miércoles, 7 de agosto de 2019

Mi fe


A mi modo de ver, la creencia -es decir, la necesidad o la búsqueda de un sentido divino que llegue a formar parte de nuestras vidas- supone el problema, y a su vez, la solución a todo planteamiento donde nos encaminamos. Quiero decir, que en el fondo, todos nuestros esfuerzos -y los que se han dado a lo largo de la historia del pensamiento- van dirigidos a tener una concepción de Dios. Dependerá de muchos factores a la hora de llegar a definirlo de múltiples maneras, pero al cabo, tarde o temprano nuestras inquietudes nos dirigirán a formar nuestra visión de lo Divino, incluso, quienes presumen de carecer de alguna, y se esconden en el cómodo ámbito de la carencia o de la neutralidad fingida, ya sin quererlo a propósito han creado por sí mismos a su Dios. Unos tendrán a su Nada, al Dinero, a la Utopía comunista… Tristes dioses, pero no obstante, dioses de una u otra forma.

En lo que se refiere a la existencia de Dios racionalmente argumentada y demostrada a partir de unos principios causales, cuyo reflejo se contempla en los efectos. y definida a partir de unos atributos negativos, lo considero algo que se da por hecho y que ya han demostrado los teólogos a partir de la razón natural. Sin embargo, ello no me interesa en lo más mínimo, pues aunque satisface a la curiosidad erudita, no así hace latir con más firmeza al corazón. La razón llega y define hasta cuanto puede -y es capaz de ejecutar grandes cosas-, satisface necesidades estrictamente intelectuales, mas no nutre nuestra vida, no nos garantiza un sentido por el cual vivir. Cuando a la creencia se la pretende demostrar con silogismos y cúmulos de razones amontonadas, esta se sonríe levemente, pero en su fuero interno se siente en temporada de seguía, orando a las nubes para que estas se compadezcan, y con su regadío, nazcan las hierbas frescas en la mañana con su rocío acostumbrado.

Yo no me refiero al Dios inventado a partir de formulas y preposiciones, yo me encamino hacia el Dios vivo, aquel que, además de dotarnos de un sentido, nos da ánimo de vivir. Y si este no existe como presumen los arrogantes ateos, mejor sería no existir ¿Qué demonios es aquello de que la vida es un deleite efímero, y después, el vacío? ¿En serio alguien puede seguir caminando por estos lares pensando algo tan monstruoso? No lo creo, o al menos, confío en que así no sea, porque de lo contrario… ¡Pobres de todos nosotros!


Cuando voy paseando por el campo rezo a veces sin querer ni pronunciar palabra alguna sintiendo al diestro viento recorrerme el cuerpo entero, o cuando exploro inusitados lugares con el pensamiento y mi ventana está  justo delante, miro al cielo claro del día que da entrada a una noche estrellada, adornada con sus millares de luceros, y me estremezco. Sueño en tales momentos en que el Dios Padre nos cuida desde sus alturas, y que pese a las apariencias, jamás permitirá que nos quedemos solos, puesto que nuestras lágrimas se acumulan en su pecho, y en su misericordia nos perdona nuestros pecados, como así nosotros hacemos con nuestros hermanos. Inclino mi mirada al suelo, viendo como mis pies avanzan o retroceden según mis andanzas, y cuando los males del mundo corroen la memoria, aparece el rostro del Cristo con su corona de espinas de camino a su sufrimiento, y dándome consuelo me recuerda que todo aquello relacionado con el dolor no es nada nuevo en este horizonte donde convivimos, o al menos, pretendemos hacerlo.

Esa es la fe por la que suspira mi espíritu; la del sermón de la montaña, la de las enseñanzas del Cristo, que no se disuelven en las palabras, sino que se hacen obras. Claro que, en muchas ocasiones, siento un desconsuelo espiritual, y en mi mal pensar me acomete la duda, y me da por temblar en las noches cercadas por nubes. Pero, entonces, recuerdo cual vano es mi desasosiego en comparación con los sufrimientos del Cristo, y pese a que esto no logra mitigar del todo este dolor interno, al menos me alivia momentáneamente hasta que después acuden las lágrimas. Tengo por cierto que el comienzo de la duda supone el puente para la fe, pero no se puede caer en ella permanentemente porque si así fuese ¿Que distinguiría al creyente del incrédulo? Y ante esa pregunta, la verdad es que no sabría que contestar, pues siendo sincero he conocido a lo largo de mi escasa vida creyentes que diciendo serlo no se comportan como tal, y supuestos no creyentes, que negándolo no parecen advertir que con sus acciones son más creyentes que otros tantos. He ahí mi perplejidad, mi confusión, pero también, mi paradójica fe.

Mi creencia -si así quiere decirse- es de índole sentimental, y pretende ser una esperanza lanzada sobre esta vida para sobrepasar los oscuros abismos y dar luz allí donde habitan las tinieblas. En este valle de lágrimas hay multitud de demonios sueltos con apariencia de víctimas, lobos feroces con piel de oveja habitan en estos montes, y por ello hemos andar con tiento e intentar hacer de nuestra fe obras, pues de lo contrario, nada vale el suplicar por Dios, si no se atiende al prójimo y seguimos mirando por nosotros mismos cuales gentiles con falta de moral. El verdadero creyente, a mi parecer, ha de ver fragmentos de Dios lucientes en los rostros de sus hermanos, y sobre todo en los niños, aquellos de los que el Cristo nos advirtió que serían los que entrarían en el reino de los cielos ¿Tendríamos que dejar nuestros bucles intelectuales y volcarnos en procurar recuperar la fe infantil? Yo pienso que por simple, es la que más vale.

