lunes, 12 de agosto de 2019

Meditaciones en soledad


Eran las tinieblas en el mundo exterior, nada podía verse, pues los ojos estaban sellados por los parpados. Un cuerpo se zarandeaba entre las sábanas, que advertía un incendio repleto de llamas, ardía ya por osadía, ya porque no le quedaba otra cosa que hacer. No obstante, algo acudía en el interior que refulgía, parpadeando incesantemente, una llamada que no quería ser del todo recibida. Todo era oscuridad, mas si uno animado por la curiosidad más impertinente, se atrevía a indagar en las oscuridades cual túnel sin fondo, podía encontrar un ánimo alegre que soñaba. Había vida allí donde parecían habitar las sombras, incluso, en la ciénaga más inmunda que cabría imaginarse, quedaban resquicios donde podría renacer lo inusitado.

Así, pues, como íbamos diciendo, algo que no podríamos sospechar con la mirada exterior resplandecía. Mientras tanto, la estancia se encontraba bañada por una luz artificial, fría, que ocupada prácticamente la totalidad de los espacios sucesivos. Estos acontecimientos externos son meros añadidos, acontecimientos insustanciales que arrecían nuestras expectativas, y de los cuales, nuestras sospechas procuran advertir que algo grande procurará acudir en cuanto menos lo esperemos. Nos hacemos los sorprendidos cuando ocurren tales momentos, aunque en verdad, todo sucede tal cual lo esperábamos en un principio, mas aún así, nos complacemos y disfrutamos con la espera.

Lo que ocurría en el interior, quizás sea complejo a la hora de expresarlo con palabras, pero lo intentaré en estos escasos renglones. Estaba soñando, aparecían diversas imágenes animadas por el impulso volitivo, algunas de ellas carecían de un sentido especifico o racional, otras, si que contenían un significado.  Estas últimas tenían un contenido relacionado con los recuerdos, y aunque algunos de ellos eran inventados -pues jamás ocurren cosas tan insólitas en la vida real- si que entendían de un hilo; algunas de estas cosas pasaron tal y como eran en su transparencia, y otras, estaban modificadas exagerando sus rasgos. Aquel era un ámbito extraño, que a su vez, resultaba complaciente, un descanso que comprendía de ascensiones hacía cielos fingidos y de caídas en torno a abismos profundísimos. En fin, este es el espacio reservado a todo lo relacionado con lo onírico, por eso su explicación resulta tan difusa y abstracta para quién lo escribe y todavía más para quién lo lee.

Quizás una de estas imágenes podría ser permanecer en los regazos de una mujer, que con sus rellenos brazos sostenían a este pobre hombre caído en pecado. Este, en la medida que agarraba la gran multitud de las mantas que le rodeaban, pensaba en la suciedad que le corrompía, no era merecedor de nada de lo que tenía, él lo sabía, y en su fuero interno se arrepentía. Caían sus lágrimas en los pechos de la mujer, y cosa rara para la mayoría de los hombres, no contenía en su corazón deseo alguno impuro, simplemente la abrazaba expulsando los demonios que en él habitaron durante tantos años. Ella le sonreía, sentía compasión por aquel desgraciado, y además, le amaba. Le quería como se quieren a los niños, aquellos que cometen una trastada y se dirigen hacía sus madres dando rienda suelta a sus sollozos. En esta ocasión, a ella,  no le invadía la sospecha de confundirse con su madre, pero tampoco podía negar que reservaba en su interior ciertas afecciones maternales. Mientras él seguía gimiendo de tristeza, ella le implantó un casto beso en los labios, un inocente roce del espíritu que le limpiaba de todo pecado. El mal había desaparecido, pronto debía comenzar el tiempo del bien, la verdad y la misericordia.


Aquel descanso en apariencia perpetuo, entiende de un comienzo y de un final, por ello en cuanto la luz se hizo, la vida comenzó de nuevo. Yo me desperté y supe que era aquel hombre. Añoré los regazos de aquella mujer celestial, que como un ángel cuidaba de mi alma infantil. Obviamente yo ya no soy un niño, pero me gustaría guardar esa cierta inocencia y confundirla con la bondad, bautizarme con aquella pureza nacida con la promesa de la luz.

Me levanté de la cama, y acto seguido, clavé mi mirada en la ventana. El tiempo era próspero, el viento fresco y el fulgor de la luz cálido. Hice los rituales habituales, la ordinaria rutina trascurría con placidez y con la lentitud acostumbrada. Un sosiego campaba a sus anchas, y yo, lo sostenía con el límite de los dedos. Esta soledad mía me resulta una bendición, la cura que todo espíritu necesita para eliminar la maldad que se forja en lo que unos señores con traje, bien vestidos, indicen en llamar “la civilización” con un tono tan arrogante como imperioso, a la par que orgulloso. Desprecio todo ese decoro impostado, lo rechazo por resultarme una naturaleza contraria a la mía “¡Ojalá me dejen en paz con sus tonterías!”- me digo a mí mismo cuando el recuerdo de gran parte de la gente que he conocido acude a mi memoria para acuchillarla con el sutil filo de los reproches ajenos.

