Eran las tinieblas en el mundo exterior, nada podía
verse, pues los ojos estaban sellados por los parpados. Un cuerpo se zarandeaba
entre las sábanas, que advertía un incendio repleto de llamas, ardía ya por
osadía, ya porque no le quedaba otra cosa que hacer. No obstante, algo acudía
en el interior que refulgía, parpadeando incesantemente, una llamada que no
quería ser del todo recibida. Todo era oscuridad, mas si uno animado por la
curiosidad más impertinente, se atrevía a indagar en las oscuridades cual túnel
sin fondo, podía encontrar un ánimo alegre que soñaba. Había vida allí donde
parecían habitar las sombras, incluso, en la ciénaga más inmunda que cabría
imaginarse, quedaban resquicios donde podría renacer lo inusitado.
Así, pues, como íbamos diciendo, algo que no
podríamos sospechar con la mirada exterior resplandecía. Mientras tanto, la
estancia se encontraba bañada por una luz artificial, fría, que ocupada
prácticamente la totalidad de los espacios sucesivos. Estos acontecimientos
externos son meros añadidos, acontecimientos insustanciales que arrecían
nuestras expectativas, y de los cuales, nuestras sospechas procuran advertir
que algo grande procurará acudir en cuanto menos lo esperemos. Nos hacemos los
sorprendidos cuando ocurren tales momentos, aunque en verdad, todo sucede tal
cual lo esperábamos en un principio, mas aún así, nos complacemos y disfrutamos
con la espera.
Lo que ocurría en el interior, quizás sea complejo
a la hora de expresarlo con palabras, pero lo intentaré en estos escasos
renglones. Estaba soñando, aparecían diversas imágenes animadas por el impulso
volitivo, algunas de ellas carecían de un sentido especifico o racional, otras,
si que contenían un significado. Estas
últimas tenían un contenido relacionado con los recuerdos, y aunque algunos de
ellos eran inventados -pues jamás ocurren cosas tan insólitas en la vida real-
si que entendían de un hilo; algunas de estas cosas pasaron tal y como eran en
su transparencia, y otras, estaban modificadas exagerando sus rasgos. Aquel era
un ámbito extraño, que a su vez, resultaba complaciente, un descanso que
comprendía de ascensiones hacía cielos fingidos y de caídas en torno a abismos
profundísimos. En fin, este es el espacio reservado a todo lo relacionado con
lo onírico, por eso su explicación resulta tan difusa y abstracta para quién lo
escribe y todavía más para quién lo lee.
Quizás una de estas imágenes podría ser permanecer
en los regazos de una mujer, que con sus rellenos brazos sostenían a este pobre
hombre caído en pecado. Este, en la medida que agarraba la gran multitud de las
mantas que le rodeaban, pensaba en la suciedad que le corrompía, no era
merecedor de nada de lo que tenía, él lo sabía, y en su fuero interno se
arrepentía. Caían sus lágrimas en los pechos de la mujer, y cosa rara para la
mayoría de los hombres, no contenía en su corazón deseo alguno impuro,
simplemente la abrazaba expulsando los demonios que en él habitaron durante
tantos años. Ella le sonreía, sentía compasión por aquel desgraciado, y además,
le amaba. Le quería como se quieren a los niños, aquellos que cometen una
trastada y se dirigen hacía sus madres dando rienda suelta a sus sollozos. En
esta ocasión, a ella, no le invadía la
sospecha de confundirse con su madre, pero tampoco podía negar que reservaba en
su interior ciertas afecciones maternales. Mientras él seguía gimiendo de
tristeza, ella le implantó un casto beso en los labios, un inocente roce del
espíritu que le limpiaba de todo pecado. El mal había desaparecido, pronto
debía comenzar el tiempo del bien, la verdad y la misericordia.
Aquel descanso en apariencia perpetuo, entiende de
un comienzo y de un final, por ello en cuanto la luz se hizo, la vida comenzó
de nuevo. Yo me desperté y supe que era aquel hombre. Añoré los regazos de aquella
mujer celestial, que como un ángel cuidaba de mi alma infantil. Obviamente yo
ya no soy un niño, pero me gustaría guardar esa cierta inocencia y confundirla
con la bondad, bautizarme con aquella pureza nacida con la promesa de la luz.
Me levanté de la cama, y acto seguido, clavé mi
mirada en la ventana. El tiempo era próspero, el viento fresco y el fulgor de
la luz cálido. Hice los rituales habituales, la ordinaria rutina trascurría con
placidez y con la lentitud acostumbrada. Un sosiego campaba a sus anchas, y yo,
lo sostenía con el límite de los dedos. Esta soledad mía me resulta una
bendición, la cura que todo espíritu necesita para eliminar la maldad que se
forja en lo que unos señores con traje, bien vestidos, indicen en llamar “la
civilización” con un tono tan arrogante como imperioso, a la par que orgulloso.
Desprecio todo ese decoro impostado, lo rechazo por resultarme una naturaleza
contraria a la mía “¡Ojalá me dejen en paz con sus tonterías!”- me digo a mí
mismo cuando el recuerdo de gran parte de la gente que he conocido acude a mi
memoria para acuchillarla con el sutil filo de los reproches ajenos.
