jueves, 29 de agosto de 2019

Cuestiones de conciencia


Los siguientes fragmentos o esbozos representan pensamientos inacabados, que no han llegado a patentarse en una unidad sistemática que entienda de una continuidad precisa. Probablemente, debido a ello, desconcierten en gran parte al lector, e incluso, le resulten algunos de ellos demasiado simples o vacuos para que se procuren de una reflexión profunda. En este sentido, siento desalentar a quién siga estas piezas en forma de letras, puesto que en verdad si se les presta la suficiente atención, logran divertir instruyendo a la vez. En verdad se las puede contemplar como una serie de confesiones íntimas en dialogo interior que intentan atrapar una universalidad a partir de lo fragmentario, para así quién lo lea, pueda sentirse tanto criatura-espectador como creador-artista. Cada uno, en cuanto participante de lo que lee, deberá responder y completar las preguntas. Sea así.

Desde mi lugar campestre, este hidalgo os lanza sus bendiciones.
Vale.

- La ausencia se responde a sí misma. Se diría, que juega con su no-estar, su no-presencia yéndose llega.

- Recordar la mañana que ya se ha ido siendo de noche produce dolores tanto físicos efectivos como morales afectivos, su curso así culmina en desesperación. Últimamente me siento en perpetua tristeza buscando la alegría. Rememoro los tiempos felices que ya no están, habitando en las sombras de las melancolías actuales.

- El soplo del viento adquiere una realidad admirable en cuanto cerramos los ojos. Así, el mundo exterior se desvanece para dar entrada al mundo interior, resultando este último el más importante, el que nos confiere conciencia… El sentido, entonces, se aparta, y da entrada al espíritu que desconociendo comenzará a conocer algún día.

- Fiel a mi mismo y mis convicciones, me alejo de los demás. Y no puedo evitar que irremediablemente acabo temiendo, que, de los pocos que están se puedan marchar.

- Soy desagradecido respecto a la sinceridad recíproca. Pues cuando sonrío, en verdad es una treta mediante la cual oculto los sollozos, que afluyen cual rio vespertino hacía las profundidades del mar abisal. Aquella oscuridad y la incertidumbre que provoca, me aterran.

- ¿Quién soy yo? ¿Y qué me hago de mí mismo? Solamente sé que soy uno que vive en la medida de lo posible y de mis fuerzas. Ello, claro está, si se puede considerar que uno está viviendo cuando se nutre del recuerdo y de fantasías tanto propias como ajenas… En tal caso, yo sería más bien una persona que quizás ya pasó al arrastre desde hace tiempo, y que no obstante, insiste en perpetuar su existencia ad infinitum.

- ¿Por qué insistiremos cuando ya no merece la pena continuar? Es inevitable, siempre se busca permanecer en la vida aún en las condiciones más pavorosas imaginables, aunque sea en la indigencia. El suicidio es una indecencia, un insulto dirigido a quién nos dio la vida. Sin embargo, quiénes al cabo perecen así, suelen suscitarme compasión. Y, por lo tanto, merecen ser salvados.

- Siempre pensé en al escribir mi última carta, esta culminase así: “¡Adiós, camaradas! Yo hice lo que pude” Pero, al final, siempre termino aplazado la llegada de la muerte porque amo la vida a pesar de las desdichas que conlleva ¿O quizás sea porque me horrorizan las despedidas imprevistas?

- El horizonte, el campo al descubierto, prados inacabables, el mar con su fluir, un cielo amaneciendo, la noche y sus estrellas… Son incentivos que me dan esperanza, me animan a creer como el que teniendo sed se limita a beber.

- Y otra vez, la misma imagen incrustada en mi memoria que pugna por mantenerse ocurra lo que ocurra. Se arrastra en los momentos sucesivos, hay veces que hasta parece desvanecerse… Después, sin que yo la llame, acaba retornando y los latidos de mi corazón aumentando.

- “¡Por favor, déjalo ir! No hay que preocuparse en vano, tú continúa con lo tuyo y lo restante, es en base al destino y a los escudriños de la Providencia”  ¡Oh, son tan fáciles de pronunciar estas acostumbradas palabras de cortesía para quién le da igual lo que le pase al prójimo, y vive creyendo que libertad es responder a las apetencias carnales! En lo que a mi se refiere, sencillamente digo que, si nos amarramos al dolor soportándolo y procurando ir más allá del mismo, nos hacemos mas fuertes en base a sufrir en las luchas que nos acometen a diario, aunque sea a las veces, gratuitamente. Hemos de permanecer fieles, no a nuestros caprichos, sino a lo que con esfuerzo y perseverancia podemos llegar a ser aprendiendo de la guerra.

- Solamente limitarse a soñar es una banalidad, y querer instalarse en el mundo real una fatalidad ¿Qué hacer, pues?

- Si vislumbráis una senda desierta y solitaria, tened por cierto de que se trata de mi camino. Me agobian las multitudes, pero cuando estoy en soledad, en contacto espiritual conmigo mismo y mis pensamientos, me siento aliviado y curado de toda superficialidad mundana. Hasta que, sin quererlo ni apetecerlo en un principio, llega aquel estremecimiento que me hace tambalear en cada uno de mis pasos. Ello significa e implica que estoy ante un abismo sobre el cual no puedo invocar la fortaleza suficiente para lanzarme y conocer su culmen. ¿De verás soy tan cobarde? ¿Por qué jamás estoy conforme? ¡Ay, me encanta contrariarme! Lo cierto es que tal estado también me deprime.

- La fe, todo es cuestión de fe. La recuperamos tan fácil como la perdemos ¿Qué clase de juego endemoniado es este? Parece que vivo en una inmensa tabla de ajedrez encerrado en un castillo, siguiendo un mismo movimiento y cuyo rumbo desconozco del todo pese a que se da durante repetidas veces. Advierto, con aquel horrible miedo que tanto aborrezco, que nadie atiende a unas reglas ni a un orden determinado en este juego ¿Quienes serán los vencedores? ¿Quienes los vencidos? ¿Existirán, acaso?

- Todo en el mundo desde su exterioridad me resulta vanidad. Cada uno a lo suyo, y de lo que tal vez les sobre a esos repugnantes mangantes, lanzan unas migajas a los demás ¡Qué delirio! Yo no quiero ser así.

- Una luz alumbra el final del foso, en resultas del cual desde hace tiempo vengo cayendo. De vez en cuando, me aferro a alguna rama y espero a ver qué ocurre. Y, como cuando hago aquello, veo que la luz continua su curso, yéndose cada vez más lejos, vuelvo al acostumbrado camino de perdición desfalleciente, y así, constantemente. “¿Merece la pena?”- me preguntas. Las penas lo merecen, no tanto las lágrimas que suelo lanzar mientras ellas caen en dirección a la luz ¡Ojala ellas lleguen!

- Soy lo que no he visto en su totalidad, aún a pesar de que puedo presentirlo mediante una intuición no del todo formada. Algo indeterminado que camina al vacío, allí donde nadie desea asomarse. Esa es la razón de que a la menor mirada impensada que osa penetrar tan inhóspitos lares, me provoca el sentirme incómodo.

- Una caricia, aquel tacto tal halagador que nos suele sorprender si no estamos acostumbrados. Puede que lo único que lo supere sea el beso, su leve roce en llamas, tímido cuando éramos inocentes… ¡Ay, ya estoy imaginando en vez de fundar mis actos en acciones en torno al mundo real!

- Nostalgia y melancolía: mis palabras preferidas. El nunca retornar, y sin embargo, siempre insistir en lo que ya se sabe de antemano imposible. Se ansía ver resurgir lo que ya murió, y si bien la racionalidad nos aconseja que carece de importancia, para la pasión es precisamente el asunto primordial y que no podemos dejar en balde.

- En este mundo (pese a su estado aparencial) no hay secretos, nada está encubierto para quién tenga los ojos bien abiertos. Y si uno adquiere cierta agudeza en el espíritu (recordemos, cuerpo y alma a su vez), es capaz de desentrañar lo que los vulgares pretenden velar sin conseguirlo ¡Qué ignorantes! Se piensan a sí mismos sagaces siendo tan superficiales…

- Los principales vicios que hacen enflaquecer al sentido moral interior son: el dinero, afán de poder, acumulaciones materiales, convulsiones lascivas… Estas cosas nos llevan a pensar necedades y a ejecutar actos demenciales. Sólo nos puede librar de ellas un ánimo impenetrable junto con un corazón honesto y noble. Quisiera lanzarme de aquella manera a tales altitudes.

- Tinieblas que esconden nada más que sombras en su mayoría… Confío en la salvación universal, necesito creer en el bien para no desesperar. De lo contrario, sin posibilidad de iluminación; ¿Para qué continuar? Aunque también sé que es imposible detenerse.

- Tanto el vivir como el morir me espantan ¿No hay nadie que recoja mis sollozos en una cuchara?

- Que vengan los que se fueron y se larguen los que vinieron. La constante contradicción, el impulso que me lleva hacía dónde desconozco.

- Hay demasiada maldad en cada lugar, mucho dolor provocado por los injustos, daños lanzados a diestro y siniestro… Y todos aquellos factores se incrementan y me entristecen.

- La balanza sigue su acostumbrada función. Y, mientras tanto, el mismo punzón amenazante se me clava en el cuello ¿Por qué…?

-  Voy andando mirando al suelo ¿La razón? He sido vencido en batalla. Otros días, alzo la cabeza, la mantengo erguida un momento hasta que me acuerdo de mi vencimiento, y vuelvo a estar cabizbajo ¡Qué desdicha la mía!

