Un joven iba de camino a lo que podríamos llamar su escondrijo. Este estaba situado en la desembocadura de una carretera tras unos arbustos un tanto secos debido a la incidencia del sol. Atravesandolos, se tenía acceso a un banco de piedra que daban frente a un encrespado acantilado. Él, solía acudir ahí cuando le daban sus arrebatos solitarios. Cuando tenía cualesquiera tipo de atribulación, salía de casa y andaba en silencio. Y a veces sin quererlo, terminaba ahí. Era como si algo oculto en el interior de su ser, le conduciera hasta ahí sin que él fuera capaz de advertirlo. Comenzaba a andar, y al recuperar un ápice de su razón, ya estaba sentado en aquel banco de piedra frente al acantilado.
A lo largo de su vida había cometido mil vileces. Había dañado a muchos de sus seres queridos mediante mentiras, y aunque esa no hubiera sido en principio su intención, el caso es que lo hacía. De ahí que todos le vieran como una persona que se aprovechaba de ellos, y que por eso temía de que se descubriera la verdad. En realidad, la pretensión del joven era ocultar información y mantenerse callado para no dañar a los demás, pero esto a la larga produjo que todos tuvieran mala impresión de él. A lo que se sumaba, que nunca podía dar un no por respuesta debido a su intención de complacer a los demás. Y así, pues, terminaba por dar asentimiento a todos según sus deseos, lo que al cabo, producía que todos le tuvieran como alguien contradictorio y que no sabía lo que quería.
Él intentaba cuanto podía que no pensasen así acerca de él, que le tuvieran como alguien que era amable y simpático. Pero, tomando esta determinación, conseguía el efecto contrario. Todos decían hablando de él: "Es un mentiroso. No os fiéis de él." Muchas veces le llegaban estos mensajes que él calificaba de "habladurías", mas él sabía en su fuero interno que eran verdad. Se había convertido en un mentiroso y en un aprovechado por intentar complacer a los demás, intentando agradar a la gente, se había mutado en alguien indigno "¡Qué paradojico! -pensaba- Busco el bien de los demás, y sólo me devuelven mal. Quizás debería invertir los términos para recibir bien. Ser verdaderamente egoísta, y no como ellos me acusan." Tales eran sus cavilaciones entonces.
Posteriormente, para huir de estos males que proliferaban a su al rededor se dió a la bebida. Frecuentaba varios bares cercanos a la zona dónde vivía, y se dejaba invitar hasta acabar ebrio a más no poder. Era entonces cuando desataba su vena mas alegre de una forma que ya no era aparencial, sin pretensiones de agradar a los demás, batía sus palmas sobre la barra del bar y soltaba unas risotadas que quién las oyera probablemente se riera también. Y cuando ya abandonaba tales tugurios para regresar a su casa, lloraba con unas lágrimas verdaderamente sinceras. Unas, que no eran participes de su capricho por adquirir un ánimo sombrío, sino que de verdad nacían de su interior, y que hasta cierto punto podría decirse que le satisfaccían. Había veces que mientras las lágrimas atravesaban sus mejillas, sin emitir sonido alguno, sonreía con una amplia sonrisa. En ese momento, por fin podría decirse que por vez primera se había complacido a sí mismo.
Otro de sus problemas, y sobre el cual cavilaba en muchas ocasiones, eran las mujeres. O, para ser exactos, no toda mujer en general, sino cierto tipo de mujer que siempre le echaba a él los ojos. Parecía que le circundaba cierto olor, cual si fuera una fragancia especial, que atraía a algunas mujeres, que le hacía parecer atractivo ante estas. Sin embargo, él no se consideraba tal. Es mas, se odiaba a sí mismo no solamente por lo que era su personalidad, también por su aspecto físico. Siempre que estaba ante un espejo y se contemplaba, le daban ganas de escupirse y añadir algún que otro puñetazo. Y aunque se contuviese a la hora de actuar de esa manera, esa contención provocaba en él temblores y crispaciones. Se quedaba temblando frente al espejo como un imbécil, procurando mantener la compostura sin conseguirlo, impotente.
