Un gran estruendo despertó durante la madrugada a
Raimundo de un plácido sueño. Y aunque no recordaba con exactitud de lo que
este trataba, pensaba que sería algo hermoso puesto que los latidos
provenientes de su pecho latían gozosos. Poco a poco, mientras sus sentidos se
acomodaban al momento presente, fue capaz de discernir unas tenues figuras en
su mente concernientes al contenido de aquel sueño. Según se le representaban,
podía contemplar dichosos prados descubiertos al acariciar del viento, un sol
templado que rociaba su cuerpo, y, ante todo guardaba en el cobijo de su
interior la imagen de una bella dama que era rodeada por sus brazos en tanto
que ambos reían disfrutando de su amor mutuo. Este último fotograma pasajero,
le fue realmente dichoso, tanto que se le reflejó en la expresión, ya que dejó
escapar una sutil sonrisa que todo lo decía sin necesidad de palabras.
De repente, volvió a tronar el mismo estruendo
anterior, haciendo saltar de cama a Raimundo. Y entonces, cayó en la cuenta que
lo que le había despertado era la tormenta que se avecinaba. Otro indicio de
ello era el repiquetear incesante de las gotas de lluvia que insistían con sus
golpes en las tejas de su casa, cual llamada que le avisaba que el temporal que
venía iba a empeorar. Pero como a Raimundo estas vicisitudes temporales no le
molestaban -es más, le agradaban- siguió durmiendo tan pancho en espera al día
siguiente con la esperanza de que su sueño tuviese continuación, pues jamás se
había sentido tan bien como en aquel estado del que la tormenta le había
despertado.
A la mañana siguiente, con la llegada de la aurora,
los rayos del sol atraído por el curioso Febo inundaron la estancia donde
reposaba Raimundo. Aquel desperezándose, se cubrió con sus verdosas sábanas y
caminó en dirección a la cocina para prepararse el desayuno. Y en tanto que
degustaba la comida, seguía pensando en el sueño que su desvelo le había
robado. Sin embargo, tuvo suerte porque según exploraba en sus adentros, le
acudían nuevas imágenes y sensaciones. Indicándole así, que, sin duda el
dichoso sueño tuvo su debida continuación como tanto deseaba. En esta ocasión,
sintió el calor en su mano diestra de otra mano mas pequeña que la suya propia,
a lo que se le sumaba la visión de unos cabellos negros alados azotados por una
brisa. Estuvo paseando al rededor de amplios campos de cultivo con la misma
dama anterior. Se diría que mientras soñaba nunca había dado cabida a una
sensación de mayor disfrute como aquella “¡Ojalá fuese real ella!”- pensaba con
una sensación agridulce al gozar lo que no tenía presente.
Tanta era su dicha, que pensó en ir a visitar a su
vecino Cirilo, al cual quería mucho pues siempre se tomaba su tiempo para
escuchar las fantasías de Raimundo. Tal dicho como hecho, se dirigió a su casa
que se encontraba a pocos metros de la suya propia. Tocó su timbre, y este le
recibió con su natural cortesía y comedimiento estrechándole su mano con la
sonrisa que nos avisa de la bondad que es capaz de habitar en un pecho tan
humilde como dispuesto a prestar oído y ayuda a quién lo necesite, y esto
siempre desinteresadamente. Aquel comenzó a decirle:
- ¡Ay, amigo mío! Grata sorpresa es para mí su
visita. Es sin duda una alegría volver a verte después de tantos días ¿Qué es
lo que se trae a estos lares?
- Más felicidad es para mi persona el acudir a ti
de lo que tú puedes sentir al verme a mí. Te lo puedo asegurar, Cirilo -dijo
Raimundo con los brazos abiertos, dando así acogida a los de su amigo.
- Ello aumenta en mayor grado mi satisfacción. Pasa
– decía Cirilo haciendo que su usual huesped entrase al recibidor- Pero, aún
así no me has respondido a mi primera pregunta, y si no la recuerdas, te la
vuelvo a repetir: ¿Cuál es tu propósito de venir aquí?