- Cuando acudo a la ciudad (lo que ocurre raras veces) solamente percibo la vulgaridad y decadencia ajena y su vacuidad en asuntos espirituales, que son precisamente los que elevan al hombre por encima del resto de los mortales. Esto quiere decir que en su mayoría los hombres son estúpidos, no ven lo que tienen ante los ojos y no merece la pena ni la molestia el procurar conocerlos en su masificación.

- Una tempestad arrecia en el exterior, mientras que en mi interior acontece una lucha que recuerda a la fuerza de la tormenta que se está dando durante estos mismos instantes ¿Cuándo caerá el rayo y me partirá en dos mitades? Quizás, así, logre entender.

- Dos bifurcaciones en el camino: el ancho de los demás, y, el estrecho que es el mío. Ya llevo algunos años recorriéndolo con tiento respecto a mis pisadas, preveo que tarde o temprano me encontraré con alguna trampa de la que jamás lograré escapar.

- ¿Soñar o vivir la vida que suelen designar como la real? No sé cual de ambas es preferible o desfavorable para mí. Y en tanto que esto voy pensando hacía mis adentros, me acabo durmiendo. Ya adivinarán vuestras mercedes mi decisión inconsciente.

- Ella nunca volverá. Una vez que se admita este principio se podrá vivir con soltura, aunque, inevitablemente termino por engañarme a mi mismo con mi pensar faustico, y sigo animando a la ruleta a que siga girando como desde siempre.

- “¿Hasta cuando?”- susurra alguna voz que visita mis dominios “Hasta cuando no haya nada que hacer”- responde otra voz impertinente. “Hum, -digo yo- la pregunta no ha sido correctamente respondida”

- Llega un aroma que nos recuerda viejos tiempos, y con ello, nos estremecemos sin buscarlo. La fragancia, entonces, comienza a tomar forma y se hace imagen, nos transforma. Aquella, sin venir al caso, lanza palabras que nos pareces aleatorias, y dudamos. Al final, después de un rato, se desvanece. Y es cuando nos preguntamos: ¿Bajo qué propósito e inusitados ordenes celestiales me sigues haciendo daño por capricho? ¿Alguna vez cesará este remordimiento interno que siento?
No lo creo, este pavor me perseguirá hasta la muerte.

- En ninguna otra ocasión nos sentimos tan solos (en su sentido negativo, ínfimo) como cuando estamos rodeados por una gran multitud. Y, en contraposición, nunca estamos tan bien acompañados si no lo es en los momentos que nadie perturba nuestra soledad interior (ya desde una perspectiva positiva, purificadora) Estos conceptos, aplicados a situaciones concretas no son azarosos, se tornan provechosos si se los medita convenientemente.

- La pregunta esencial de nuestra existencia versaría algo así: “¿Cual es mi papel en el mundo?” Otros, no prestando atención a estos sutiles detalles, no saben ni lo qué es un papel, ni mucho menos qué es el mundo ¿Dónde me encontraría yo mismo? ¿O tú?

- Me dedico a esperar lo inesperado y a ofrecer lo que no puede ser prestado ¿Cómo será que me siga sorprendiendo que mis expectativas jamás se satisfagan?

- Poco importa pasear, correr, nadar, volar, andar por allí… Lo circunstancial es que el movimiento se resuelva desde lo intrínseco, lo restante son meros añadidos.

- Muchas veces la salida resulta ser desde donde se comienza, y cuando se empieza se hace desde el final ¿Alguien me explica la razón de este sentido inherente, del cual, no podemos escapar a pesar de cualesquiera esfuerzos? ¿O si podemos hacerlo efectivamente?

- Aquellas noches en las que nos negamos a seguir en estado de vigilia son en las que antes nos despertamos soñando.

- No quiero llegar a afirmar o a negar premeditamente sin tener vislumbrados los principios, mas no puedo evitar la declaración que se libera.

- ¿Hasta dónde llegaremos a este paso? Mirad hacía dónde no se ve nada.

- La esperanza hasta ahora no se ha asomado, y así, nos la inventamos como hacemos con nuestras verdades. En tal caso, podemos continuar incluso con el cuerpo magullado y repleto de heridas.

- ¿Qué resulta realmente sincero e indubitable? No lo que se nos antoja, sino lo que se nos impone como algo que no podemos detener y nos impulsa.

- Libertad, siempre la libertad aún siendo esclavos.

- Mantén la espada en alto, después mira al rededor y pronuncia lo que hasta ahora ha sido injustamente silenciado. Verás como si esperas un poco, oirás en forma de eco lo que se ha sido negando desde antaño. Resulta, pues, que si hay un oficio por el que persistir pendiente de un hilo, es aquel que dictamina lo que la gente no quiere escuchar. Que cierren vista, olfato y audición si les place, mas jamás reniegues de la verdad.

- ¿Justicia o Amor?

- Es cierto, descendí todo lo posible y cuando llegué al fondo, quise ascender. Supongo que nunca es del todo tarde para subir allí arriba, y si tras tantos arduos esfuerzos me quedo en el camino, al menos, tendría un hogar donde descansar. Es irónico que lo amé resulto ser mi sepultura.

- Y volveré a preguntarte: ¿Por qué?

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lunes, 19 de agosto de 2019

La muerte de un buen hombre

Durante la vida de Matías escasos de sus acontecimientos son dignos de importancia para el conjunto de los hombres más doctos. Podría incluso decirse que el transcurso de su vida fue de un cáliz bastante ordinario, fue extraordinariamente simple, tanto que hasta estaría permitirlo señalarle con el dedo índice y gritar: “¡Eh, mirad, un hombre usual!” Su biografía es propia de un mortal común: con sus rachas de baches y saltos, sus pequeñas alegrías, alguna que otra lagrimilla, los detalles insospechados, las caricias primerizas, los besos tibios, las muertes repentinas… Todo ese cúmulo de vivencia que cualquiera de nosotros podríamos testimoniar como propias, diciéndonos un “aquello también me ocurrió a mí”. Es decir, todo lo que comporta e integra una vida cualquiera de la que pocos de acuerdan, pero de la que no obstante, todos nos atribuimos al recordarnos a la nuestra.

Matías se consideraba a sí mismo un creyente en el más estricto de los sentidos, pero, sin embargo, rara vez rezaba, y cuando lo hacía, era como el diría “a su manera”. Tan sólo acudió dos veces en su vida a misa: una fue cuando le bautizaron ya por tradición, y la otra, en el entierro de un amigo que poco conocía para considerarlo tal. Intentaba, eso sí, cumplir los requisitos para que se le considerada un buen cristiano: amaba a todos, sentía compasión por ellos, los perdonaba, los ayudaba en la medida de sus fuerzas, no juraba, y demás… Tampoco fumaba -excepto algún ducado de vez en cuando- ni bebía, no fornicaba y en modo alguno tenía deseos lascivos cuando contemplaba a alguna mujer atractiva. Se había formado un concepto de la vida en el que cada elemento por nimio que fuera integraba un conjunto que no debía bajo ningún pretexto ser quebrado. Además, se trataba de todo un sentimental, ya que cualquier suceso cobraba para él una magnitud tremenda, que para otros pasaba completamente desapercibido.

En cuanto su aspecto físico, era moreno de estatura media y con unos ojos marrones oscuros muy ordinarios y vidriosos. Tenía un lunar rojizo en la mejilla izquierda, y una pierna un poco mas corta que la otra. Su pelo era ondulado, y aunque su color natural era de un marrón oscuro, tras dos meses veraniegos, algunos de sus cabellos cobraban cierto fulgor rubio. Vestía usualmente unos vaqueros azulados, conjuntándolos con una camisa blanca a cuadros. De estas camisas tenía una cantidad ingente con cuadrados de múltiples colores y tamaños, también tenía otras a rayas y alguna que otra con dibujitos, e incluso, con arabescos. Cuando andaba mantenía un paso sosegado manteniendo la espalda algo torcida, con inusitada quietud, y si tenía prisa, daba grandes zancadas hasta llegar a su destino moviendo la cabeza hacía delante como si se tratase de un baile.

Respecto a sus relaciones sociales, podríamos decir que tenía escasas amistades a pesar de su bondad, y quizás fuese por ella por lo que los demás le cogían un poco de manía, ya que siempre decía lo que se le pasaba por la cabeza, y claro, eso no resultaba agradable. Tan sólo tuvo una relación amorosa en toda su vida, y esta le dejó probablemente porque le consideraba demasiado simple y honrado para una mujer que prefiere sufrir para plegar su existencia de dramas y tragedias inventadas. Él, por su parte, a raíz de esta experiencia dejó a un lado este tema, y empezaba a pensar que quizás los amoríos no eran asunto suyo, y lo mejor sería dejar sus lamentos para el recuerdo. “En fin, después de todo, no todos estamos preparados para encontrar aquella alma gemela de la que gran parte de la gente hacen motivo de sus vivencias” -así pensaba en las noches invernales mientras mantenía la mirada clavada en el techo de su sombrío cuarto sin propósito alguno.

Vivía en una pequeña casa con su madre y trabajaba de oficinista en alguna empresa cuyo nombre a nadie importa. Se tomaba este oficio suyo como algo rutinario y que ya hacía por automatismo, lo consideraba un deber ineludible, ya que gracias a su sueldo su madre y él podían cubrir los gastos básicos y permitirse algún que otro leve capricho. En su tiempo libre lo ocupaba practicando senderismo o leyendo alguna que otra novela para olvidarse un poco de sí mismo, y así, repasar vivencias ajenas y evadirse de la rutina. Aunque, para ser sinceros, muchas veces sus lecturas lejos de conseguir que se le fuesen los problemas, le añadían otros nuevos de los que él en un principio no se daba cuenta. Después, cerraba el libro o la aureola de pensamientos que este le había suscitado, se ponía la manta encima y se dormía.

