperando a su mujer para una cita que habían concertado hacía un par de días para reconciliarse. Probablemente por primera vez en su vida se había dignado a cocinar algo. Se trataba de una especie de paella en la que metió todo aquello que estaba a punto de caducar, como por ejemplo pimientos, mejillones, pollo, hasta pepinillos... Todo este contenido se tambaleaba con sus continúos golpes, haciendo parecer que aún estaba en la paellera dando vueltas y vueltas.

Era cierto que últimamente la convivencia con su mujer había sido cuanto menos álgida. Discutían cada dos por tres, a veces por las cosas más baladí. A Laurelio le irritaba especialmente que ella irrumpiera sin permiso previo a su habitación y desproticara contra todos y contra todo -incluso, contra él- porque necesitaba desfogarse. Veía en ella a una mujer muy egoísta, quizás porque también lo era él. Pero esto último se negaba a verlo. Los males que pudiera provocar él siempre tenían algún tipo de justificación hasta cierto punto racional, mientras que los malos actos que pudiera tener su mujer eran demenciales, provinientes del mismísimo infierno. Ya no sólo era que perturbara sus escasos momentos de sosiego, sino que todo el día uno debía estar pendiente de ella y a sus exigencias. En verdad, con él pasaba más o menos igual. Aunque, claro, en su caso siempre era diferente, eran otro tipo de circunstancias, y por lo tanto, todas y cada una de ellas comprendían de una razón de ser que a su mujer se le escapaba por completo.

Cansado de esperar unos treinta minutos apróximadamente, Laurelio se levantó de repente y dió un fuerte puñetazo a la mesa. Del golpe se precipitaron algunos tenedores y demás cubiertos, y al verlos caídos cercanos a sus pies, les propició una serie de patadas para dispersarlos y alejarlos de él. Sin querer, la punta de uno de los cuchillos le rozó en uno de sus meñiques produciendo un leve corte del que salieron un par de gotas de sangre a penas perceptibles. Esto le cabreó aún mas. Por lo cual, se molestó en agacharse para coger aquel desdichado cuchillo, e imaginandose que se trataba de su mujer, lo clavó en la mesa con furia.

- ¡Ya está! Ya no aguanto más... Estoy hasta las pelotas de la puta de mi mujer. Voy a ver dónde cojones se ha metido la muy zorra.

Tras exclamar estos pensamientos en alto, se fue de la estancia dejando el cuchillo clavado sobre la mesa. Muy cabreado, fue dando zancadas desde la puerta de su pequeña casa hasta la calle. Mientras andaba pisando el suelo como si fuera el estómago de su mujer, fue profiriendo suspiros que ilustraban su rabia contenida e interior. Sin saber dónde buscar, se dirigió al bar dónde solía ir a beber los domingos con sus amigos para olvidarse de sus endiabladas mujeres. En realidad, por mucho que intentarán envalentonarse gracias a la ayuda de la bebida, al regresar a su casa, bajaban la cola y aguantaban estoicamente sus regañinas, e incluso, algún que otro golpe. Mas, sin embargo, en el momento en el que estaban tomándose unas birras en el bar, durante ese preciso instante, se creían héroes de su propio destino.

Ahí estaban, en la entrada del bar, una serie de hombres que no le sonaban para nada a Laurelio. Todos aquellos eran unos perfectos desconocidos, ninguno de ellos eran sus amigos. Hasta el hombre que hacía de camarero le parecía un desvergonzado joven que iba a un concurso de disfraces de los trabajos peor pagados. Pero de todas maneras, decidió internarse para preguntar, con voz temblorosa, por el paradero de su mujer.

Todos le miraban con extrañeza. Una extrañera que no era tanto el producto de una repentina sorpresa que se presentara por casualidad, como una especie de desasosiego hacía un incordio conocido. Laurelio, mientras tanto, se dirigía con paso presuroso y temeroso ante el dueño del local, el cual, tampoco le sonaba nada de nada. Mas, estaba tan enfadado, sentía tanta ira en su interior, que le restó importancia a este hecho superficial, y pasó a preguntarle a quién presumió que era el dueño del sitio acerca de dónde se encontraba aquella mujer que le había traicionado al no acudir a su cita.