- Mira, mi buen amigo- continuó diciendo Raimundo
con una mezcla de dicha y de pesar- Esta noche soñé el más gozoso de todos los
sueños, que contenía una felicidad tal que es imposible que otra pueda
encontrarse, al menos en esta tierra. A una bella dama amaba, y con ella
solamente me conformaba al no necesitar nada más. Todas las dichas juntas las
tenía con ella, y si en tal momento me dijesen que podía ser mayor mi
felicidad, en modo alguno lo podría creer. Vivíamos en lejanos parajes, rodeados por
un entorno natural semejante al paraíso que disfrutaron nuestros primeros
padres, y luego, caminábamos en los al rededores siendo felices el uno junto al
otro sin pedir nada a cambio. Pero, instantes después desperté de tal grandeza
como todos despertamos de los tiempos de riqueza para hallarnos en nuestra
usual pobreza, Y así comprendí que en mi vida real no era feliz -pues a pesar
de que rara vez he osado quejarme de mi actual estado, en aquel momento me
sentí desdichado- tras haberme encontrado con un contento innúmero. Ahora, ya
no sé qué hacer. No puedo continuar viviendo sin amar como lo hice al soñar.
Quizás aquella doncella sea ficción, más para mí en tanto que era soñada fue
tan real -sino todavía más- como esta conversación que estamos teniendo tú y yo
en este momento. Dime mi querido Cirilo, ¿Qué puedo hacer? Quisiera dormir para
volver a soñar con ella y jamás despertar aunque me ofrecieran todos los bienes
del mundo, puesto que como he dicho, todos los tenía en su compañía.
- Aquello que me cuentas viejo amigo, me recuerda a
una experiencia similar que tuve. Pero, en mi caso, no era soñado sino que fue
real. Durante mi juventud, habitó en mis brazos una belleza que podría contener
el cúmulo de las estrellas todas en su sonrisa, y aún incluso, la de la luna
misma en una noche despejada. Sus ojos eran dos luceros enclaustrados en un
cuerpo, sus labios dos sutiles cadenas que me ataban a pasiones incontables,
sus mejillas el amanecer y el anochecer a su vez, su nariz una bendición hecha
figura, su esbeltez y sus curvas el conjunto de una escultura reanimada, sus
cabellos el rocío de la aurora, su pálido cuello la rosa que aflora… Y lo que
era más abajo… ¡No me atrevo ni a decirlo porque el decoro me lo ordena! En
fin, era una ninfa hecha humana, una diosa que hizo del suelo un cielo, una
musa que inspiraba, una hada que andando volaba, una criatura celestial que
bendecía cuando sonreía, una hermosa sirena desterrada de los mares, un ángel
de los amores… Se llamaba Flora.
- ¿Y qué mas te ocurrió con ella? -le preguntó
Raimundo- Me tienes intrigado.
- Pues, al igual que tú despertaste del sueño, yo
también lo hice del mío. Porque, si te soy sincero, aunque te haya dicho que mi
amorío fue real, muchas veces en mi pensamiento indagaba acerca de que si
efectivamente lo era. Al cabo, parecía un sueño caído sobre la vida verdadera.
Así, un día sin saber cómo ni bajo qué razón ella desapareció y no me dejó una
nota de su paradero. Desde entonces, como podrás adivinar, no sé qué ocurrió
con tal hermosura que la fortuna me trajo, y que tiempo después se desvaneció
por arte de magia- se detuvo un instante y continúo diciendo- ¡Ah, casi se me
olvidaba! También compuse esto para ella, aún lo guardo en la memoria.
Cirilo, afinando su voz y tosiendo un par de veces
para que no le carraspease la garganta, comenzó a cantar lo que sigue:
Dichoso
sin duda fue mi caso,
pues
tuve en mis brazos a Flora
la mas
hermosa -hasta ahora-
de las
muchachas, y acaso
no me
deje el ánimo laso,
ya que
su recuerdo aflora
cual
mañanero canto de alondra
hasta el
fin del ocaso.
Pase lo
que pase,
este mi intermitente
sentimiento
continúa
en mi corazón picando;
ya sea
con limitarse a posarse,
invocando
el ímpetu del viento,
o mi ser
interno asesinando.