Estando un día recién salido de su casa para dirigirse a hacer la compra, se encontró en la calle con un viejo amigo que hacía tiempo que no había visto. Este se llamaba Emilio, era alto, pelirrojo y repleto de pecas, aquel día iba vestido con una chaqueta que simulaba cuero, una camiseta blanca y pantalones negros. Nada más reconocerle, se le acerco y le saludó. Es increíble la impresión que nos provoca el reecuentro cuando ha pasado algún tiempo, pese a que se trate de escasos meses, la mudanza física y del plano moral puede ser espeluznante tanto en el buen como en el mal sentido. En este caso, su viejo amigo tenía el rostro como enfermo, magullado, e incluso, demacrado. Desde una perspectiva más interior, parecía vacío, como si hubiese despojado toda carga de conciencia para vivir desde entonces semejante a las bestias, sin arrepentimientos ni remordimientos de ninguna clase.

En un primer momento, hablaron acerca de las típicas conversaciones de cortesía que se tienen para no resultar mal educado, siguiendo el decoro social que nos hace aparentar ser fieles a unos compromisos cuando en verdad todo nos puede resultar indiferente como ocurre en la mayoría de las personas de este tiempo. Después, la conversación torció por cauces distintos, Emilio le contó a Matías algo que a este le costo entender debido a su particularidad. El asunto trataba acerca de que Emilio se dirigía a una calle poco más adelante donde había quedado con unos tipos para que le diesen un brebaje cuyo contenido llevaba tiempo consumiendo y que producía efectos tranquilizantes. Matías le respondió que ya debía saber que no bebía desde siempre, y que esa costumbre, no había cambiado ni cambiará jamás. Pero, sin saber bajo qué incentivo, antes de despedirse al final decidió acompañarle, tal vez por la curiosidad que le suscitaba el asunto, o quizás, porque en el fondo, admitía que en su vida faltaba algo para hacerla mas entretenida.

Efectivamente, a los pocos pasos se encontraba la calle que le indicó su amigo donde estaba un grupo de hombres charlando animosamente. Eran tres, uno de ellos de sobresaliente altura y anchos hombros y los otros dos muy bajos. De estos últimos, uno tenía un rostro enfermizo y estaba encogido, además, cada uno de los movimientos que se producían en su cuerpo resultaba un tambaleo del mismo. En cambio, el otro, tenía unas espaldas bastante anchas y unos brazos gruesos y musculados, se notaba que le gustaba el ejercicio. Trataban lo que suelen tratar los hombres ociosos y que no tienen ninguna tarea importante que hacer; sobre mujeres

- ¡Son todas iguales!- decía el curtido mientras sacudía las manos, parecía que cada una de sus palabras eran rebuznos propios de los burros

- Y que lo digas, amigo- le contestaba el más alto, y seguía diciendo como si su reflexión fuera una novedad importantísima- Uno no sabe lo que quieren. Al principio todo marcha bien, pero al cabo terminan tornándose caprichosas y sus palabras se vuelcan vacías de sentido e indescriptibles para nosotros los hombres

- Sí, si…- respondían los dos a su vez haciéndose los interesados en el asunto cuando en verdad estaban pensando en sus conquistas recientes

Nada mas aparecer Matías y Emilio en el umbral, sus miradas se dirigieron a ambos y se quedaron callados esperando su llegada. Y de nuevo, los acostumbrados saludos y las sonrisas de complacencia y de vanidad. Actuaban como si se conociesen de toda la vida mientras lanzaban sus risotadas impertinentes. De esto se dio cuenta Matías, más calló, sabiendo ya desde hace tiempo que los rituales sociales consistían en eso precisamente: el tratarse a unos y a otros con condescendencia para sentirse por encima y creerse que uno sabe acerca de la otra persona por haberla visto dos veces. Al rato pasaron a hablar lo que en verdad les interesaba: el asunto de los brebajes

- ¿Y dónde están aquellos brebajes que me indicaste el otro día?- dijo Emilio dirigiéndose al más alto- ¿Los has traído, verdad?

- Calma, calma… -le contestó el otro dándose de importancia- ¡Pues claro que los tengo! ¿Qué creías que iba a hacer yo aquí? ¿Pintar la mona?

- Pues eso exactamente- dijo sin venir a cuento el hombre de rostro enfermizo riéndose sin que nadie le siguiese su escaso sentido del humor

Fue entonces cuando el hombre que tenía una mayor altura sacó de los bolsillos que se encontraban en el interior de su chaqueta plastificada una serie de botes que contenían un líquido anaranjado en cuyo centro podía verse una serie de franjas negras. Así, al recibir en sus manos el conjunto de los brebajes, el rostro del amigo de Matías se iluminó de alegría y de sus labios se asomaron una sonrisa que le recorría de ceja a ceja. Posteriormente, abrió uno de ellos y se lo tomó, invitando a Matías a que probase uno de ellos. En un principio este lo rehuyó, pero después, viendo como todos parecían ser felices en cuanto bebían, cambió de opinión y le pidió uno. Abriendo el frasco pudo oler su fragancia, y este olor le agradó. Entonces, su núcleo negro al recibir contacto con el aire comenzó a hacerse más grande, y así las franjas céntricas se dispersaban, borrando su tonalidad naranja. Debido a la impresión que este efecto le causó, sin saber la razón, se lo bebió entero sin rechistar.

Lo que siguió a este momento le era difícil recordar con exactitud. Tan sólo acudían a su memoria algunas imágenes, de las cuales se desprendía que lo pasaron muy bien aún cuando sus conversaciones carecían de sentido. Pudo verse a sí mismo en el recuerdo dando alegres brincos por en medio de la calle y las risas que provocaron este extraño modo de actuar en los circundantes, y poco más. 

Al día siguiente se despertó sumamente tranquilo en su cama de blandas y acogedoras sábanas. 
Despacio y con tiento, fue desperezándose para volver a comenzar la rutina laboral. Desayunó sus cereales con leche y mucha azúcar, se peinó con rapidez y salió como solía en su envejecido coche que no limpiaba desde hace tiempo. En este día no había muchos coches en la carretera que le impidiesen llegar a su destino con la hora estimada como ocurría otras tantas veces, así que pudo viajar con calma sin pensar nada importante ni digno de describirse. Una vez que llegó a su puesto, se sentó y comenzó a teclear las letras de un ordenador que en sus tiempos fue blanco, pero que se había quedado color crema, ya que la empresa no estaba dispuesta a cubrir gastos tan innecesarios a su juicio.

Al poco rato de hacer rechinar aquel plástico desgastado, empezó a prestar atención a una conversación que estaba ocurriendo en las cercanías de su  mesa. Por lo visto, un hombre gordo con una perilla negra y canosa, se estaba quejando con un compañero de ojos saltones y verdosos acerca de una mujer que siempre pedía en la puerta de la oficina. Y como si esto le hiciese a su existencia más desgraciada y menos digna, comenzaba a vociferar y a dar fuertes golpes en su mesa. Estaba tan alterado, que incluso acabaron por pedirle que se tranquilizara, y en el caso de que no le fuese posible, que se fuera inmediatamente. Pero, este, seguía insistiendo con su verborrea y sus gestos soeces y vulgares.

- ¡Esa gente debería desparecer de la faz de la tierra! -y mientras amenazaba con su puño hacía un punto muerto, continuó diciendo- Solamente molestan los muy mugrosos, en cuanto se larguen este país será tan grande como Alemania donde no hay mendigos en las calles porque esta prohibido pedir dinero sin ofrecer servicio a cambio.

- Bueno, yo creo que estás exagerando… -le contestaba su compañero intentando hacerle entrar en razón, pero este era interrumpido constantemente por aquel otro que se sentía tan ofendido-

- Claro, claro… ¡Eso es lo que nos quieren hacer creer! -decía mientras gesticulaba como si le estuviera dando un ataque de nervios en ese mismo momento- Ojalá nos dejasen en paz, me molesta tan sólo el hecho de verlos andando por aquí con esas pintas y sin trabajar ¡Imagínese! Seguro que esa maldita mujer se gasta el dinero en bebida o en drogas mientras sus hijos se están muriendo de hambre ¡Debería darles vergüenza el respirar!

Apareciendo el jefe por la puerta postrera con cara de furia y su traje recién planchado, comenzó a decir a gritos con dos venas azules en el cuello hinchadas:

- ¡Ya está bien! Usted cállese, y Matías, mira a ver lo que quiere esa señora y haz que se vaya, por favor.

Levantándose quiso responderle que en ese momento no podía, puesto que estaba redactando un informe que era muy importante -en asuntos administrativos, se entiende-, pero se marchó tan rápido que no le quedo otra que cumplir la imperiosa orden. Cabizbajo recorrió los estrechos pasillos de su oficina, toda ella repleta de ordenadores y de personas que tecleaban como si les fuese la vida en ello. Se dio cuenta de que al pasar todo el mundo le dirigía una extraña mirada cargada de perplejidad, que él no entendía. Así que volvió a mirar al suelo repleto de baldosas blanquecinas, que contenían dibujos y símbolos a imitación de las pintadas de los egipcios siendo un tanto mas cutres y de interpretación forzosa. Abrió, pues, la puerta principal de la empresa constituida por dos grandes y espaciosas cristaleras que reflejaban el pequeño jardín que había en el exterior. Parecía que no había nadie, mas volviéndose a un lado, acudió una señora entrada en años vestida con unos mantos remendados que tenía sobre su enflaquecido cuerpo. Tenía unos enormes ojos negros brillantes a la par de bondadosos, que dejaban escapar unas lágrimas que le recorrían ambas mejillas.

