Son aquellas noches en las que el peso de la
melancolía me incita a pensar acerca de pasados amores. Puede que a los muchos
que consideran esta idea algo accidental, y que, incluso, carece de la debida
importancia, les sorprenda el hecho de que para mí resulte todo lo contrario.
El yugo amoroso -que es exactamente lo que digo, es decir, un yugo en cuanto
nos niega la libertad que supuestamente gozamos durante la soltería- es lo que
alimenta de inspiración la obra que emana de nuestras propias manos. Así, del
pecho al hecho, del corazón al acto se han creado los grandes poemas, o a lo
menos, algunos de los versos más profundos. Si bien, siguiendo a lo que busco
referirme, el amor supone una cárcel en la que nosotros plácidamente habitamos
durante algún tiempo con el férreo pensamiento de que estos nuestros grilletes
se dirigen hacía la eternidad, también nos produce un inusitado desasosiego -que,
en el fondo, nos es bastante conocido- hasta llevarnos a una desesperación, de
la que paradójicamente nace la esperanza.
Esta fe amorosa es la que nutre las obras, y
además, las dota de un contenido tan propio nuestro como íntimo, pues somos lo
mejor y lo peor de nosotros mismos derramados en una serie de renglones en
descenso soñando con un próximo -aunque aparentemente imposible- ascenso.
Quizás el amor no sea otra cosa que una enfermedad que no contentándose con
alterar el funcionamiento de nuestro yo interno -o lo que los pedantes refieren
como nuestro estado psicológico- también nos trastorna en cuanto a la salud del
cuerpo -o huelga decir, el yo fisiológico- Y, sin embargo, este inconveniente a
toda existencia es lo que nos incita a seguir viviendo, impulsándonos a los
derroteros de la inmortalidad. Es como si bebiésemos un suculento veneno tan
dulce como mortífero, y que a sabiendas que tarde o temprano nos produce la
muerte, continuásemos dirigiéndolo hasta llegar al inevitable final. Pero, al
cabo, no podemos hacer otra cosa porque tenemos que seguir saboreando las
agujas que se clavan en nuestro paladar. De lo contrario, ¿Qué haremos? ¿Seguir
dejándonos arrastrar como si nada en dirección a un abismo que nos es
desconocido? Eso nunca.
En todo caso, esta pasión amorosa nos regala un
sentido que se balancea entre nos contrarios; por un lado, el impulso que ansía
convertir una única voluntad en dos, y por otro, la destrucción de esta misma
voluntad al no ser capaz de atravesar el grueso muro que impide la plasmación
del ideal ante la realidad. Mientras que en la vida ordinaria todo nos resultan
impedimentos, cuando la fantasía se nutre de los amoríos, todo nos resulta
posible y nos hacemos grandes en nuestra pequeñez. Y claro, después se instaura
el desengaño, aquel que nos vuelve a mostrar lo mínimos que somos en
correspondencia a la osadía que tuvimos de imaginar imposibles siendo tan
limitados, de construir infinitos habitando entre constantes finitudes que se
quedan en el camino. Tantas cosas diversas y efímeras nos inducen a negarnos,
más el amor nos levanta junto con la necesitad de estabilidad y descanso.
La pregunta, entonces sería algo así: “¿Es esto
posible? ¿Puede llegar el amor verdadero a cimentarse en este mundo?” Yo, sinceramente, no sabría qué responder con
la certeza que se debe para aclarar tales dudas tan justas como ningunas otras,
pero lo que sí diría es que no queda otra que persistir, de insistir y no negar
en vano este efecto. Hemos de permanecer en esta guerra que muchas veces
resulta ser contra nosotros mismos, y otras veces, contra el resto del mundo.
Aunque, en su mayoría, se trata de una guerra interior entre la ilusión que nos
eleva y la recopilación de males que todos llevamos en la memoria, más no en el
corazón a pesar de las heridas que también se acumulan en su centro. Sí, no nos
podemos escapar de este lazo que procura una unión más allá de las divergencias
y de los espacios vacíos, que hace surgir alas en nuestras espaldas cuando
quizás ya de paso debiera endurecernos las piernas para soportar la caída.