Una vez que hubo terminado Cirilo su cante,
Raimundo quedó impresionado hasta que llegó a aplaudirle con el más fervoroso
de los aplausos. El cual recibió su autor con gran regocijo, a pesar de que
obviamente, de su significado partía su pesadumbre. Cansado ya Raimundo -puesto
que ya se estaba dando paso a la tarde-, se volvió a su casa dando vueltas a lo
que Cirilo le había contado. Bajo su sorpresa, sin llegar a explicarlo,
encontraba sumas semejanzas a lo que su amigo refería con sus propias
impresiones posteriores al sueño. Meditativo, pasó el resto del día bastante
taciturno al tener que resolver problemas ulteriores e interiores que se
intercalaban en su pensamiento acerca del verdadero significado del amor. Y,
como estas vueltas de tuerca y reflexiones le traían el alma pendiente de un
hilo invisible, que advierte intuitivamente más no comprende concretamente, se
encaminó por los olivares a pocos kilómetros de su casa para despejar sus
enturbiados pensamientos mientras el atardecer llegaba a sus términos.
Ya instado frente a la regocijadora templanza de
los olivos y a su fragancia campestre, se sentó ante un pequeño monte rodeado
de enormes rocas “¿Qué me está pasando? ¿Por qué me sentiré triste por un sueño
que nada tiene que ver con algo palpable? ¿Y cual es la razón por la que lo que
me contó Cirilo agraviase mi estado de ánimo hasta tales tristezas descendientes?-
se preguntaba entre sí el consternado Raimundo en similitud a San Juan de la
Cruz en su poema “entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo, toda ciencia
trascendiendo”
Suspiró y agachó la cabeza mirando al barrizal
cubierto de pequeñas piedras que ya ensuciaba de tierra sus negros y
estropeados zapatos de cuero símil. Y cuando quiso levantar la mirada en
dirección al horizonte, que ya estaba pasando de un reflejo anaranjado a una
tonalidad azulada oscurecida, pudo ver la figura de una esbelta mujer que
estaba sorteando con sus pasos los olivos. Digo sorteando porque aunque
caminaba, podría decirse que volaba por encima de las hierbas, elevándose así a
cierta altura, o al menos, eso le pareció a nuestro protagonista al no poder
vislumbrar desde su perspectiva los pies. Quédose su espíritu helado hasta el
punto que no fue capaz de realizar movimiento alguno, ni tan si quiera pudo
mover las pestañas al tener sus ojos clavados ante el espectáculo que se
desarrollaba justo ante sí. La brillante doncella, percatándose de que era
observada por aquel sujeto andrajoso -aunque galán a su modo-, empezó a
acercarse cada vez en mayor grado, y enderezando la voz susurrando melodías que
le eran desconocidas, comenzó a decir así:
Yo soy
Flora, tan dama
como
para mis adentros cantora,
y no
temo el deslizarse del que ama,
ni
tampoco el turbarse al mirarse como ahora,
ya que
estas sensaciones me producen calma
y
aquietan el pulso de cualquier hora
Si he de
tener alguna certeza,
es la
que dictamina que soy enteramente libre
como las
gacelas que se esconden en la maleza
o como
la asustadiza liebre
que
corre del cazador y su dureza,
evitando
así que su ánima se quiebre
Más no
os confundáis demás hombres
y
bestias, que deberían pertenecer
al
culmen de las cumbres
por
privarnos a las mujeres de crecer
en
maravillosa soltura, siendo mi ventaja
vivir al
margen de amores que hacen enloquecer
¿No
advertís, mis queridos
sultanes,
que una sola
está
mejor que rodeada de cocodrilos
y de
mares que alteran cada ola
hasta
lograr inundar los caminos
y
arrancar la virginal amapola?
De todas
maneras,
procuraré
ser sincera
tanto
conmigo misma como con las fieras,
liberando
mi secreto, echándolo fuera,
ya que
de todas maneras
tarde o
temprano cualesquiera se destierra
Confesando
así, que en un día determinado,
pareció
durante un instante
que yo
-la que no deja a nadie a su lado-
amé a un
hombre tan fervientemente
que ni
una repentina muerte
me
quitaría lo amado
Sin
embargo, ya no logro recordar
con la
precisión debida:
sus
facciones, su curioso andar,
su
pasión a mí de por vida,
su forma
de amar,
en fin,
sus arrebatos que no hay quién los mida
Mientras
tanto,
yo sigo
andando como desde antaño,
así
según lo cantado hace un rato
tan sola
y dichosa cada año,
sin
olvidar aquel amoroso sentimiento
dado en
un sueño.