- Deme algo de comer para alimentar a mis dos hijas. Se lo suplico, lo necesito para mantener a mi desgraciada familia- le dijo la señora

- En todo caso podría darle unas monedillas que tengo por aquí sueltas- le iba diciendo Matías mientras buscaba las palabras adecuadas- porque no llevo otra cosa a mano

- Monedas no. Dame algo para comer, por favor se lo pido que tengo dos criaturas que tienen hambre- volvió a decir la señora poniéndose de rodillas y haciendo muecas para hacer ver que estaba dispuesta a besarle los pies si era necesario

- Esta bien. Compraré algunos bocadillos, mientras, espéreme aquí

Y Matías salió en volandas de camino hacía los bocadillos. Debido a que dentro de la misma oficina había una cafetería, el cogerlos y pagarlos después no le supuso ningún esfuerzo. Pero, en cuanto estuvo de vuelta, la mujer ya no estaba allí. Pudo apreciar a la distancia que se la estaba llevando un agente de policía, probablemente llamado por su jefe al ver que no se iba. Corriendo en dirección a la señora y al policía los detuvo, y le dio los bocadillos prometidos. También le pidió al agente con educación que la dejase en paz, que tan sólo estaba pidiendo para alimentar a su familia. Este, estallando en cólera le dijo:

- ¿Quién es usted para darme ordenes a mí? ¡Métase en sus asuntos! Yo soy la ley. - decía airado empujando a la señora, pero Matías insistió y le iba contestando

- ¿Que quién soy? Pues un hombre como otro cualquiera que ha acudido a socorrer a esa señora, a pesar de las ordenes de mi jefe de que la echase. Y como aquello me pareció inmoral decidí intentar ayudarla para que al menos su familia comiese algo. Solamente conozco de una ley, y esta es la que busca la justicia que nos es permitida a los hombres

Pero al cabo, el policía le interrumpió en tanto que forcejeaba a la señora para que se marchase. Esta no cesaba de llorar y de pedir a Dios que la sacase de una situación tan horrible propia de un infierno en tierra

- ¡Déjese de sermones! Esto es propiedad privada, y aquí manda el que lleve el arma- acabó diciendo mientras otro agente que Matías no había visto le cogió por la espalda, separándole así de su compañero

Cada una de las personas que integraban la disputa se fueron separando las unas de las otras por la fuerza de quienes se creían en el derecho de dirigir las vidas humanas a su capricho sin ápice de piedad ni de compasión hacía sus prójimos. La cantidad ingente de lágrimas que propagaba la señora caían al asfalto, y lo humedecía de tal manera que parecía que llovía -y en efecto, llovía con insistencia en esta tierra donde se cometían ese tipo de injusticias-, mientras tanto Matías gritaba en la distancia a la señora que no se preocupase, y que le deseaba suerte en su búsqueda de comida para alimentar a sus dos niñas. Los policías con sus fuertes brazos, lograron separar a ambos, quitándose de encima a una señora que no había cometido delito alguno y a un hombre común que tan sólo quería aliviar la suerte de un semejante momentáneamente.

El resto del día transcurrió para Matías sin altercados, como de costumbre. En su interior alimentaba la sensación del sentirse culpable. Era verdad que él hizo bien en compadecerse de aquella mujer y darle lo que podía, pero aún así, advertía que podría haber hecho más. Es decir, le quedaba un ápice de mala conciencia porque podría haberse enfrentado a ambos agentes para que dejasen en paz a la empobrecida mujer. Pensó, entonces, que quizás él también era parte del problema de la maldad que se difundía en el mundo. Si no actuaba, limitándose a ser pasivo con leves esbozos de bondad, no resultaba suficiente para procurar hacer el bien de cara a los más desfavorecidos como fue aquel caso. Este pensamiento le invadía usualmente cuando daba limosnas a los pobres aún cuando no ocurriera un desastre de tal calibre como en esa ocasión. Por un lado, tenía la certeza de que era buena su acción, pero por otro, si incidía en esta afirmación interior podía vislumbrar todavía una falta de luz.

Cuando volvía de su trabajo, se dedico a dar sumas vueltas en su cabeza sobre qué haría en vistas a su porvenir. Es decir; ¿Seguiría contribuyendo en una marcha hacía el abismo el resto de su vida? ¿Estaría dispuesto a dar un sentido a su existencia? ¿Qué hacer a partir de ahora entonces? ¿Resurgiría y cambiaría con ello el rumbo? Todas estas cuestiones y muchas más le recorrían en su mente durante su vuelta a casa, llegando a preguntarse hasta qué punto estaría dispuesto a llegar. Lo que tenía claro es que no podía seguir así, envuelto en una rutina que no le añadía nuevas motivaciones ni respondía a un por qué concreto que le llevará mas allá de las expectativas de los hombres comunes. El problema básicamente residía en que las preguntas eran demasiadas, y la respuesta a todas ellas, se encontraba cubierta por una neblina que no tenía el valor de dispersar. Para él estaba claro que no podía continuar así, pero tampoco era capaz de darle imagen a la posible salida.

 Entretanto ya llegó a su casa, y como su madre estaba agotada y ya no podía abarcar más trabajos caseros, pensó que podría ayudarla limpiando algunos muebles que ya tenían acumulado alguna polvareda que se posaba en su superficie. Mientras realizaba estas tareas, sintió un extrañó dolor de estomago que le obligó a detenerse unas cuantas veces. En una de estas, pasó su mano sobre la barrica con una mueca de incertidumbre y su mirada se quedó clavada en la pared. Después, recorrió esta mirada por toda la estancia, que en esta ocasión era casualmente su habitación, mantenía la mirada perdida como buscando algo que no encontraba. Necesitaba una esperanza. “Y encima este dolor...”-pensaba. Comenzó a angustiarle este inusitado dolor que se clavaba en el estomago, más se mantuvo erguido en una posición concreta, esperando algo que no llegaba.

De repente, se escuchó el timbre. Y debido a que su madre no estaba de ánimo para visitas, no le quedó otra que acudir él mismo a prestar atención a la inesperada visita. Bajó la escalera en forma de caracol, y cuando se hubo hallado ante la puerta hizo girar la llave de la puerta principal dos veces hasta que se abrió. Recorrió con lentos pasos el camino correspondiente de la puerta principal de la casa hasta la de la salida mientras el timbre sonaba insistentemente, sin cesar en su ferocidad e impertinencia. Cuando ya se hallaba dando vueltas a la otra llave, le cayeron dos pequeñas gotas de sudor provenientes de su arrugada frente, probablemente debido al calor que se mezclaba con el dolor de estomago que insistía al igual que el sonido del timbre en su llamada carente de objeto preciso.

Y, entonces, sorpresa. Cuando abrió la última puerta, frente a él estaba un dulce dolor. Se trataba de su antigua pareja, que venía a reclamarle ciertas prendas que aquella se había dejado en su casa.  El rostro de Matías no podía ser más paradigmático; por una parte, se encontraba feliz al volver a verla, mas por otra, le acosaba la tristeza tras recordar los últimos funestos  momentos que pasó junto a ella. Él se imaginaba que era el amor de su vida. Al principió de su relación todo marchaba en plena profusión amorosa, pero con el tiempo está se fue enturbiando, tomando así matices grises. Lo que era claro, se volvió oscuro, y así, los buenos tiempos se tornaron taciturnos. Pero Matías, a pesar de todo, en modo alguno era capaz de olvidarla. Ya había pasado tiempo, era cierto, mas en vano. Era insuficiente y no conseguiría jamás olvidar aquel fuego apasionado del principio, y posteriormente el ambiente templado de un amor placentero no tanto carnalmente como al comienzo, pero sí sin duda sumamente espiritual. Sin duda, él seguía amándola como desde la primera vez, e incluso, aún mas debido a que ya no se trataba de mero impulso corporal, sino que gracias a la experiencia, ya se trataba de un sentimiento puro y elevado.

A pesar de que guardaba en sí gratos recuerdos, tampoco podía dejar atrás lo que ocurrió en su culmen. En resumidas cuentas, ella se cansó de él. Parecía que no soportaba el cáliz apacible, y como las llamas dieron paso a una calidez tranquila, ella acabó por sentirse en un sueño que le relajaba al cabo, pero que no lograba estimularla como al principio. Ella ansiaba al joven lascivo que hacía el amor con pasión, no quería al hombre calmado que se conformaba con las conversaciones y los abrazos durante la nevada. Así, que, antes de dejarle definitivamente, comenzó a incomodarle y a increparle para lograr que fuese él quién cortase con ella. Y, sin conseguirlo, al final terminó por inventarse la usual escusa de que ya no era el de antes, dejándole para siempre atrás.

Y después de todo lo ocurrido, allí estaba ella de nuevo con su negra melena al viento y sus pequeños ojos pardos. Ya no era la de antes, ahora era fría y se mostraba impertérrita a todo lo que atañese a los sentimientos. Matías, con su mirar inquieto y que comenzaba a enhumedecerse, no logró encontrar palabras a las súplicas de ella acerca de que le dejase entrar para recoger sus cosas. Ello significaba, de que si ella recogía los elementos personales que allí había dejado, ya no quedaría nada de lo que fue su amor. Ya no tendría nada a lo que agarrarse, para engañarse a sí mismo, y pensar que quizás ella volvería arrepentida a sus brazos siempre abiertos para acoger su cuerpo estremecido. Como veía que Matías nada decía, volvió a sus ruegos, y estos decían algo así:

- Por favor, Matías, no quiero volver a discutir contigo. -decía Marta (que así se llamaba ella) con una expresión en su rostro que connotaba indiferencia- Lo único que quiero es recoger las cosas que se me olvidaron y dejarlo todo zanjado. No quiero líos, tan sólo que recupere lo que es mío

Matías, sin saber qué decir ni a qué atenerse, al final accedió a dejarla pasar con un gesto de afirmación, inclinando su rostro de arriba a abajo y susurrando un casi imperceptible “sí”. En tanto que ella entraba y cogía lo que olvidó en un tiempo pretérito, el se mantuvo en la entrada para no contemplar con sus propios ojos las idas y venidas en una casa donde habitaron juntos. Por un momento se le pasó por la cabeza el entrar para decirla que jamás la olvidaría, que siempre la querría y que estaba dispuesto a perdonarlo todo, lo que fuera con tal de que ella volviese a su vida y comenzasen lo que parecía haberse quedado quebrado. Pero no fue capaz, no pudo. Y ese leve momento de coraje que duró dos segundos terminó por ser atravesado por una larga espada que de su estomago a su espalda le recorrió cuando ella dijo lo que serían sus últimas palabras. Exactamente las mismas que aquella última vez en la estación de tren, cuando ya no la volvería a ver.

