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Atravesando un cruce, Elías se paró en seco notando algo en sus bolsillos. Cuando los palpó y lo sacó, se encontró con que eran un cúmulo de papeles que le resultaban harto familiares. Con gesto dubitativo miró en dirección al cielo, y como si se tratase de un dibujo animado, se le encendió una bombilla recordando qué eran todas esas hojas desgastadas. Se trataba de unos papeles que no tenían relación alguna entre sí, y que pertenecieron a un anciano recientemente fallecido. Se dió por satisfecho con esta explicación, y cuando ya iba a volver a guardar los papeles como si tal cosa, se acordó de que aquel viejo había sido asesinado recientemente. Entonces, aparecieron los sudores fríos junto a una sensación de culpabilidad que no debería ser tal puesto que él no había asesinado a aquel hombre.
Con tales dudas y quiebros mentales, subió andando por la calle principal, encontrándose con un edificio blanquecino y majestuoso. Aquel castillo de los tiempos modernos se encontraba adornado con una cruz inmensa en su centro, y al rededor de la misma, muchas sillas de plástico que eran ocupadas por un centenar de personas. Todas ellas escuchaban un discurso que era transmitido en forma de canto, voces como de ángeles acusadores proliferaban de la boca de un hombre moreno vestido de blanco "Aquello parece una secta..."- pensó nuestro personaje, y justo en ese momento, los fieles de aquella secta cristiana se volvieron para mirarle fijamente. Entre el grupo de gente destacaba una mujer de mediana edad que era pelirroja, tan azules eran sus ojos que destacaban incluso en la distancia. Todos estaban muy serios, a excepción de ella que sonreía con picardía, como si le hubiera pillado in fraganti cometiendo un pecado infantil.
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Aquella casa era un desastre, todos los muebles se encontraban dispersos y cargados de objetos intrascendentes a diestro y siniestro. Todo allí era recargado, las estanterías cargadas de libros apilados, los suelos repletos de ropas esparcidas, las mesas con un montón de papeles encima y hasta la cama parecía más recipiente colmado que lugar de reposo. En una esquina de la sala, destacaba un hombretón moreno inmenso que parecía de origen hispanoamericano, que estaba sentado consultando un poemario sin interés, y justo en el otro extremo estaba una mujer pecosa y muy desgada, que tremendamente encorbada en su posición, parecía meditar ensimismada. Mas aquella meditación no parecía versar en torno a asuntos alegres, pues por su semblante alicaído parecía crear melancólicas elegías cuya rima era su ausencia misma.
En el momento que parecía que llegaba a algún tipo de determinación, el hombre se levantó y se fué sin despedirse. Ella agradeció aquella inesperada soledad, dando rienda suelta a sus tristes pensamientos. Recordaba tiempos mejores, tiempos en los que había sido verdaderamente amada. Ahora se sentía como una prostituta, de las que venden su cuerpo por nada además. Cada semana se regocijaba en acostarse con un hombre diferente, y aunque en un principio aquella perspectiva le dotaba de una alegría hedonista, una vez que el pleito amoroso tocaba a su fin se sentía muy desdichada. Creía que vendiendo su cuerpo al mejor postor iba a olvidar al hombre que verdaderamente amó, pero aquello caía siempre en saco roto porque el cúmulo de goces carnales sólo servía para acentuar su tristeza, la cual no tardaría en desembocar en depresión.
Justo cuando se dañaba a sí misma incidiendo en las añoranzas, apareció aquel hombre que custodiaba sus pensamientos. Después de tanto tiempo de larga ausencia volvía a su presencia como si tal cosa. No fueron necesarias muchas palabras, pues después de un breve saludo de emoción contenida hicieron aquello que el lector más inocente podría sospechar, sumiendose así en los brazos de la pasión singular que rememora los hálitos sofocados del pasado.
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Elías no cesaba de dar vueltas por su casa, se sentía bastante nervioso teniendo en cuenta los vericuetos mentales en los que él mismo se había metido. No era culpable de nada, eso estaba claro, pero aún así no comprendía esa insistencia del remordimiento. Si él no había matado a aquel anciano, ¿Por qué se sentía tan mal? ¿Por qué actuaba como si lo hubiera hecho? Es verdad que estaban sus papeles intimos en su bolsillo, pero... ¿Aquello probaba algo? Quizás para él mismo no, pero de cara a las autoridades sí que lo hacía. Los investigadores no parecían tener pistas del asesino, al menos eso decían los medios. Mas es bien seguro que en cuanto supieran que él tenía aquellos enseres personales, le iban a señalar como el principal sospechoso para quitarse parte del trabajo y limpiarse las manos de cara al público general.