- Pero don Laurelio... -le respondió- Otra vez usted por aquí... No, no tengo ni la más rémota idea acerca de dónde está su mujer.

- De nuevo está este viejo sarnoso preguntando por aquí sobre el paradero de su seca y arrugada esposa... Qué puta pesadez de viejos ¡Ojalá se mueran todos de una puñetera vez!

Laurelio, perplejo, pestañeó unas cinco veces, y alzando el puño en alto en señal de amenaza, se dió la vuelta y se fue. Cuando se halló en plena calle de nuevo, un fragmento de sol le iluminó parte del semblante, produciendole picores. Andando, tambaleante, sintió que el viento le recorría sus grisáceos y escasos cabellos. Poniendo atención a esta sensación, pudo sentir como algunos de estos débiles cabellos, se fueron volando en dirección a la carretera. Y de repente, el paso de un coche que iba a bastante velocidad, los dispersó en el cielo cual si fueran los pétalos blanquecinos de un diente de león. Vió como estos resplandecían en contacto con el sol quizás por última vez antes de acabar tirados entre la porquería del asfalto, y sin saber por qué, se le derramaron algunas lágrimas.

Continuó deambulando por aquellas calles que se conocía tan bien, sintiendo en su pecho una pesada tristeza de la que no sabía su origen, y sin saber tampoco por qué, se perdió. De repente, todos aquellos caminos que había recorrido durante años desde su juventud se le difuminaron, y cuando logró distinguir con algo de mayor nitidez, le eran completamente desconocidos. Desconcertado ante este hecho, como también por la repentina tristeza que sentía, se detuvo en seco mirando a ambos lados. Pero nada, no le sonaba absolutamente nada de lo que veía al rededor ¿Cómo era posible? Si se conocía a dedillo todas aquellas calles ¿Cómo podía perderse en su propia tierra después de haber pasado toda su vida ahí?

Entonces, un policía le vió desde lejos, y acudió a paso ligero allí donde se encontraba Laurelio. Con una sonrisa entre afable y sárcastica, le tomó del hombro y le dijo:

- Vaya, vaya... Otra vez por aquí señor Laurelio... Venga, suba a mi coche que está a pocos minutos de aquí. No se preocupe por nada, yo le llevaré a casa.

Sin saber qué decir, Laurelio, en su desconcierto, decidió seguir a aquel hombre con uniforme. Tenía razón. A los pocos minutos se encontró en la puerta de su casa, y al girar el cuello en dirección al policia que le había traído, pudo verle alejarse mientras agitaba la mano en señal de despedida. Acto seguido, se internó en su casa y buscó a su mujer por todos los rincones, hasta debajo de la cama y dentro de los armarios. Mas su búsqueda fue en vano, no logró encontrar atisbo de su mujer a excepción de todas sus pertenencias desperdigadas por cada una de las estancias. Sólo pudo contemplar el reflejo sombrío de aquel cuchillo clavado en la mesa de la sala de estar, veía como la sombra proyectada en esa misma mesa avanzaba en circulos hasta que la sombra se hizo total una vez el día había llegado a su fin.

Después de aquello, pasaron días y días. Los cuales, quizás para otro, hubieran sido interminables. Pero, que, para Laurelio, fueron semejantes a un suspiro. Se mantuvo inmuto contemplando aquel cuchillo y cómo avanzaba la sombra que proyectaba a medida que pasaba el tiempo. Sólo se levantaba para beber agua, o en su defecto, vino. Pero, al momento, volvía a sentarse en la misma silla en la que días antes estaba tan enfadado. Ahora ya no lo estaba, aunque tampoco sabría decir a ciencia cierta cómo se sentía. Era una especie de perplejidad aletargada, que se dilataba con el paso del tiempo, que a veces se extendía siguiendo un horizonte tan infinito como incierto, y que, otras veces se quedaba sumido en un punto, como si se hubiera vértido ácido y este descendiera en silencio y en dirección a las profundidades de la tierra.