- Adiós, Matías. Gracias por todo.

Se fue de nuevo de sus manos, ya si que definitivamente. Mientras marchaba, quiso guardar en su memoria aquellos últimos pasos, y aquella espalda algo corvada, que según él recordaba tenía algunos vellos negros que perecían al entrar en su cintura. Es verdad que no era una mujer de la que un hombre se enamoraría nada más verla, pero para él suponía un ideal que se marchitaba, al igual que las frescas rosas que nacían en primavera para morir una vez que el calor empieza a apretar más de lo que ellas pudiesen soportar. Así, también, toda la ilusión que puso en los asuntos del amor se desvanecía cual hojas otoñales que eran arrastradas por el viento sin preguntar al árbol que les servía de sustento, si este estaría dispuesto a dejarlas marchar.

Cuando ya amanecía, al otro día, Matías sintiéndose apesadumbrado por lo ocurrido en la anterior jornada, estaba decidido a cambiar su vida. Durante la noche mostró serias dudas, no estaba del todo seguro. Pero una vez que el fulgor del sol volvía a recorrer su habitación como ocurría todos los días, se sintió dispuesto a dejar aquel desdichado trabajo, que lejos de llevarle a nuevas sendas, le alejaba de sí mismo. Ya no seguiría siendo el mismo, y a su vez -por paradójico que pudiera resultarle a alguno-, llegaría precisamente al núcleo de lo que constituía su persona. Sin arrepentimiento, sin temor, se encauzaba a una salida que no sabía hacía donde le dirigiría, mas una sensación interior le auguraba que sería un mejor puerto del que hasta ahora había embarcado arrastrándose por una corriente que no nacía de su alma, sino del vocerío ajeno que nada tenía que ver con su asunto interno. Necesitaba esa nueva sacudida, un gran empujón que le llevaría allí donde el miedo desaparecería para dar entrada a la salvación, la redención de sus antiguos errores.

Otra vez el mismo camino, el trafico mañanero y aquel estúpido deber impuesto por gentes que jamás hemos llegado a conocer. “Si, estoy decidido. Esto no puede seguir así. No sé exactamente lo qué hacer, pero lo que tengo seguro es que así no puede uno seguir en este putrefacto mundo”-iba pensando Matías con las manos puestas sobre el volante que le conducía a un lugar donde sabría que no volvería por nada del mundo. Pero entonces, volvieron los mismos dolores del día anterior que le revolvían el estomago. Tuvo ganas de parar el coche, e incluso, de dar media vuelta y olvidarlo todo. Ya era demasiado tarde, estaba más cerca del trabajo que del querido hogar, llegado a ese punto no tenía que desistir, estaba dispuesto a continuar animado por una fuerza interior.

Ya en la oficina de nuevo, se encaminó directamente hasta el despacho del jefe. Era tan temprano que no había llegado todavía, así que optó por quedarse esperando en la puerta en posición firme como si estuviese dispuesto a entrar a la guerra. Y en tal caso, ¿Que arma usaría para abatir a sus enemigos? Lo tenía claro, se proveería de su corazón, lo único que da fuerzas a los hombres para lograr derrocar a cualquier mal que nos sea impuesto. “El corazón, el corazón…-decía muy bajito entre sí Matías- El amor a los hombres, y la compasión hacía los débiles y empobrecidos es lo que nos hace grandes. No se trata de ser superior ni maestro, sino humilde y servidor. Sí, si… El corazón, el corazón… -continuaba y canturreaba- El amor, el amor…Nos salvará, y nos llevará al Reino de los Cielos. El corazón que encamina al amor. Sí, si… El corazón, el corazón”- repetía con cierto nerviosismo al notar la llegada de su jefe, como siempre, tarde.

Mientras tanto, ya aparecía su jefe con su peinado teñido de rubio y elegante en el umbral en dirección a la puerta que daba entrada a su despacho. Con su traje suavemente planchado y su rostro severo se diría al despacho que usualmente durante la jornada laboral frecuentaba, y donde perdía el tiempo, puesto que no hacía nada en tanto que el resto de sus empleados trabajaba para él. Le resultó extraño ver a Matías cargado de sudores fríos frente a la puerta, y empujándole con levedad con su mano derecha le invitó a entrar. Así, pues, se sentaron ambos. El jefe se colocaba su corbata nueva que resultaba ser una rara combinación de azul marino y rojo vino, y daba pequeños saltos para acomodarse en su sillón de cuero. Matías, mientras transcurría esta operación que daba al clima un tenue aire de gravedad, se rascaba la sien izquierda y mantenía las piernas entrecruzadas siguiendo un ritmo aleatorio con los pies, mientras que el contrario se dejaba balancear por los empujoncitos del pie bailarín.

- Y, bueno, ¿Que desea?- comenzó a decir el jefe enarcando las cejas y alargando las palabras para parecer interesante

- Quiero dejar ahora mismo este puesto, y que se me dé el dinero de despedida ahora mismo. No tengo tiempo que perder- le contestó Matías con un tono severo y franco poniendo ambas manos, la una apoyada sobre la otra, en la mesa

- ¿Está seguro de lo que dice?- respondió el jefe moviendo la cabeza en señal de desaprobación- Quizás sea un arrebato suyo, propio de un hombre como es su caso de extremada sensibilidad. Le insto a que lo reconsidere. Por mi parte, haré como si nada de lo que ha pasado hubiese ocurrido.

- Estoy seguro. Quiero abandonar este trabajo.

- ¡Venga ya! ¿Y de qué va a vivir?- decía con una irónica sonrisa

- No lo sé, pero le aseguro que lo que se dice vivir lo seguiré haciendo.

- ¿Y qué va a hacer? ¿Acabar como aquella mujer que pedía en la entrada? Por favor, céntrese y olvide las supersticiones.

- Prefiero acabar como esa mujer que dice a ser uno de tantos como es su caso. Si sigo por este camino moriré de pena, y me niego a que así sea. Deseo hacer algo con mi vida todavía que tengo tiempo. El terminar como alguien como usted, me repugna en lo mas íntimo de mi persona. No tiene sentido dirigirse hacía un barranco aunque todos le digan a uno que es el camino correcto, y que, como todos tarde o temprano han de recorrerlo lo suyo es seguir el atajo de la costumbre. Vivimos como animales enclaustrados. No, peor aún. Parecemos bestias atrapadas en las rendijas de las aceras, en las que cuando llueve, toda la porquería se adentra en lo más oscuro. Ansío la luz, no las tinieblas en las que ahora me encuentro. Y como precisamente tengo la oportunidad de cambiar las cosas, ¿Cuándo será el mejor momento si no lo es ahora? Así que se acabó, yo me voy de las sombras para dirigirme hacía la iluminación dotada por el sol.

El jefe, no entendiendo nada de lo que Matías decía, además de gravemente ofendido porque un empleado tuviese la determinación de dejar su trabajo, sin ser él quién optase por despedirlo, accedió resignado a sus ruegos. Tomándole por loco, decidió darle un fajo de billetes que tenía en mano, como si tales papeles resultasen su finiquito, y como Matías tenía prisa por salir de aquella cárcel lo cogió nada mas este ponerlo sobre la mesa. Y sin contarlo, salió despavorido atravesando los pasillos que comunicaban entre unos y otros con distintos departamentos. Las luces fluorescentes y sus tonos fríos impactaban en el rostro de nuestro protagonista, y esta vez, a este sin importarle, halló la gran puerta de doble apertura y encontró la salida de aquel suplicio. Por fin, la libertad.

Recorría calle tras calle con premura, sin dirección premeditada alguna, y a cada paso lanzaba los billetes al aire a cada pobre que se encontraba. Se sentía bien dándoselo todo a los demás sin querer percibir nada a cambio, simplemente por aquella sensación de regocijo que uno siente cuando presta su ayuda desinteresadamente, tan sólo por hacer el bien. Llegó un momento, en el que ya cuando sus bolsillos y su cartera estaban despejadas de dinero, comenzó a dar a cuanta alma cándida andaba suelta su maletín, su chaqueta, sus inseres, cuanto objeto pensaba innecesario, excepto para aquellos que verdaderamente lo necesitaran. Una vez que se había despojado de todo lo material y que no añadía nada especial en su vida, dio la vuelta, volviendo a recorrer lo que ya había andando recibiendo una oleada de sonrisas y de agradecimiento. Él, se limitó a corresponderlas sin dar en ningún momento alarde de magnificencia, tan sólo estrechaba sus manos y los abrazaba alumbrado por la bondad y la misericordia hacía los demás, ejerciendo así la verdadera misión de todo hombre en esta vida.