Cuando finalizó el armonioso canto de la bella
Flora, nuestro Raimundo se sintió aún más petrificado que en anterior instante,
más no pudo detener un llanto de alegría
hasta entonces contenida al descubrir en ella a la dama soñada, y a su
vez, la doncella que le transmitió Cirilo en palabras que se hicieron poesía
cuando dio paso a su cantar. Pero al poco de pensarlo y regocijarse en la
completa igualdad entre ambas mujeres -pues era en realidad una misma-, cuando
ya estaba dispuesto a abalanzarse para acogerla entre sus brazos, aquella se
dió la vuelta, sin ser el capaz de pronunciar una palabra. Solamente, una vez
que se hubo desvanecido a lo que pareció, pudo alzar en alto cual vela abierta
en mares inusitados: “¡Mi Flora, espérame!” Intento seguirla corriendo cuanto
pudo, siendo todo intento en vano porque así como llegó la noche, también lo
hicieron neblinas enfurecidas del ajeno amarse.
Tras dar su intento de arroparla con su palpitante
cuerpo al traste, se dirigió sin pensarlo dos veces a la casa de su vecino
Cirilo. Y contándole lo sucedido, diciéndole que ambas damas de las que
hablaron eran una y la misma, y que fue capaz de verla allí donde se aposentan
los olivares sin haber logrado detenerla para amarla y narrarla estas verdades.
Aquel no le creyó, podría decirse incluso, que se enfureció interpretando que
su muy querido Raimundo procuraba -desconociendo la razón de tal broma pesada-
tomarle el pelo. Manteniendo así su impenetrable animo como solía, conteniendo
la melancolía que surgía de noticias -a lo que él le parecían- tan farsantes,
le pidió con amabilidad que se largase. De nada sirvió las apasionadas
insistencias de Raimundo para que se le tomase en serio, pues hablaba sin duda
desde el corazón más profundo y sincero. Al final, tuvo que irse a su casa y
procuró dormirse sin conseguirlo, así que se quedó la noche en vela con una
llama creciente de una vela de otro tipo que ardía en su pecho.
Pasaron días y días sin noticias acerca de la bella
Flora, cosa que nuestro protagonista lamentó en lo más profundo de su persona.
Intentaba seguir su curso rutinario y ordinario sin conseguirlo del todo, ya
que mientras sus miembros se movían, su mente permanecía encasillada a una
misma idea: “¿Que habrá sido de aquella a la que amé en sueños?” Durante este
tiempo, ya tampoco frecuentaba en demasía el apacible hogar del también
desventurado Cirilo a pesar de compartir un mismo objeto de mutuo amor. Tan
sólo se encontraban rara vez, y cuando lo hacían, inclinaban ambos sus cabezas
en señal de saludo y poco más. Como íbamos diciendo, pasaron semanas y semanas
que llegaron a ser meses, sin nuevas del amorío soñado, y Raimundo se iba
desesperando cada vez en mayor grado porque ya tampoco lograba soñarla pese a
que se esforzara.
Pensaba en ella siempre justo antes de dormirse,
para si la veía comunicarla sus impresiones y confesarla su amor verdadero
tanto en vida como en sueño. Se creía a sí mismo una especie de Segismundo
inverso, ya que este se lamentaba de que la vida fuese un sueño y todo lo que
en ella realizase se quedase en balde, de manera que cuando se veía a sí mismo
siendo rey, el despertar de nuevo siendo esclavo le era penoso. En cambio, en
el caso de Raimundo, no le importaba si sus sentimientos eran soñados o no,
quería permanecer en el sueño porque para él resultaba que lo que le hacía
soñar era la vida. Y como no la encontraba, ni en remotas fantasías oníricas,
se lamentaba y quisiera ser aquel Segismundo del que Calderón de la Barca nos
cuenta su leyenda, a este Raimundo nuestro ya empezaban a consolarle las
tragedias ajenas. Hasta tal punto se elevaba su melancolía al no hallar a su
amada Flora.