Hubo un tiempo en el que yo estuve tan enamorado
que ya no bastaban ojos para mirar ni manos para palpar, todo era un mismo
sentido unificado en sus ansías de expansión bajo la promesa de conseguir que a
partir de lo que se ama alcanzar los lejanos cielos. Y, ahora que lo advierto,
tras escribir esto noto que he mentido en mi primera aseveración, ya que aún
sigo amando a quién ya amé y me negué a aceptar. No me es posible desasirme de
tal atadura, y tampoco lo deseo, quiero alcanzar lo universal de este
sentimiento y llevarlo a un plano fáctico ajeno a toda especulación. En fin, lo
que busco es que lo soñado deje de ser irreal, que los recuerdos sean
presentes, los amores instantes eternos, la amada de vuelta hacía su verdadero
hogar, lo inalcanzable tomado y los imposibles una posibilidad tan pensable
como realizable en este mismo momento.
Pero, ¿Y a qué nos lleva todo lo hasta aquí dicho?
¿Qué pretendo con lo que escribo? Puede que dejar de ser un punto que se dilate
en vistas a perecer, quiero ser un ahora inacabable negando cualesquiera
fenecer, y así, lograr quebrar esa frontera del ideal amoroso hasta hacerlo
posible. Soy un ingenuo, un soñador, un creador fantástico, un aventurero que
se esta en el sitio, un hombre cobarde en su valentía, un sobrio insensato, un
loco cuerdo… Sí, ¿Y qué? Pues resulta que la sabiduría no se resuelve en cifras
ni en apuntes esquemáticos, es más bien un ir más allá que únicamente puede
responder la poesía. Es preciso que deje de parlotear y que hable por sí misma,
o más bien, que cante como ella sabe y nos responda lo que los doctos no son
capaces de decir. Así, pues, este hidalgo sostuvo su pluma y comenzó a escribir
mientras cantaba lo escrito desde su interior lo que ahora sigue:
Canción
segunda
Tengo
por ciertas
mis
desdichas, que se acrecientan
con lo
pasajero de las alegrías,
y al
recordarlas, mis males aumentan
con
muchos pesares y penas infinitas
Que no
me mientan
las
vagas impresiones consiguientes
al
advertir aquella herida abierta tan
nuestra
como los amores inconsecuentes
y los
finos errores que tanto inquietan
Bendita
ilusión,
a pesar
de ser causa de dolores
inquietantes,
cual sangre en profusión
debido
al filo sobre la piel, eres
lo
primero y último respecto a mi confusión
La
esperanza, final estertor
de mi
alma balbuciente
mientras
miro al rededor,
procuro
la vitalidad reticente
en
soledad convertida, y en tanto, aquel resplandor…
Lléname
de soleadas tinieblas,
intentando
arrastrarlas en derredor,
incluso,
allí donde nos derritan las lluvias
morando
en el temple sufridor
ya
apagado, ya encendidas centellas…
Mírame
bella dama,
no seré
yo uno de los ángeles
que
soñaste, pero ya con calma
podrás
averiguar, teniendo mis desastres y desaires,
un
hombre que amó y aún ama.
Al acabar de escribir estos versos, el autor de
ellos se quedó mirando la hoja sobre los cuales los escribió con una expresión
muda que todo lo decía para quién supiese mirar como se debía en tal situación.
Luego, comenzó a escudriñar el cuaderno palpándolo con los dedos y a pasar las
páginas posando los ojos en fragmentos sueltos de sus pasados poemas. Después,
sin saber a qué atendía se levantó y se puso a pasear sin dirección precisa en
su habitación aún con el cuaderno en mano mientras los pensamientos seguían su
acostumbrado curso y balbucía palabras indescifrables que salían de sus labios
semejantes al natural piar de los pájaros. Queriendo desquitarse de todo, se
acostó en su cama y llenando su leve sueño de sumas palabras al poco se volvió
a levantar. Y recordando la razón por la cual había escrito la canción
anterior, dejó escapar una lágrima que le recorría la mejilla izquierda para
así después suspirar. Sintió por un momento alivio, más al acudir imágenes del
pasado en la memoria este se turbó y buscando una salida, volvió a cerrar los
ojos con un sentimiento contenido y se quedó dormido.
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