Días después, le llegó a Matías mediante murmuros ajenos la noticia de que su amigo Emilio se encontraba en el hospital debido a unas complicaciones gástricas. Decidió entonces visitarle, pues según decían su asunto no pintaba del todo bien. Aunque, para decir la verdad, él tampoco lo estaba. Sentía extrañas pinzadas en su estomago acompañadas de mareos repentinos. Además, hacía poco, que, incluso, llegó a desmayarse en una comida familiar. Su madre estaba particularmente asustada, pero como despertó al poco tiempo, Matías insistió en que no era necesario que acudiese a urgencias. “Son cosas que pasan”- solía responder a quién le preguntaba sobre aquel acontecimiento, probablemente en razón de quitarle hierro a pesar de que cada día se encontraba peor. “¿Y por qué no vas al médico?”- le reiteraba constantemente su madre, más por cabezonería no estaba dispuesto a ir.

En lo referente a Emilio, así lo hizo. Pasó por el recibidor del gran hospital situado en lo más céntrico de la capital, y preguntó a una secretaria de rizos dorados y con unos ojos verdosos que atrapaban a cualquiera dónde estaba su amigo. Esta le indico con su pálida mano los pasillos y puertas que debía atravesar, Matías le dio las gracias y siguió su camino. En tanto que se dirigía allí, podía ver mediante las puertas entornadas ciertas personas muy enfermas que agonizaban y se retorcían por el dolor en sus camastros, ello le produjo una sensación que no se resolvía en mero malestar, iba más allá. Mientras los miraba, además de compasión, pudo verse a sí mismo cual predicción. Sin embargo, lo negó con la cabeza, procuro no indagar más, y en cuanto menos lo pensó ya estaba ante la habitación de su buen amigo.

Al fijarse en su rostro, lo percibió notablemente cambiado y sus manos se estremecieron cerrándose en forma de puño. Su amigo, en cambio, palideció al notar su reacción. Porque, si bien es cierto, que él ya se sentía muerto en vida, cuando esta idea era confirmada por otra persona, sus temores aumentaban. Emilio, tenía unas ojeras ingentes de no haber dormido durante largas noches, y sus labios, se habían quedado morados debido a una extraña razón. Aunque, para ser sinceros, Matías tampoco estaba mucho mejor respecto a su aspecto pese a que lo negase en su fuero interno, pero, al menos, se mantenía en pie. Ambos, tras el intercambio de miradas y de impresiones sin mediar palabra, se saludaron fingiendo que no pasaba nada. Tras los tópicos dados en las conversaciones amistosas, enmudecieron y se hizo un silencio bochornoso hasta que lo rompieron.

- Verás... Matías… - decía Emilio alargando las palabras como si le costase el mero hecho de pronunciarlas- Creo que me queda poco… Me gustaría despedirme, y pedirte que ya no vuelvas más por aquí. No quiero que me veas empeorar aún más… He notado tu mirada al entrar, me lo ha dicho todo, confirmándome lo que ya sabía. Te agradezco estos años, aunque, en verdad, tú tampoco tienes pinta de estar muy bien.

- No, no te preocupes. Estoy fenomenal- le contestaba Matías mintiéndose a sí mismo, y quitando importancia al asunto moviendo sus manos a ambos lados como si se abanicase- Si así lo deseas, no volveré a venir por aquí. Pero, antes, querría decirte que he decidido cambiar mi vida. Quiero dedicarme en espíritu a propósitos nobles, no pienso seguir siendo el que era en otros tiempos. La muerte sería mejor que eso.

Al rato, ambos mantuvieron una acalorada conversación intercambiando impresiones en lo que atañe al “giro espiritual” de Matías. Después, rememoraron momentos que pasaron juntos desde la infancia a la adolescencia culminando en la madurez. Hubo risas, lloros, insultos, reproches, concesiones… Todo un bagaje de sensaciones entre dos personas, que tan sólo reconocerán aquellos que compartan recuerdos comunes. Y, curiosamente, a pesar de la enfermedad, se sintieron a gusto, confortados en su mutua compañía. Al final, no quedó otra que dar paso a la temida despedida. Esta, sin embargo, fue bien acogida. Se dieron un amistoso abrazo, y en la medida que se alejaban, los dos inclinaron la cabeza en señal de adiós como si lo hubieran ensayado. Se cerró la puerta por el viento que salía de la ventana abierta, y su movimiento sonó estridente -seguramente le faltaba algo de aceite-, y aquella fue la última vez que se vieron.

Para borrarse de la mente aquella imagen enfermiza de su amigo, e incluso, la suya propia cuando se veía reflejado, decidió ir a una librería para colmar los ánimos. Era una de aquellas librerías donde se vendía libros viejos descatalogados y de segunda mano que se encontraba un tanto apartada del núcleo urbano. No había nada que le relajase más que el pasar sus dedos entre libros antiguos, y sobre todo, abrir sus páginas amarillentas y olerlos, pensando así en lo que le quedaría por leer, y por tanto, también de vida. Así entonces hizo, y sin quererlo ni comerlo ya estaba frente a la misma. Empujó la puerta de la entrada incorporándose en el interior. Sin duda, volvió a sentirse inmerso en un universo repleto de libros que le hacía sentir feliz como solía cuando allí acudía.

Con la acostumbrada curiosidad se dispuso a hojear unos y otros, buscando con expectación algún libro que le pareciese interesante que estuviera en oferta, entre los que se hallaban rebajados a un euro, o a menos. Como los que estaban en la primera fila sobre un estante de madera no le convencían del todo, se pasó directamente a la parte trasera de la tienda, en donde estaban algunas rarezas, que obviamente, eran un tanto más caras de lo usual, ya que estaban dedicadas a coleccionistas y especialistas. Mientras sostenía un pequeño volumen que contenía algunos cuentos rusos, divisó a su lado dos mujeres que le eran conocidas, pero de las que no lograba acordarse. Una de ellas, le dirigió la mirada y le reconoció al momento. Así, que, avisando a la otra le sorprendieron repentinamente cuando iba a cobrar sus libros. Le acogieron con una gran sonrisa y le abrazaron con ternura. Él, al tomar contacto, ya pudo reconocerlas, puesto que hasta entonces había en su mirar cierta neblina que no le permitía reconocer elementos que estuviesen dispuestos en la lejanía.

Al darse repentinos besos, hablaron acerca del tiempo que no se habían visto y de lo contentos que estaban de volver a encontrarse. Hubo un momento en que sus palabras dejaron de sonar, tan sólo podía ver el moverse de sus rojos labios y su lustre tan sensual. Alimentando, así, en Matías un deseo que le parecía impuro de gozarlas como jamás había sentido por otra mujer desde que su pareja se fue de casa. Pero, no obstante, esta sensación un tanto lasciva empezó a desvanecerse puesto que la visión comenzaba a fallarle completamente. Lo que veía ante él comenzó a desformarse, excepto aquellos labios con esos dientes tan blancos y bien formados. De repente, sintió una mordedura en el estomago que le recorrió en todo su cuerpo hasta llegar a su pecho donde se le quedó profundizando en su dolor. Ya no sabía siquiera si existía, solamente sentía que se hundía en lo profundo del mar hasta que ya nada podía verse en la oscuridad. Por un instante logró sentirse aliviado, pues había desaparecido el dolor, y la calma se adueñó de su alma “Ya me siento bien”-pudo pensar. Cerró los ojos y se desplomó.


lunes, 12 de agosto de 2019

Meditaciones en soledad


Eran las tinieblas en el mundo exterior, nada podía verse, pues los ojos estaban sellados por los parpados. Un cuerpo se zarandeaba entre las sábanas, que advertía un incendio repleto de llamas, ardía ya por osadía, ya porque no le quedaba otra cosa que hacer. No obstante, algo acudía en el interior que refulgía, parpadeando incesantemente, una llamada que no quería ser del todo recibida. Todo era oscuridad, mas si uno animado por la curiosidad más impertinente, se atrevía a indagar en las oscuridades cual túnel sin fondo, podía encontrar un ánimo alegre que soñaba. Había vida allí donde parecían habitar las sombras, incluso, en la ciénaga más inmunda que cabría imaginarse, quedaban resquicios donde podría renacer lo inusitado.

Así, pues, como íbamos diciendo, algo que no podríamos sospechar con la mirada exterior resplandecía. Mientras tanto, la estancia se encontraba bañada por una luz artificial, fría, que ocupada prácticamente la totalidad de los espacios sucesivos. Estos acontecimientos externos son meros añadidos, acontecimientos insustanciales que arrecían nuestras expectativas, y de los cuales, nuestras sospechas procuran advertir que algo grande procurará acudir en cuanto menos lo esperemos. Nos hacemos los sorprendidos cuando ocurren tales momentos, aunque en verdad, todo sucede tal cual lo esperábamos en un principio, mas aún así, nos complacemos y disfrutamos con la espera.

Lo que ocurría en el interior, quizás sea complejo a la hora de expresarlo con palabras, pero lo intentaré en estos escasos renglones. Estaba soñando, aparecían diversas imágenes animadas por el impulso volitivo, algunas de ellas carecían de un sentido especifico o racional, otras, si que contenían un significado.  Estas últimas tenían un contenido relacionado con los recuerdos, y aunque algunos de ellos eran inventados -pues jamás ocurren cosas tan insólitas en la vida real- si que entendían de un hilo; algunas de estas cosas pasaron tal y como eran en su transparencia, y otras, estaban modificadas exagerando sus rasgos. Aquel era un ámbito extraño, que a su vez, resultaba complaciente, un descanso que comprendía de ascensiones hacía cielos fingidos y de caídas en torno a abismos profundísimos. En fin, este es el espacio reservado a todo lo relacionado con lo onírico, por eso su explicación resulta tan difusa y abstracta para quién lo escribe y todavía más para quién lo lee.