Uno de esos días, acudió su hijo a visitarle. Casi se le olvidaba que una vez tuvo un hijo. Le vió bastante mas mayor y demacrado, como si le hubiera pasado algo muy grave que se le hubiese impreso en el rostro. Sin embargo, no se atrevió a preguntarle por si eso pudiera molestarle por lo que fuera. Así que se limitó a invitarle a un vaso de vino frente a la paella putrefacta que desde que se perdió en la calle se había quedado ahí. Su hijo arqueó las cejas en señal de encontrarse frente a algo que le era tan desagradable como conocido. Rompiendo el silencio le dijo en un tono que intercalaba severidad y preocupación:

- Mira, papá... No puedes seguir así... ¿Te has dado cuenta de cómo vives? ¡Es de vergüenza! Ya no puedo seguir soportándolo mas. He decidido que ya es hora por fin de hacer algo respecto a tu situación

Laurelio, sin entender a qué venía aquel comentario, ni tampoco la intención que subyacía a su tono de voz, evitó lo que para él eran cuestiones secundarias, y fue a pasar al tema que era esencial, la raíz del problema: dónde estaba su mujer.

- Papá... Cada mes estás igual. Yo ya no sé cómo narices decirtelo... Mamá está muerta. Jamás la vas a encontrar. Murió hace diez años debido a un atropello frente a la carretera que dá al bar donde tú estabas constantemente borracho. Ya no te acuerdas, o al menos, no muy de vez en cuando. Ella acudía al bar rogándote que por favor volvieras a casa, mientras tú no podías soltar la botella de alcohol de la mano. Quizás por eso estás tan mal de la cabeza... No lo sé. Pero, vamos, lo que quiero decir es que tu situación actual va a cambiar hoy mismo. Se acabó.

En ese momento, Laurelio cayó al suelo de rodillas y se puso a llorar desconsoladamente una vez que su envejecido hijo le había recordado todo de sopetón. Fue como si le hubieran dado un puñetazo en plena cara que le hubiese despertado de un aletargado sueño, y que, ahora al despertar el dolor fuera secundario en comparación al sufrimiento que sentía en su interior. No cesaba de llorar. Las lágrimas le caían de sus desacompasadas pestañas al suelo cual si todo su ser fuera un afluente desbocado, llevando toda su enturbiada agua a un abismo irrecuperable, agotando cada gota de agua que había en la tierra, en su mundo.

Agarrándose de las sienes con desesperación, ahora comprendía aquellas desconcertantes lágrimas que se le habían desprendido de los ojos sin él quererlo cuando se encontraba frente a la carretera. Todo había recobrado su sentido. Un sentido que era tan tremendamente doloroso que su cuerpo temblaba al unísono. Empezó desde sus desgastadas rodillas hasta su cabeza,  provocándole que todo su cuerpo se hubiera convertido en un recipiente vertiginoso, a punto de explotar y desvanecerse para siempre. Pero antes de la inevitable explosión, lanzó una mirada de soslayo al cuchillo clavado en la mesa, y pudo ver a su mujer sosteniendole con el semblante cargado de lágrimas de sangre.

- ¡Te encontré! - pudo exclamar con una sonrisa de felicidad instantes antes de caer completamente desplomado.

Con el paso de un tiempo incierto, Laurelio se encontraba en un lugar que le era totalmente desconocido. Estaba tumbado en una cama demasiado limpia para ser la suya, rodeado de unas baldosas tan blancas que destellaban al contacto con una luz fría y artificial. Desconcertado, sin saber qué pensar, decidió levantarse. Y como se tambaleaba con cada paso, sintiendo que esta a punto de caer, se agarraba a todo lo que tuviera a mano para mantenerse estable. Entonces, salió de la extraña habitación, y pudo vislumbrar un largo y blanquecino pasillo que parecía no acabar. Bastante aturdido, se quedó en el sitio, parado en seco, dubitativo con su yo interno y con el entorno que le rodeadaba.

Al rato, apareció una mujer morena muy delgada con la bata blanca que le sostuvo de uno de sus brazos al verle tan inestable y tambaleante, y como era la única persona que había visto en aquel lugar, le preguntó:

- Perdone señorita, ¿Sabe dónde está mi mujer?