En lo referente a las mujeres, siempre le pasaba lo mismo. Estas se acercaban a él con la falsa pretensión de acogerle en sus brazos, de cuidarle como una madre, cuando en realidad sólo querían resquebrajar aún mas lo que era su vida usando como medio los efímeros placeres carnales. O, al menos, así lo creía él porque de lo contrario no le encontraría sentido. Con algunas de ellas, llegó a besarse. En tal instante, siempre le acontecía algo curioso digno de notarse. Si bien todas esas mujeres eran distintas y dispares entre sí en la distancia, cuando se hallaba ante su semblante pegado al suyo, lindando sus labios en el momento precedente al beso, todas adquirían el mismo rostro. Era extraño. Pero era exactamente un mismo rostro que le dirigía una mirada de arrobamiento sumamente perpleja. Esto le turbaba bastante, ya que no lo entendía. Se quedaba por un instante congelado, y no sabía cómo reaccionar.
Hubo un momento, que meditandolo fríamente mientras estaba sentado en aquel banco gélido en pleno invierno, llegó a una explicación que se alejaba de todo discurso racional. Pensó en que aquel rostro que siempre veía en el instante previo antes de besar a una mujer, sería precisamente la verdadera mujer que le estaba destinada. Es decir, el auténtico amor de su vida. Esta, se quedaba mirándole con los ojos vidriosos, tremendamente dolida por lo que estaría a punto de hacer. Debido a esta reflexión, siempre que retornaba a besar a una mujer, sentía unos profundos remordimientos que le punzaban el corazón. Mas, no obstante, cuando esta extraña reflexión le acudió a la cabeza, lo que hizo fue levantarse y gritar al horizonte: "¡Vamos! ¡Manifiestate de una vez! Sé que soy repugnante e indigno de todo ápice de cariño... Pero, por favor... ¡Acude a mí antes de que cometa mayores fechorías!" Esto, lo dijo con entera sinceridad. Hasta pudiera decirse que esta vez fue sincero por primera vez en su vida.
En una determinada ocasión, mientras deambulaba por las calles desiertas, totalmente drogado y alcoholizado, creyó haberla visto bajo una farola. Acudió hacía ella con premura, y cuando creía haberla alcanzado, estrechandola entre sus brazos, desapareció. Se deprimió tanto, que empezó a gritar con desesperación arrodillandose en el asfalto y levantando las manos pidiendo clemencia. Pudiera ser por tal aparición fantasmal, porque estuviera drogado, o simplemente porque a esas horas de la madrugada no había nadie por ahí, pero en ese momento sus quejidos lastimosos emitidos en alto eran indiferentes a la reacción de los demás. Sus pupilas dilatadas por efecto de alcohol se quedarón clavadas en la luz de la farola como buscando una respuesta a su desdicha, a por qué siempre le atenazaba la misma melancolía incluso cuando no hacía nada, a por qué era un pérdido que no podía hacer nada para remediar su condición...
Y así, pasaba el resto de su vida, creyendo que aparentando hacer lo que los demás querían ver de él lograba complacer a alguien, bebiendo a mas no poder y haciendo el rídiculo como en el episodio de la farola. Él sabía bien quién era, y se lo reprochaba constantemente a sí mismo. Y no sólo sus actos, sino también su misma persona en general. Era sin duda, un perfecto idiota. No estaba seguro de si él mismo se trataba de un producto de la sociedad, o si era algo que le venía por naturaleza. En verdad, esto no le importaba en absoluto. El caso era que se había convertido en una persona despreciable, y así se lo reprochaba constantemente a sí mismo. Mientras tanto, los años de juventud pasaban, corrompiéndose y olvidando de esa inocencia primera, de esa casi pureza que en otros tiempos solían tener los jovenes. Al menos, así el lo creía, idealizando hasta cierto punto la juventud de otras gentes. Mas, independientemente de que fuera así o no, él se sentía un desgraciado tanto porque las desgracias le cercaban, como porque él era el origen de las mismas. Y aunque él intentase justificarse, señalando a los demás como los culpables de su desdicha, el caso era que seguiría siendo un desgraciado.
Ahora, estaba frente a aquel acantilado. Sentado en aquel banco de piedra que le producía escalofríos, sus ojos brillaban de una emoción que sólo la melancolía y la nostalgía hacía algo indeterminado podrían producir. Ahí, tras la sombra producida por los cerezos y los almendros, contemplaba el cielo imponente...
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