Quizás una de estas imágenes podría ser permanecer en los regazos de una mujer, que con sus rellenos brazos sostenían a este pobre hombre caído en pecado. Este, en la medida que agarraba la gran multitud de las mantas que le rodeaban, pensaba en la suciedad que le corrompía, no era merecedor de nada de lo que tenía, él lo sabía, y en su fuero interno se arrepentía. Caían sus lágrimas en los pechos de la mujer, y cosa rara para la mayoría de los hombres, no contenía en su corazón deseo alguno impuro, simplemente la abrazaba expulsando los demonios que en él habitaron durante tantos años. Ella le sonreía, sentía compasión por aquel desgraciado, y además, le amaba. Le quería como se quieren a los niños, aquellos que cometen una trastada y se dirigen hacía sus madres dando rienda suelta a sus sollozos. En esta ocasión, a ella,  no le invadía la sospecha de confundirse con su madre, pero tampoco podía negar que reservaba en su interior ciertas afecciones maternales. Mientras él seguía gimiendo de tristeza, ella le implantó un casto beso en los labios, un inocente roce del espíritu que le limpiaba de todo pecado. El mal había desaparecido, pronto debía comenzar el tiempo del bien, la verdad y la misericordia.


Aquel descanso en apariencia perpetuo, entiende de un comienzo y de un final, por ello en cuanto la luz se hizo, la vida comenzó de nuevo. Yo me desperté y supe que era aquel hombre. Añoré los regazos de aquella mujer celestial, que como un ángel cuidaba de mi alma infantil. Obviamente yo ya no soy un niño, pero me gustaría guardar esa cierta inocencia y confundirla con la bondad, bautizarme con aquella pureza nacida con la promesa de la luz.

Me levanté de la cama, y acto seguido, clavé mi mirada en la ventana. El tiempo era próspero, el viento fresco y el fulgor de la luz cálido. Hice los rituales habituales, la ordinaria rutina trascurría con placidez y con la lentitud acostumbrada. Un sosiego campaba a sus anchas, y yo, lo sostenía con el límite de los dedos. Esta soledad mía me resulta una bendición, la cura que todo espíritu necesita para eliminar la maldad que se forja en lo que unos señores con traje, bien vestidos, indicen en llamar “la civilización” con un tono tan arrogante como imperioso, a la par que orgulloso. Desprecio todo ese decoro impostado, lo rechazo por resultarme una naturaleza contraria a la mía “¡Ojalá me dejen en paz con sus tonterías!”- me digo a mí mismo cuando el recuerdo de gran parte de la gente que he conocido acude a mi memoria para acuchillarla con el sutil filo de los reproches ajenos.

 Como hace un día espléndido para dar un paseo, decido obedecer a tal piadoso deseo y voy caminando, disfrutando con cada uno de los pasos dados. Miró a mi al rededor y redescubro lo que ya miré en otro tiempo bajo distintos ojos, que aunque ya entonces eran los míos, no sabían mirar de la manera que hoy día lo hago. Los árboles que dejan caer diversas bellotas me traen fragancias de la infancia, y, las carreteras despejadas de coches me producen calma y la esperanza de un nuevo resurgimiento espiritual que se alimenta en mi interior cada vez que me dirijo al campo descubierto, con la ausencia correspondiente en lo que se refiere a las personas. Necesito hablar conmigo mismo, aconsejarme respecto a lo qué hacer ahora que nadie interrumpe con sus voces el curso de mis pensamientos, que ya afloran cual raíces matutinas.

Pero, de repente, veo ante mí una larga fila de bancos maltrechos de madera. Llevan tantos años aquí, que el tiempo ha hecho con ellos lo suyo. Entonces, acudiéndome cierta somnolencia, recuerdo a todas aquellas personas con las que estuve allí sentado y las conversaciones que mantuve mientras andábamos por estos despejados lares, lo que amé, lo que sufrí, lo que otros tuvieron que soportar de mí… Y en verdad, me arrepiento de tantas cosas, que el sólo rememorarlas produce en el interior la nostalgia de lo que se le fue y ya no es, a lo que se le suma, la impotencia e imposibilidad de volver a traer de regreso lo que ya posa en lo pretérito. Ya se sabe, el discurso acostumbrado de lo inevitable del transcurso del tiempo, que nos impide cualesquiera retroceso y reparación del daño causado. Así somos, tan contradictorios, siempre posicionados entre dos extremos que jamás convergen, y en cuya separación reside el sentido del vivir.

“Vamos a ver, ¿Qué me hago de mi mismo? ¿Quién diablos soy? ¿Y por qué estoy aquí plantado como si nada después de todo lo que me ha pasado hasta llegar al tiempo presente? ¿Soy un ángel caído? ¿Una bestia descarrilada que necesita ayuda? ¿Y de dónde podría venir aquella ayuda? ¿A caso existe alguien que pueda socorrerme?” - tales dudas nacen de mí en los paseos que suelo darme durante el atardecer, cuando el cielo resulta más hermoso y los pensamientos más pesados. Tanto que se me caen del alma, y causan tal dolor y estruendo que mi espíritu se tambalea, y llega a contraerse debido a las penas.

No hemos de olvidar, que pese a este sufrimiento -y quizás precisamente por el-, hay una posibilidad de redención, de una salvación que nos transforme y nos libere espiritualmente. Pues en el interior de todo hombre se encuentra el consuelo, pero ocurre que no solemos advertirlo por las distracciones y tentaciones que nos acosan de este mundo. Nos abochornan con palabras, nos confunden con sentencias, nos turban con sus pasos, nos obligan a ser quienes realmente no somos con sus obligaciones, sus leyes, sus costumbres para burros, sus dictámenes autoritarios… ¿Y nosotros qué hacemos? Nos limitamos a escuchar y contraemos nuestros rostros por tanto dolor, lloramos a solas y nadie parece dispuesto a atendernos cuando precisamente nos mostramos más humanos. Esperamos una llamada que nunca llega, la señal definitiva que nos redima, y después, todo en vano… La rueda que gira y gira de siempre, nosotros la recorremos como ratones que persiguen un ideal en forma de queso, y en nuestras incertidumbres, no lo atrapamos a pesar del esfuerzo. 

El fruto está ya caduco, a no ser que busquemos otra vía mediante la cual atraparlo, sostenerlo con nuestras enflaquecidas manos y llevárnoslo a la boca para saborearlo castamente. La cura se encuentra mucho más cercana de lo que pensamos, tanto que esta se haya en nosotros mismos. Hemos de comenzar desde dentro, y de ahí al mundo entero. Sí, es verdad, este es impío e injusto, pero aún existe lugar para el bien. Quiero decir, que todavía hay un hueco que todavía no se ha emponzoñado, si nosotros insistimos podemos plegarlo de bondad. Y que no os engañen, Dios no se encuentra en templos, cercado por muros que impiden un verdadero contacto con lo divino, oscurecido con interpretaciones oficiales impuestas por gente a la que no conocemos. Dios se halla allí donde habita la libertad, en campos abiertos como ahora los recuerdo, donde la verdad es un suspiro, una ráfaga de viento que nos purifica. Si se quiere orar como se debe, que no sea frente a una pared, en edificios extraños, mucho mejor es en las entrañas de la naturaleza cuando los pájaros cantan y la totalidad de los seres vivos se muestran unidos en armonía.

En lo que a mí respecta, solamente me queda por dar amor, encontrar a Dios por mí y desde mí mismo en el interior, allí donde las profundidades pueden ser iluminadas. Afirmar, decir sí  y estar dispuesto. Negar al miedo, procurar vivir conforme a Dios, pero no porque me lo impongan como una necesidad desde arriba, sino por la salvación de todos. Necesito alejar todo mal, buscar el bien en cada hecho. Hacer de la fe un obrar. Quiero, en fin, vivir y morir como un hombre cualquiera en esta tierra, y aunque se busque también la eterna, queda el soñar con que el paraíso sea tan similar a estos  beatíficos prados, que apenas se pueda percibir la diferencia. Abrir, cerrar los ojos, marchar y regresar al amado hogar. Ser recibido allí, y después de tantas luchas, descansar. Pues en cuanto paremos, los cielos se nos juntarán con la tierra, y todo lo que hayamos hecho y dicho será una fábula que volverá a ser escrita. 

miércoles, 7 de agosto de 2019

Mi fe


A mi modo de ver, la creencia -es decir, la necesidad o la búsqueda de un sentido divino que llegue a formar parte de nuestras vidas- supone el problema, y a su vez, la solución a todo planteamiento donde nos encaminamos. Quiero decir, que en el fondo, todos nuestros esfuerzos -y los que se han dado a lo largo de la historia del pensamiento- van dirigidos a tener una concepción de Dios. Dependerá de muchos factores a la hora de llegar a definirlo de múltiples maneras, pero al cabo, tarde o temprano nuestras inquietudes nos dirigirán a formar nuestra visión de lo Divino, incluso, quienes presumen de carecer de alguna, y se esconden en el cómodo ámbito de la carencia o de la neutralidad fingida, ya sin quererlo a propósito han creado por sí mismos a su Dios. Unos tendrán a su Nada, al Dinero, a la Utopía comunista… Tristes dioses, pero no obstante, dioses de una u otra forma.