Esto fue hasta que en un lejano día encontró su
dicha allí donde le era imposible concebirla, pues al atravesar un pequeño
parque de camino a unas compras que pensaba realizar, reconoció sus delgadas
espaldas y sus piernas posadas en un viejo banco de madera. Con el corazón en
llamas, palpitando sin saber dónde bombear toda aquella sangre que afluía en sus
interiores cual mar embravecido, se acercó a ella sentándose justamente a su
lado y exclamó en profusión de palabras lo que ahora viene:
- ¡Ay, Flora mía! Por fin te he encontrado. -y
dándose un respiro ante la mirada atónita de ella, prosiguió- No he cesado ni
durante un instante en estos días de pensarte, que es una forma de amarte desde
el pensamiento, al invocarte como una imagen que cura y envenena a un mismo
tiempo. Llevo esperándote todas estas semanas, meses que hasta ahora han
transcurrido intentando volcar en palabras aquello que me gustaría decirte, ya
que lo ansiaba como la llama en el incendio que arde busca el aire. Pero, en
este momento, estando tú enfrente no sé ni exactamente qué decirte. La ausencia
me comunicaba aquello que debía, y la presencia me detiene. Quizás los gestos,
las muestras de cariño puedan expresar mejor aquello que habita en mi interior,
más no oso perturbarte con mi atrevimiento si así no lo deseas. Y aunque, así
fuera, yo no soy digno de rozarte ni aún con la punta del dedo.
- Te miro y me asombro, te escucho y no me
acostumbro, procuro recordarte sin arrimar en vano el hombro, y no logro
persuadirme de tu nombre. Sin embargo; tu rostro, tu voz, tus gestos, tu estar,
tu modo de mostrarte… Me resultan familiares ¿Puede que seas tú aquel varón que
invadió mi sueño, y que desde entonces, todavía no suelto? Del todo no puedo
creerlo, me resulta inverosímil dentro de la similitud… ¡Pero qué estoy
diciendo! Hasta mis propias palabras, siéndome tan propias, me resultan desconocidas
desde el preciso momento que te hallas ante mis plantas.
- Serán sueños coincidentes, amada mía. Compartimos
los sueños como la fiera la comida con su tribu, y que cuando está dispersa y
anda solitaria, todavía guarda en su memoria íntima los recuerdos repletos de
neblinas de cuando habitó con los suyos. Intuyo y advierto tu sorpresa, sin yo
mismo poder ser capaz de evitar sorprenderme. Y si te soy sincero, te diré que
tu belleza me ha estado sorprendiendo desde siempre, desde el primer instante
hasta el postrero, que es este. Desde entonces, como antes te he dicho y te
sigo diciendo, tu esbeltez brindada en tu figura permanece en mis pensares aún
más que como hasta nunca estuvieron todos mis restantes recuerdos. Tú fuiste mi
nacimiento, la primera luz, y serás quién resultará mi muerte con la llegada de
las últimas sombras, que al menos, resultarán cobijadas con estas ansías que
tengo de amarte hasta el final de los tiempos.
De los ojos pardos de ella surgieron entonces, una
vez acabadas las razones referidas de Raimundo, incesantes centellas en su
forma de mirar. Y ambos se cogieron mutuamente de las manos para acabar
estrechándose como los enamorados suelen hacerse hasta cimentar su apasionado
amor en un casto beso debido al recato primerizo con los arrebatos amorosos
contenidos, al no saber en su totalidad todavía el uno del otro como la ocasión
requería. Tras un rato, los dos se levantaron y dieron un sosegado paseo, en el
que refirieron sus vidas y acontecimientos lo mejor que pudieron. Una vez que
las palabras acabaron, se hizo un silencio que no les resultó incómodo porque
se encontraban tan felices en su compañía, que no pensaban rellenar con palabrería los huecos que ya
suplían las miradas. Pasaron así el resto del día como certifican los cuentos
clásicos, es decir, comiendo perdices hasta que llegó la temida despedida. Pero
hubo de llegar como así ocurre con todas las cosas, y sobre todo las fatales
que son las que llegan antes de tiempo, a diferencia de las prósperas, que
resultan tan veloces y rapaces que ni tan siquiera las percibimos.