Pero, de repente, veo ante mí una larga fila de
bancos maltrechos de madera. Llevan tantos años aquí, que el tiempo ha hecho
con ellos lo suyo. Entonces, acudiéndome cierta somnolencia, recuerdo a todas
aquellas personas con las que estuve allí sentado y las conversaciones que
mantuve mientras andábamos por estos despejados lares, lo que amé, lo que
sufrí, lo que otros tuvieron que soportar de mí… Y en verdad, me arrepiento de
tantas cosas, que el sólo rememorarlas produce en el interior la nostalgia de
lo que se le fue y ya no es, a lo que se le suma, la impotencia e imposibilidad
de volver a traer de regreso lo que ya posa en lo pretérito. Ya se sabe, el
discurso acostumbrado de lo inevitable del transcurso del tiempo, que nos
impide cualesquiera retroceso y reparación del daño causado. Así somos, tan
contradictorios, siempre posicionados entre dos extremos que jamás convergen, y
en cuya separación reside el sentido del vivir.
“Vamos a ver, ¿Qué me hago de mi mismo? ¿Quién
diablos soy? ¿Y por qué estoy aquí plantado como si nada después de todo lo que
me ha pasado hasta llegar al tiempo presente? ¿Soy un ángel caído? ¿Una bestia
descarrilada que necesita ayuda? ¿Y de dónde podría venir aquella ayuda? ¿A
caso existe alguien que pueda socorrerme?” - tales dudas nacen de mí en los
paseos que suelo darme durante el atardecer, cuando el cielo resulta más
hermoso y los pensamientos más pesados. Tanto que se me caen del alma, y causan
tal dolor y estruendo que mi espíritu se tambalea, y llega a contraerse debido
a las penas.
No hemos de olvidar, que pese a este sufrimiento -y
quizás precisamente por el-, hay una posibilidad de redención, de una salvación
que nos transforme y nos libere espiritualmente. Pues en el interior de todo
hombre se encuentra el consuelo, pero ocurre que no solemos advertirlo por las
distracciones y tentaciones que nos acosan de este mundo. Nos abochornan con
palabras, nos confunden con sentencias, nos turban con sus pasos, nos obligan a
ser quienes realmente no somos con sus obligaciones, sus leyes, sus costumbres
para burros, sus dictámenes autoritarios… ¿Y nosotros qué hacemos? Nos
limitamos a escuchar y contraemos nuestros rostros por tanto dolor, lloramos a
solas y nadie parece dispuesto a atendernos cuando precisamente nos mostramos
más humanos. Esperamos una llamada que nunca llega, la señal definitiva que nos
redima, y después, todo en vano… La rueda que gira y gira de siempre, nosotros
la recorremos como ratones que persiguen un ideal en forma de queso, y en
nuestras incertidumbres, no lo atrapamos a pesar del esfuerzo.
El fruto está ya caduco, a no ser que busquemos
otra vía mediante la cual atraparlo, sostenerlo con nuestras enflaquecidas
manos y llevárnoslo a la boca para saborearlo castamente. La cura se encuentra
mucho más cercana de lo que pensamos, tanto que esta se haya en nosotros
mismos. Hemos de comenzar desde dentro, y de ahí al mundo entero. Sí, es
verdad, este es impío e injusto, pero aún existe lugar para el bien. Quiero
decir, que todavía hay un hueco que todavía no se ha emponzoñado, si nosotros
insistimos podemos plegarlo de bondad. Y que no os engañen, Dios no se
encuentra en templos, cercado por muros que impiden un verdadero contacto con
lo divino, oscurecido con interpretaciones oficiales impuestas por gente a la
que no conocemos. Dios se halla allí donde habita la libertad, en campos
abiertos como ahora los recuerdo, donde la verdad es un suspiro, una ráfaga de
viento que nos purifica. Si se quiere orar como se debe, que no sea frente a
una pared, en edificios extraños, mucho mejor es en las entrañas de la
naturaleza cuando los pájaros cantan y la totalidad de los seres vivos se
muestran unidos en armonía.
En lo que a mí respecta, solamente me queda por dar
amor, encontrar a Dios por mí y desde mí mismo en el interior, allí donde las
profundidades pueden ser iluminadas. Afirmar, decir sí y estar dispuesto. Negar al miedo, procurar
vivir conforme a Dios, pero no porque me lo impongan como una necesidad desde
arriba, sino por la salvación de todos. Necesito alejar todo mal, buscar el
bien en cada hecho. Hacer de la fe un obrar. Quiero, en fin, vivir y morir como
un hombre cualquiera en esta tierra, y aunque se busque también la eterna,
queda el soñar con que el paraíso sea tan similar a estos beatíficos prados, que apenas se pueda
percibir la diferencia. Abrir, cerrar los ojos, marchar y regresar al amado
hogar. Ser recibido allí, y después de tantas luchas, descansar. Pues en cuanto
paremos, los cielos se nos juntarán con la tierra, y todo lo que hayamos hecho
y dicho será una fábula que volverá a ser escrita.
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