 Como hace un día espléndido para dar un paseo, decido obedecer a tal piadoso deseo y voy caminando, disfrutando con cada uno de los pasos dados. Miró a mi al rededor y redescubro lo que ya miré en otro tiempo bajo distintos ojos, que aunque ya entonces eran los míos, no sabían mirar de la manera que hoy día lo hago. Los árboles que dejan caer diversas bellotas me traen fragancias de la infancia, y, las carreteras despejadas de coches me producen calma y la esperanza de un nuevo resurgimiento espiritual que se alimenta en mi interior cada vez que me dirijo al campo descubierto, con la ausencia correspondiente en lo que se refiere a las personas. Necesito hablar conmigo mismo, aconsejarme respecto a lo qué hacer ahora que nadie interrumpe con sus voces el curso de mis pensamientos, que ya afloran cual raíces matutinas.

Pero, de repente, veo ante mí una larga fila de bancos maltrechos de madera. Llevan tantos años aquí, que el tiempo ha hecho con ellos lo suyo. Entonces, acudiéndome cierta somnolencia, recuerdo a todas aquellas personas con las que estuve allí sentado y las conversaciones que mantuve mientras andábamos por estos despejados lares, lo que amé, lo que sufrí, lo que otros tuvieron que soportar de mí… Y en verdad, me arrepiento de tantas cosas, que el sólo rememorarlas produce en el interior la nostalgia de lo que se le fue y ya no es, a lo que se le suma, la impotencia e imposibilidad de volver a traer de regreso lo que ya posa en lo pretérito. Ya se sabe, el discurso acostumbrado de lo inevitable del transcurso del tiempo, que nos impide cualesquiera retroceso y reparación del daño causado. Así somos, tan contradictorios, siempre posicionados entre dos extremos que jamás convergen, y en cuya separación reside el sentido del vivir.

“Vamos a ver, ¿Qué me hago de mi mismo? ¿Quién diablos soy? ¿Y por qué estoy aquí plantado como si nada después de todo lo que me ha pasado hasta llegar al tiempo presente? ¿Soy un ángel caído? ¿Una bestia descarrilada que necesita ayuda? ¿Y de dónde podría venir aquella ayuda? ¿A caso existe alguien que pueda socorrerme?” - tales dudas nacen de mí en los paseos que suelo darme durante el atardecer, cuando el cielo resulta más hermoso y los pensamientos más pesados. Tanto que se me caen del alma, y causan tal dolor y estruendo que mi espíritu se tambalea, y llega a contraerse debido a las penas.

No hemos de olvidar, que pese a este sufrimiento -y quizás precisamente por el-, hay una posibilidad de redención, de una salvación que nos transforme y nos libere espiritualmente. Pues en el interior de todo hombre se encuentra el consuelo, pero ocurre que no solemos advertirlo por las distracciones y tentaciones que nos acosan de este mundo. Nos abochornan con palabras, nos confunden con sentencias, nos turban con sus pasos, nos obligan a ser quienes realmente no somos con sus obligaciones, sus leyes, sus costumbres para burros, sus dictámenes autoritarios… ¿Y nosotros qué hacemos? Nos limitamos a escuchar y contraemos nuestros rostros por tanto dolor, lloramos a solas y nadie parece dispuesto a atendernos cuando precisamente nos mostramos más humanos. Esperamos una llamada que nunca llega, la señal definitiva que nos redima, y después, todo en vano… La rueda que gira y gira de siempre, nosotros la recorremos como ratones que persiguen un ideal en forma de queso, y en nuestras incertidumbres, no lo atrapamos a pesar del esfuerzo. 

El fruto está ya caduco, a no ser que busquemos otra vía mediante la cual atraparlo, sostenerlo con nuestras enflaquecidas manos y llevárnoslo a la boca para saborearlo castamente. La cura se encuentra mucho más cercana de lo que pensamos, tanto que esta se haya en nosotros mismos. Hemos de comenzar desde dentro, y de ahí al mundo entero. Sí, es verdad, este es impío e injusto, pero aún existe lugar para el bien. Quiero decir, que todavía hay un hueco que todavía no se ha emponzoñado, si nosotros insistimos podemos plegarlo de bondad. Y que no os engañen, Dios no se encuentra en templos, cercado por muros que impiden un verdadero contacto con lo divino, oscurecido con interpretaciones oficiales impuestas por gente a la que no conocemos. Dios se halla allí donde habita la libertad, en campos abiertos como ahora los recuerdo, donde la verdad es un suspiro, una ráfaga de viento que nos purifica. Si se quiere orar como se debe, que no sea frente a una pared, en edificios extraños, mucho mejor es en las entrañas de la naturaleza cuando los pájaros cantan y la totalidad de los seres vivos se muestran unidos en armonía.

En lo que a mí respecta, solamente me queda por dar amor, encontrar a Dios por mí y desde mí mismo en el interior, allí donde las profundidades pueden ser iluminadas. Afirmar, decir sí  y estar dispuesto. Negar al miedo, procurar vivir conforme a Dios, pero no porque me lo impongan como una necesidad desde arriba, sino por la salvación de todos. Necesito alejar todo mal, buscar el bien en cada hecho. Hacer de la fe un obrar. Quiero, en fin, vivir y morir como un hombre cualquiera en esta tierra, y aunque se busque también la eterna, queda el soñar con que el paraíso sea tan similar a estos  beatíficos prados, que apenas se pueda percibir la diferencia. Abrir, cerrar los ojos, marchar y regresar al amado hogar. Ser recibido allí, y después de tantas luchas, descansar. Pues en cuanto paremos, los cielos se nos juntarán con la tierra, y todo lo que hayamos hecho y dicho será una fábula que volverá a ser escrita. 

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