No obstante, así fue. Y, en tanto que uno se
separaba del otro con la esperanza de verse en el próximo día, ambos amantes
miraban la marcha del contrario mientras este le daba las espaldas. Bastaba
girarse para que así se hiciera, y cuando se daba la vuelta, otra vez la parte
trasera asomaba. No se cruzaron las dos miradas al irse, quizás por el
infortunio que conlleva el azar, o también pudiera ser porque el decoro tras lo
ocurrido lo pedía para sí. Desde entonces, volvió a ocurrir lo que antecede,
que con la llegada del día siguiente, la perdió de vista retornando así la
pasada pesadumbre. Aunque en esta ocasión, acometió con mayor furor. Pues tras
la alegría intensa, si el segundo intento de repetirla resulta frustrado,
después el dolor es aún mayor siendo el precio que se ha pagado todavía más
alto.
En los días que fueron siguientes al anterior
episodio, Raimundo no volvió a saber nada de aquel amor cimentado en su
interior, y que había forjado en llama bajo su pecho. Desde entonces, inició
una presurosa búsqueda por múltiples lugares con la esperanza de volver a
encontrarla como ocurrió anteriormente. Este ideal que era su amor, esta
aparente vana ilusión, a pesar de las apariencias, era lo que le mantenía con
vida al hacerse su primordial propósito. De lo contrario, es de dudar de que
hubiese sido capaz de soportarlo. Así, pues, inició su búsqueda por muchas
provincias de esta nuestra España, y en cierta ocasión, llegando a un frondoso
bosque que se encontraba muy cercano de la sierra, halló a un hombre muy mal
vestido, pero con un rostro que comunicaba su sangre azulada. Vestía como
decíamos de una manera muy andrajosa con ropas viejas y varias veces
remendadas, y aunque en su tiempo resultasen de las más caras, hoy día se
encontraban pasadas debido al paso del tiempo y al extremado uso que le ha sido
dado.
Raimundo entonces, al verle, sintió compasión por
aquel hombre al verle tan maltrecho y con una expresión en el rostro que
revelaba lo deprimido que se encontraba, y decidió entablar conversación con
aquel desafortunado. Este, con un saludo muy cortés, le comunicó que se llamaba
Fenicio, y que en otro tiempo gozó de buena salud -tanto corporal como del
alma- hasta que le llegó una desgracia que fue tal que no puede dejar de
callarla. Al oír esto, Raimundo le vino a decir que quería saber acerca de sus
tristezas, y que aunque no fuese capaz de remediarlas, al menos estaría
dispuesto a consolarle como mejor pudiera. Así Fenicio, al cabo le respondió
que con gusto se las contaría, a cambio de que le dejase recitarlas en romance.
Nuestro Raimundo accedió, y el romance de Fenicio transcrito decía así:
Un lindo
niño nació
en el
seno de una acomodada familia,
y creció
como debía:
alto,
fuerte, cargado de nobleza,
dispuesto
a servir a la realeza
como
buen estandarte de las sociedades estamentales.
Continuó
así creciendo,
ascendiendo
en carácter,
adquiriendo
valores irreemplazables
que
serían los que le brindaría
la
fortuna posteriormente, en la lozanía.
Pero, al
cabo, ya superada la adolescencia
llegó su
desdicha,
que
encubierta en los principios
se
negaba a los finales,
para que
así su destino fuese de los más fatales.
Vió a
una joven dama
allende
al río,
recogiendo
aguas puras
como así
también hacía con las almas
en sus
quebradas composturas.
Llegó
-como podía preverse-
la
flecha amorosa,
el
enamorado lazo de una aparente
diosa
caprichosa, que creyéndose Venus
nos
aplaca, acometiendo a nuestros sentimientos.
Ella le
miró durante un instante,
y sin
duda, fue correspondida
con
varonil mirada penetrante,
ya que
tras la sorpresa callada,
su
espíritu la reprochaba aquel cuerpo parlante.
Poco a
poco, con el avance
de los
sucesos que nunca osan
quedarse
atrás, siguen su curso
cual
viento frío, helando al corazón palpitante,
pudo
intimar con ella
-aunque
con recato y corteses razones-
adorándola,
como a una alta estrella,
a la
distancia, soñando con la futura cercanía.