Recordaba haber estado en el coche cochambroso del viejo, una furgoneta de un año incierto, revolviendo en la guantera y encontrando en ella todo ese amasijo de papeles revueltos. Consultándolos con fingido interés, le preguntó al anciano por algunos de ellos. Este le respondía que aquellos papeles tan desordenados eran los recuerdos de su vida, desde sus notas en el colegio hasta el certificado de su boda, e incluso el resultado de algún que otro negocio fraudulento. Elías le miraba con evidente sospecha, pues no entendía qué hacían todos aquellos folios desgastados en la furgoneta. Normalmente cuando no entendía algo, sospechaba de quién le comunicaba aquello que le parecía un enigma "Si no entiendo algo, es que se trata de una mentira" -pensaba creyéndose muy sabio.
Aquellos recuerdos le turbaban, no sabía por qué. No recordaba nada más en torno a aquel episodio, y como tampoco buscaba llegar al final del hilo de sus pensamientos, se encerró en su cuarto y se lanzó a su cama. Cerró persianas y apagó luces, sumiendose en una plácida oscuridad, aquella que le conduciría al origen de todas aquellas cosas que no comprendemos en el estado de vigilia.
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Una vez que se hubieron acostado, Elías se puso a contemplar a su al rededor, todo aquello le sonaba de algo, mas no lograba encajar sus ideas para que le dieran una respuesta. Entonces se giró a su diestra, descubriendo a aquella pelirroja con la que había bailado la danza de las sensaciones corporales. Fijándose en detalle, vió que estaba demasiado delgada, probablemente no llevaba una dieta saludable. También atisbó sus ojos azules, vacíos hasta que su mirada se dirigía a él. Hasta sus senos, aunque pequeños, entendían de cierto encanto y le reconocían cuando él se fijaba en ellos. Era extraño, pero en su interior advertía que de algo conocía a aquella mujer, sabía que sus relaciones se remontaban años atrás, mas no sabía ubicar ni cuando fue la última vez que la vió ni mucho menos cómo comenzó todo aquello.
Así que se levantó, recorriendo toda aquella sala desordenada con evidente interés. Se puso a cotillear todos los cajones, a buscar debajo de todas las almohadas, a fijarse en los desperdigados papeles de la mesa y también a atisbar entre el polvo acumulado en las esquinas. Y entonces, leyendo los títulos de los libros que colmaban las estanterías, tuvo la extraña sensación de que aquellos libros eran suyos. Esto se confirmó cuando pasando de la estantería de los libros a la de los discos, comprobó que algunos de estos también le pertenecían. Fue entonces cuando recordó, llegó a su turbada memoria que aquellos libros y aquellos discos habían sido adquiridos en compañía de la pelirroja con la que se había acostado, que cada título literario, que cada canción tarareada pertenecía a un recuerdo compartido con aquella mujer.
Sí, ellos en el pasado habían sido pareja ¿Cómo pudo olvidarlo como si tal cosa? Y encima ella actuaba como si no hubiera pasado nada, como si la hubiese visto el día anterior cuando estaba claro que llevaban mucho tiempo sin verse. Lo cierto era que había pasado muchos años en su compañía, compartiendo momentos que hasta entonces habían permanecido sepultados en su memoria, pero que ahora cual si le hubiera tocado una varita en la cabeza, retornaban a él colmándole de una dicha melancólica, resultado de la cual sonreía, dejando caer una lágrima que le surcaba la mejilla. Acto seguido, se abalanzó al lecho para abrazar aquella mujer que había sido su felicidad en el pasado, y que actuaba como si aquel pasado fuera un ahora.
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Sonó el timbre. Aquello le despertó, y pensaba dejarlo sonar sin parar, pero tanta era la insistencia en la reiteración de su sonido que se vió obligado a atenderlo. Bajó las escaleras con evidente abatimiento puesto que no había dormido demasiado bien, y cuando ya se encontraba frente a la puerta, hizo girar las llaves con desgana. Una vez abierta la puerta se encontró de bruces con una mujer mayor pero muy afable, pecosa y pelirroja, que le miraba con unos ojos tan azules que parecían haber sido recortados del cielo. Como si se conocieran de toda la vida, se abrazarón conteniendo sus lágrimas en unos ojos vidriosos que actuaban como sacos de sus emociones apresadas. Esta le indicó que sabía de buenos informantes, que la policía sospechaba de él, y que lo mejor era que defendiera su inocencia en el caso de no tener nada que ver, o se declarase culpable si así era. Él le respondió que no haría ni una cosa ni otra, que aquel caso no tenía nada que ver con él pero que le agradecía sus bondadosos consejos.
Entonces, cuando miró a su izquierda, comprobó que su madre estaba ahí mirándolos a los dos con un semblante cargado de seriedad. Con los brazos cruzados y una mandibula adelantada, refunfuñaba para sus adentros cargada de rencor. Y justo en el momento en el que Elías iba a tomar la palabra de cara a apaciguar el ambiente, el rostro de su madre se deformó, volviéndose de forma alargada y perdiendo el pigmento de la piel retornando a un color tan pálido como el de los muertos, tanto se alargó que se hizo inmenso mientras que su boca se abría liberando unos fauces demoníacos. Se aproximó a tal velocidad que ya sentía que le mordía, que le devoraba, convirtiendo su existencia en un cacho de carne degustada por un monstruo que antes había sido su propia madre.