En lo que se refiere a la existencia de Dios racionalmente argumentada y demostrada a partir de unos principios causales, cuyo reflejo se contempla en los efectos. y definida a partir de unos atributos negativos, lo considero algo que se da por hecho y que ya han demostrado los teólogos a partir de la razón natural. Sin embargo, ello no me interesa en lo más mínimo, pues aunque satisface a la curiosidad erudita, no así hace latir con más firmeza al corazón. La razón llega y define hasta cuanto puede -y es capaz de ejecutar grandes cosas-, satisface necesidades estrictamente intelectuales, mas no nutre nuestra vida, no nos garantiza un sentido por el cual vivir. Cuando a la creencia se la pretende demostrar con silogismos y cúmulos de razones amontonadas, esta se sonríe levemente, pero en su fuero interno se siente en temporada de seguía, orando a las nubes para que estas se compadezcan, y con su regadío, nazcan las hierbas frescas en la mañana con su rocío acostumbrado.

Yo no me refiero al Dios inventado a partir de formulas y preposiciones, yo me encamino hacia el Dios vivo, aquel que, además de dotarnos de un sentido, nos da ánimo de vivir. Y si este no existe como presumen los arrogantes ateos, mejor sería no existir ¿Qué demonios es aquello de que la vida es un deleite efímero, y después, el vacío? ¿En serio alguien puede seguir caminando por estos lares pensando algo tan monstruoso? No lo creo, o al menos, confío en que así no sea, porque de lo contrario… ¡Pobres de todos nosotros!


Cuando voy paseando por el campo rezo a veces sin querer ni pronunciar palabra alguna sintiendo al diestro viento recorrerme el cuerpo entero, o cuando exploro inusitados lugares con el pensamiento y mi ventana está  justo delante, miro al cielo claro del día que da entrada a una noche estrellada, adornada con sus millares de luceros, y me estremezco. Sueño en tales momentos en que el Dios Padre nos cuida desde sus alturas, y que pese a las apariencias, jamás permitirá que nos quedemos solos, puesto que nuestras lágrimas se acumulan en su pecho, y en su misericordia nos perdona nuestros pecados, como así nosotros hacemos con nuestros hermanos. Inclino mi mirada al suelo, viendo como mis pies avanzan o retroceden según mis andanzas, y cuando los males del mundo corroen la memoria, aparece el rostro del Cristo con su corona de espinas de camino a su sufrimiento, y dándome consuelo me recuerda que todo aquello relacionado con el dolor no es nada nuevo en este horizonte donde convivimos, o al menos, pretendemos hacerlo.

Esa es la fe por la que suspira mi espíritu; la del sermón de la montaña, la de las enseñanzas del Cristo, que no se disuelven en las palabras, sino que se hacen obras. Claro que, en muchas ocasiones, siento un desconsuelo espiritual, y en mi mal pensar me acomete la duda, y me da por temblar en las noches cercadas por nubes. Pero, entonces, recuerdo cual vano es mi desasosiego en comparación con los sufrimientos del Cristo, y pese a que esto no logra mitigar del todo este dolor interno, al menos me alivia momentáneamente hasta que después acuden las lágrimas. Tengo por cierto que el comienzo de la duda supone el puente para la fe, pero no se puede caer en ella permanentemente porque si así fuese ¿Que distinguiría al creyente del incrédulo? Y ante esa pregunta, la verdad es que no sabría que contestar, pues siendo sincero he conocido a lo largo de mi escasa vida creyentes que diciendo serlo no se comportan como tal, y supuestos no creyentes, que negándolo no parecen advertir que con sus acciones son más creyentes que otros tantos. He ahí mi perplejidad, mi confusión, pero también, mi paradójica fe.

Mi creencia -si así quiere decirse- es de índole sentimental, y pretende ser una esperanza lanzada sobre esta vida para sobrepasar los oscuros abismos y dar luz allí donde habitan las tinieblas. En este valle de lágrimas hay multitud de demonios sueltos con apariencia de víctimas, lobos feroces con piel de oveja habitan en estos montes, y por ello hemos andar con tiento e intentar hacer de nuestra fe obras, pues de lo contrario, nada vale el suplicar por Dios, si no se atiende al prójimo y seguimos mirando por nosotros mismos cuales gentiles con falta de moral. El verdadero creyente, a mi parecer, ha de ver fragmentos de Dios lucientes en los rostros de sus hermanos, y sobre todo en los niños, aquellos de los que el Cristo nos advirtió que serían los que entrarían en el reino de los cielos ¿Tendríamos que dejar nuestros bucles intelectuales y volcarnos en procurar recuperar la fe infantil? Yo pienso que por simple, es la que más vale.

El cristiano es aquel que procura con todas sus fuerzas seguir el ejemplo del Cristo, y entre todos los mandamientos que el Hijo del hombre re-formuló del Antiguo Testamento -cambiándolo totalmente- para dar entrada al Nuevo es aquel que sustituye el ojo por ojo, por el de aprender a perdonar las ofensas, y dejar de censurar los pecados ajenos no advirtiendo la viga que se posa sobre nuestra pupila. Y esto es una cosa que muchos han de procurar poner en práctica, donde yo mismo me incluyo. Pero, sobre todo, pienso que el más importante es aquel consejo que Cristo reitera varias veces a sus apóstoles y discípulos, el de amarse los unos a los otros, ya que ¿Qué es la fe sin el amor? La nada, la religión de los impíos y los morbosos que justifican sus vicios en la ausencia de Dios.

Poco me importa que se me acuse de proliferar sentimentalismos, e incluso, de caer en una herejía respecto a la doctrina oficial, puesto que lo que diga cualesquiera listado de reglas formales no tiene influencia en mis decisiones vitales, porque es el Amor lo que da entrada a la piedad y a la caridad, y de ello, se siguen las buenas acciones que se realizan tanto por el bien común como por la salvación personal, pero no es esta última como muchos beatos que me recuerdan a los Fariseos, los Saduceos y los Escribas -que fueron precisamente, contra los que luchó Jesucristo con el ejercicio activo de la veracidad y del rechazo a su falta de autentica fe- que se piensan que la gracia divina es un intercambio comercial. Ya os digo que quienes crean que acudiendo a la Iglesia y pagando los diezmos están salvados, yerran del todo y podría decirse que se comportan como hipócritas respecto a sí mismos aceptando las dádivas de los sacerdotes que han convertido la casa de Dios en aquel festín de mercaderes por el que tanto se enfureció -y con razón- el Cristo.

No es el símbolo ni el decoro lo que nos conducirá al Reino de los Cielos, es nuestro amar a la tierra actuando en correspondencia con los dictámenes divinos impresos en el corazón lo que nos hará ganarnos el cielo, siendo así un intento de ángel atrapado en una cueva oscura. Al igual ocurre respecto a la moral, no se trata de unas pautas a las que uno deba estrictamente regirse como quién repite lo que el maestro dice, esta se halla en nuestro interior y aflora cuando la injusticia campa a sus anchas. Muéstrame un acto malvado y violento, y ya os aseguro que se me oprimirá el alma y lo censuraré internamente, y aún mas si soy yo quién lo ha cometido.

Sin embargo, hoy día nos movemos por el mundo sobrepasando la animalidad, y nos hemos encerrado en una cámara de cristal que se empaña con las necesidades ajenas, cual neblina que a su vez hace de espejo para solo vernos reflejados a nosotros mismos. Todo esto es una impiedad y una falta de humanidad en la que nuestro modo de vida nos conduce cada vez más, y a la que además, las restantes personas nos inducen a continuar como si no pasase nada, como si no hubiese bien ni mal, como si nada importase… ¡No pienso dejarme caer en la tentación de esta maldad colectiva y propagada por las instituciones y sus jerarquías! Mirad, por favor, al hermano que os pide ayuda, aquel que sólo busca un mendrugo de pan, o unas monedas para sustentarse, o quizás para alimentar a una familia entera. Socorredle, prestarle vuestra mano y dar aquello de lo que vosotros tenéis dos pares, si tenéis las necesidades básicas cubiertas siempre se puede dar sin pedir nada a cambio. Muchos os dirán en su pecaminosa manera de pensar, que no confiéis, que rehuséis de ayudar, que todo seguirá igual… Ellos ya han caído, han sido depravados por el ambiente urbano cayendo en el nihilismo más sucio, intentad enseñarles el camino correcto, y si os hacen oídos sordos, buscad a quien los tenga abiertos.

 En esta vida se trata de proseguir, de vivir manteniendo la fe a pesar de las contrariedades que nos puedan acometer y de los muros que los estados implanten a nuestros alrededores. Vosotros diréis: “¡Pero eso es tan difícil y nos parece imposible!” Dejad de quejaros almas enflaquecidas, faltas de voluntad y de esperanza, y dejar paso a los que mantienen su luz intacta y no corrompida por las fugacidades mundanas. “¡Ay, todo es efímero y azaroso!”- dirá alguno desperdigado, dejándose arrastrar por lo que la publicidad le dice que sea. Pues que sepa que nada pasa sin algo estable, ni el azar puede moverme si yo me mantengo erguido.

Es un esfuerzo constante, es el luchar en el interior incesantemente, y así, no dejarse arrastrar por influencias extrañas que nos procuran obligar a transitar por la senda de la mentira, y mucho menos, aceptar autoridad ni imposición de este mundo, y aceptar de acuerdo con la faz de un Dios vivo una fe ardiente que como un fuego que nunca se apaga a pesar del frío, atravesando con sus llamas los copos de nieve nacidos de nuestras etapas gélidas. Sé que procurarán vencerme, abatirme a base de golpes, hacerme temblar las piernas con dudas, titubear al leer la palabra sagrada por el miedo, pero, que sepan que mantendré la fe en mí. Confío, en que después de todo, Dios nos salve a todos y nos mire como a hijos extraviados, que, como semejantes, se arrepientes de sus pasos errados y vuelven allí donde fue su beatifico origen y pasan a vivir eternamente junto a los suyos, aquellos que en vida los quisieron, y en la muerte, permanecen juntos mas allá de las eternidades.