Al
principio, la dama bella
parecía
dispuesta a corresponder,
dejándose
galantear,
y
accediendo a las amorosas promesas
haciendo
al enamorado ánimo incrementar.
Ya
totalmente inundado
por el
océano pasional,
quiso
hacer de su amorío un compromiso
pidiendo
su mano a los padres
como los
auténticos hombres hacían entonces.
Estaba
en camino
cuando
de repente,
frente a
la casa donde habitaba su esperanza,
comenzó
a escuchar ruidos extraños
allí
donde dormía la doncella
¡Ay,
ojala no lo hubiese descubierto!
No
debiera haber abierto
aquella
puerta, tumba del secreto
del que
posteriormente surgiría
su
prematura muerte.
Más fue
caído, es decir,
entró
con el alma en llamas
en la
casa, sin ser llamado,
dirigiéndose
directamente al infortunio,
al
paraíso ya desierto.
Entornó
con ligereza
la
puerta semi-abierta,
descubriendo
así,
a su
hermosa dama y futura esposa
en el
lecho con otro hombre.
¡Oh, qué
horrible dolor sitió!
En aquel
momento,
feneció,
dando paso al gran sufrimiento
que
produce los amorosos desastres
cuando
estos rebasan lo idealizado
para
convertirse en un monstruo horrendo.
Allí
fueron los lloros,
allí sus
piernas cayeron
ante el
altar de la desesperanza,
allí
cesaron ruegos y requiebros,
allí se
estaba ya muerto en vida.
De nada
sirvió
el paso
del tiempo
que los
refranes apuntan
que
curan las heridas,
pues con
su sonoro campar
estas se
hacían todavía más anchas
y la
sangre proliferaba a raudales.
Todo el
mundo procuraba
consolarle
con palabras tales,
que bajo
buenas intenciones
nada
curaban,
pues lo
sufrido seguía allí,
y cuanto
más en el pasado,
más
pesado para enflaquecidos hombros.
No creo
que sea necesario
decir,
que aquel desdichado
era yo
mismo, ya que si se presta
oídos
podrá advertirse en mi narración
una
pasión en su locución
que
elimina toda sospecha
acerca
del supuesto protagonista.
Así fue
mi tristeza,
mi
inolvidable pena,
que me
acomete en cada noche
y que
con la llegada de la mañana
se
renueva sin yo poder hacer nada.
¿Algo
podrá hacerse?
- me
preguntan mis fieles oyentes,
y yo les
respondo,
que con
ser por ellos compadecido
ya tengo
mis diamantes
¡Ay,
diantres!
¿Qué más
os diré?
¿Queréis
que mis llantos
suenen
aún más altos
cuando
os apunte
un
último y doloroso detalle?
Pues,
así os indico,
que el
amante
de
aquella dama enemiga
no era
otro que mi propio padre
siendo
infiel a mí madre,
aquella
que al enterarse,
poco le
faltó para desfallecer.
Y
después de todo lo dicho;
¿Cuando
llegará un nuevo amanecer?
¿Cuando
miraré las ondas siderales
bajo mis
melancólicos ojos
como lo
hacía en mi niñez?
¿Cuando
pereceré por fin
para
hacer culminar
esta
desventura mía?
¿Cuando
mis dolores
serán
atajados por la muerte?
¿Dónde
la parca se esconde?
¡Ay, un
cuchillo por favor!
Pero no…
No soy lo suficientemente
valiente
para acabar como se debe,
aún me
queda mucho que aguantar
hasta
que ya anciano, suspire
por
aquello que se cierne
para
jamás volver a verse.
- Y esta es mi fatal historia, pequeño transeúnte-
acabó por decir Fenicio una vez que ya recitó el referido romance
- Creo no haber oído una desgracia tan tamaña en
toda mi vida, aún a sabiendas de que mi existencia también es desde hace
algunos meses bastante malograda. Pero ni pienso que podría ser de tal magnitud
como lo he oído de la tuya- le respondió Raimundo y continuó diciendo- Sin
embargo, hay un elemento (que si me lo permites) no me cuadra, o por lo menos,
notó que falta para que resulte una triste historia redonda: ¿Cual era el
nombre de susodicha dama?