El cristiano es aquel que procura con todas sus fuerzas seguir el ejemplo del Cristo, y entre todos los mandamientos que el Hijo del hombre re-formuló del Antiguo Testamento -cambiándolo totalmente- para dar entrada al Nuevo es aquel que sustituye el ojo por ojo, por el de aprender a perdonar las ofensas, y dejar de censurar los pecados ajenos no advirtiendo la viga que se posa sobre nuestra pupila. Y esto es una cosa que muchos han de procurar poner en práctica, donde yo mismo me incluyo. Pero, sobre todo, pienso que el más importante es aquel consejo que Cristo reitera varias veces a sus apóstoles y discípulos, el de amarse los unos a los otros, ya que ¿Qué es la fe sin el amor? La nada, la religión de los impíos y los morbosos que justifican sus vicios en la ausencia de Dios.

Poco me importa que se me acuse de proliferar sentimentalismos, e incluso, de caer en una herejía respecto a la doctrina oficial, puesto que lo que diga cualesquiera listado de reglas formales no tiene influencia en mis decisiones vitales, porque es el Amor lo que da entrada a la piedad y a la caridad, y de ello, se siguen las buenas acciones que se realizan tanto por el bien común como por la salvación personal, pero no es esta última como muchos beatos que me recuerdan a los Fariseos, los Saduceos y los Escribas -que fueron precisamente, contra los que luchó Jesucristo con el ejercicio activo de la veracidad y del rechazo a su falta de autentica fe- que se piensan que la gracia divina es un intercambio comercial. Ya os digo que quienes crean que acudiendo a la Iglesia y pagando los diezmos están salvados, yerran del todo y podría decirse que se comportan como hipócritas respecto a sí mismos aceptando las dádivas de los sacerdotes que han convertido la casa de Dios en aquel festín de mercaderes por el que tanto se enfureció -y con razón- el Cristo.

No es el símbolo ni el decoro lo que nos conducirá al Reino de los Cielos, es nuestro amar a la tierra actuando en correspondencia con los dictámenes divinos impresos en el corazón lo que nos hará ganarnos el cielo, siendo así un intento de ángel atrapado en una cueva oscura. Al igual ocurre respecto a la moral, no se trata de unas pautas a las que uno deba estrictamente regirse como quién repite lo que el maestro dice, esta se halla en nuestro interior y aflora cuando la injusticia campa a sus anchas. Muéstrame un acto malvado y violento, y ya os aseguro que se me oprimirá el alma y lo censuraré internamente, y aún mas si soy yo quién lo ha cometido.

Sin embargo, hoy día nos movemos por el mundo sobrepasando la animalidad, y nos hemos encerrado en una cámara de cristal que se empaña con las necesidades ajenas, cual neblina que a su vez hace de espejo para solo vernos reflejados a nosotros mismos. Todo esto es una impiedad y una falta de humanidad en la que nuestro modo de vida nos conduce cada vez más, y a la que además, las restantes personas nos inducen a continuar como si no pasase nada, como si no hubiese bien ni mal, como si nada importase… ¡No pienso dejarme caer en la tentación de esta maldad colectiva y propagada por las instituciones y sus jerarquías! Mirad, por favor, al hermano que os pide ayuda, aquel que sólo busca un mendrugo de pan, o unas monedas para sustentarse, o quizás para alimentar a una familia entera. Socorredle, prestarle vuestra mano y dar aquello de lo que vosotros tenéis dos pares, si tenéis las necesidades básicas cubiertas siempre se puede dar sin pedir nada a cambio. Muchos os dirán en su pecaminosa manera de pensar, que no confiéis, que rehuséis de ayudar, que todo seguirá igual… Ellos ya han caído, han sido depravados por el ambiente urbano cayendo en el nihilismo más sucio, intentad enseñarles el camino correcto, y si os hacen oídos sordos, buscad a quien los tenga abiertos.

 En esta vida se trata de proseguir, de vivir manteniendo la fe a pesar de las contrariedades que nos puedan acometer y de los muros que los estados implanten a nuestros alrededores. Vosotros diréis: “¡Pero eso es tan difícil y nos parece imposible!” Dejad de quejaros almas enflaquecidas, faltas de voluntad y de esperanza, y dejar paso a los que mantienen su luz intacta y no corrompida por las fugacidades mundanas. “¡Ay, todo es efímero y azaroso!”- dirá alguno desperdigado, dejándose arrastrar por lo que la publicidad le dice que sea. Pues que sepa que nada pasa sin algo estable, ni el azar puede moverme si yo me mantengo erguido.

Es un esfuerzo constante, es el luchar en el interior incesantemente, y así, no dejarse arrastrar por influencias extrañas que nos procuran obligar a transitar por la senda de la mentira, y mucho menos, aceptar autoridad ni imposición de este mundo, y aceptar de acuerdo con la faz de un Dios vivo una fe ardiente que como un fuego que nunca se apaga a pesar del frío, atravesando con sus llamas los copos de nieve nacidos de nuestras etapas gélidas. Sé que procurarán vencerme, abatirme a base de golpes, hacerme temblar las piernas con dudas, titubear al leer la palabra sagrada por el miedo, pero, que sepan que mantendré la fe en mí. Confío, en que después de todo, Dios nos salve a todos y nos mire como a hijos extraviados, que, como semejantes, se arrepientes de sus pasos errados y vuelven allí donde fue su beatifico origen y pasan a vivir eternamente junto a los suyos, aquellos que en vida los quisieron, y en la muerte, permanecen juntos mas allá de las eternidades. 




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