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Finalmente decidieron salir para darse un paseo, ambos agarrados de la mano como había sido antaño. Por aquellos bulevares cargados de farolas que dejaban sus motas luminícas sobre el lago, empezaba a rememorar que no era la primera vez que había estado ahí. Y en la medida que sus pasos eran arrastrados por aquel pavimiento húmedo recordaba que en los pasados años se quedaba largas temporadas vacacionales en aquel lugar en compañía de susodicha dama. En aquellos tiempos, ambos pasaban largas temporadas dando rienda suelta a sus impulsos carnales en la sala desde la cual salían, a la par que recorrían justamente como ahora oscurecidas avenidas para ir de tiendas, sobre todo a librerías y a establecimientos de segunda mano. Y lo recorrían del mismo talante que ahora mismo, ambos estrechados y alternando su mirada del espectáculo de la urbe a sus ojos iluminados por la ilusión.
Pero, ¿Qué había pasado? Si era tan feliz viviendo así, ¿Por qué había dejado de ir? No lo sabía con certeza, suponía que el camino de la vida le había conducido a la ignominia, que un automatismo rutinario le llevó hasta un punto que ya ni él mismo recordaba. Había estado con innúmerables mujeres desde aquella, pero no había amado a ninguna de ellas, o al menos no del mismo modo a como le advertía su amorío del pasado recobrado. Mas retrocediendo con la mente en los cajones de la memoria, llegaba un momento que el hilo de sus pensamientos era repentinamente interrumpido, cortado por unas invisibles tijeras que causaban su desconcierto. En suma, no entendía nada.
En tanto que pensaba sobre estas cosas, se pararón frente a un puente que daba a un pequeño lago, muy pegados el uno junto al otro contemplaban las sutiles ondulaciones del agua, barnizadas por la palidez reflectante de la luna. De repente, sintió un estremecimiento interno, una sensación muy cercana al temor, pues creyó advertir que bajo el agua algo se deslizaba, algo el movimiento de las ondas delataba la presencia de un ente que habitaba las profundidades. No sabría decir de qué se trataba, pero se le asemejaba algo inmenso que se deslizaba en lo profundo de aquel lago. Debido a esto, comenzó a temblar, a agitarse dejando que el pavor recorriera los interiores de su piel, hasta que una agitación pasó de su espina dorsal a su cabeza, produciendo que aquello que tenía ante sí se derritiera en millares de fragmentos.
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Recorría el jardín de su casa dando grandes zancadas, entreteniéndose simulando que él mismo era un puesto de vigilancia. Y cuando ya iba a darse la vuelta para poco después retornar a una trigesíma ronda, se percató de que un pequeño vehículo recorría su jardín como si tal cosa. Se trataba de uno de aquellos coches que se compran aquellos que no tienen carné, tan pequeños que reciben la denominación de "minis" Así, pues, sin pensárselo dos veces, se dirigió a detenerle para informale de que debían de salir de su coche de inmediato, asomándose por la ventanilla y agarrándose a la misma -pues el vehículo no se detenía- le espetó que se marchasen de su propiedad. Pero aquel hombre le hizo caso miso, y continuó moviendo el volante a un lado y a otro cual si no escuchase las reprimendas de Elías.
Este, finalmente, bastante enfadado comenzó a golpear al hombre que manejaba el coche, logrando sólo con ello que aumentase la velocidad. Cada vez le costaba más sostenerse prendido de la ventana, y cuando ya cargado de evidente hastío iba a gritar para pedir auxilio, la voz no le salía de la garganta. El coche se paró en secó, y desde el suelo una terrorífica sombra ascendió, materializandole en la forma de una siniestra mujer de cortos cabellos que agarró a Elías del cuello, y que le condujo al reino de la incertidumbre y de las sombras.
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Se despertó sobresaltado sobre una cama deshecha y sucia, y pese a que al principio no recordaba donde estaba, la figura de la mujer que estaba a su lado le recordó que se encontraba a salvo. Sonrió complacido aún a sabiendas de todas sus pesadillas, o... Quizás no fueran pesadillas, puede que se trataran de recuerdos que habían adoptado las sombras de la oníria. En fin, no estaba seguro de nada. Y aunque se encontraba ya muy despierto, quiso alargar los minutos tirado en la cama en tan grata compañía. La miró a los ojos, y ella sonrío, quizás complacida del mismo modo que él. Pero no, había algo más allá en la profundidad de sus ojos cuales pérdidos océanos. Por un momento, Elías intentó escrutarlos de cara a averiguar aquello que estos le pretendían comunicar.
Mas eran tan oscuros a pesar de ser tan claros, eran tan tristes aún en su alegría, tan misteriosos siendo tan trasparentes, todos ellos secretos a la par de abiertos... Así que finalmente decidió limitarse a contemplarlos callado, dejando que el silencio hablase más que las propias palabras.
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