- ¡Oh, estás en lo cierto!- le dijo Fenicio,
exaltado y respondiéndole le indicó lo que sigue- Ella se llama (y según creo,
continua llamándose) Flora
“¿Será posible…? No, no puede ser...”- pensó
durante un instante Raimundo para continuar diciendo ya en voz alta- ¿Y cómo
era respecto al cuerpo? Ya que me has contado lo ingrata que resulta en el
espíritu
- Pues de estatura media, delgada en cuanto natural
constitución, esbelta en sus formas, con grandes ojos marrones, de una piel
brillante que se asemeja al mármol, de finos labios, estrechas orejas, cabellos
largos… Todo tan a la perfección conjuntado, tan ella…
Nada más acabar de escuchar esta declaración de
Fenicio, Raimundo reconociendo la descripción de su Flora, se sintió tan
acongojado que no tuvo palabras para expresar su desdichado arrobamiento. Así,
pues, sin responder se dispuso a marcharse sin llegar a despedirse, huyendo de
aquello que tal daño le producía. Una vez que hubo dado el primer paso,
siguieron otros cuantos más hasta que se hicieron incontables. Uno tras otro, en la medida que corría como alguien que ya hubiese perdido el juicio, estos pasos que decíamos le alejaron de su entorno conocido llegando así
donde le era todo desconocido. Nadie volvió a saber qué fue de él, y
tampoco sus allegados, pues las noticias se esfumaron como así lo hizo su
presencia, haciéndose una repentina ausencia de la persona y de su testimonio en palabras
Todo lo anterior fuera verdad, excepto por un caso.
Aquel era el de Cirilo, que preocupado por la repentina marcha de su vecino y
amigo, decidió forzar la puerta del cercano hogar para buscar nuevas de cual
sería su paradero. Recordaba, además, aquella extraña conversación que tuvo
hace largo tiempo con él respecto a aquella hermosa dama de cuyos furores
amorosos compartían, y así callaba conteniendo un llanto que oprimía su pecho
al pensar que se había equivocado respecto a sus mutuos sentimientos “Debiera
haberle prestado atención, hacer caso a sus exclamaciones que, aunque fueran un
tanto ilusorias, no por ello menos verdaderas”- así intercedían sus
pensamientos en el momento justo en el
que logró abrir la gran puerta de pesada madera de nogal.. Ya dentro, revisando
cada una de las habitaciones y lanzando a destajo todos los papeles que veía en
el camino, pudo encontrar dos que le eran muy curiosos: uno era un supuesto
relato de un autor cuyo nombre no le sonaba que se titulaba La dama soñada, y
otro, era un soneto que había sido escrito por el propio Raimundo donde se
traslucía el desfile de sentimientos interiores que albergaban su ya
entristecida alma.
Este primer relato había sido guardado
probablemente por la semejanza que había entre la experiencia que allí se
cuenta y la de nuestro protagonista, pero lo que más sorpresa le produjo a
Cirilo, fue la de leer en bajo, como susurrando, aquel curioso soneto que no guardaba
como se debía las formas establecidas por la lingüística ordinaria. Antes de
marcharse, para rendir tributo al que fue su amigo, se puso encima de una mesa
de mármol que estaba en el amplio salón y lo recitó en señal de despedida. Y
este decía así:
Vengo dañado de amores,
que si buen fueron soñados
no por eso merecen ser despreciados,
tanto me duran sus resquemores
Aún se advierten en mí resplandores
de aquellos amoríos pasados,
que comparten todos los desesperados
como yo mismo en estas noches
Doy, pues, rienda suelta
a millares de lágrimas despavoridas
por si alguien las recoge en su pecho,
y si al cabo se me despierta,
liberando, así, mi sueño en realidades
fundamentadas,
os diré que esta verdad será mi lecho.
…
Esta
desdichada historia
-como indica
el título-
llegó,
como todas, a su final.
Si al
lector, le pareció fatal,
no me
menosprecie, yo no me inmiscuyo ni formulo
como
otros sus críticas en forma de circulo.
Solamente
me gustaría
que se
tuviera en la memoria,
hasta
que punto los amores
nos
acometen cual
inconsecuente
arma letal,
aumentando
en nosotros los temores
una vez
que la flecha tal
nos
atraviesa como lo hace la ola sobre los mares.