En una polvorienta biblioteca cargada de volumenes desgastados se encontraban gran cantidad de estudiantes preparándose para sus examenes finales, o al menos eso parecía a primera vista, ya que uno de ellos estaba ocupado en otros quehaceres más elevados a su modo de ver. Se trataba de Rafael, un joven cuanto menos solitario que en vez de repasar las lecciones de su próximo exámen estaba leyendo sumamente atento Las confesiones de San Agustín. Para él, lo importante no era el progreso material en el mundo, sino la elevación espiritual de su alma. Por ello, aunque lograba superar los contenidos de la carrera de forma targencial, su intelecto estaba plagado de sustancias, lecciones morales, accidentes y demás categorías del intelecto humano. Esto se debía a su interés incondicional y genuino por el saber, lo que consideraba la meta de su existencia.
Todos sus días transcurrían con idéntica avidez espiritual, mientras el mundo continuaba con su acostumbrado ritmo monótono, él se centraba en descorrer el velo de la ilusión a través de las páginas de un clásico del pensamiento o de algún libro que de antiguo se le desencajaban las hojas. Había leído gran cantidad de libros, desde los sabios hindúes con sus largas disertaciones en torno al atman, pasando por los viejos maestros chinos y su obsesión por lo incognoscible hasta la mística abrámica que recorre desde Jerusalén hasta Arabia Saudí. Lo curioso de este recorrido interior, es que él mismo se daba cuenta de que todo ello no le llevaba a ningún puerto. Conocía los textos y lo que estos implicaban, sí, pero por otro lado no lograba tomar una decisión sobre el sendero espiritual que debía escoger. Encontraba sumos aciertos, pero también errores que culminaban por refutar su propio sistema. Esto le hacía vivir tremendamente desasosegado, sin saber qué pensar ni mucho menos qué hacer.
Esto en cuanto a su vida interior, mas la exterior no era mucho mejor. Los acontecimientos de su existencia efectiva pasaban como cuchillos voladores, que le respaban dejándole una gran cicatriz para pasar a otro asunto. Ciertamente, su comportamiento tampoco era el idóneo, su indiferencia para los problemas del mundo era tan inmensa que rallaba en la injusticia para con sus semejantes. Es verdad que estos habían sido injustos para con él, mas también él lo había sido tomando a tontería sus demandas de atención. Al final, había optado por alejarse de todo y de todos, confinarse en su hogar para pasar el tiempo leyendo textos que consideraba necesarios para salvaguarda de su espíritu y plasmando sus inquietudes por escrito de cara a una posterior obra que nunca lograba salir a la luz.
Las únicas veces que salía de su carcel particular era para acudir a las clases cuya presencia era obligatoria, aunque las escuchaba con evidente desgana mientras en su abstracción continuaba divagando en torno a problemas que consideraba más relevantes, y no todas esas superficialidades que no llevan a ningún puerto. Y como decíamos antes, pese a que lograba atravesar las asignaturas con notas mas o menos medianas, en su fuero interno sentía que no se reconocía su talento, o al menos las inquietudes que cobijaba en su seno, y de las que sus semejantes eran carentes de acuerdo a sus actitudes que se limitaban a seguir progresando en su vida estudiantil de cara a tener un futuro laboral próspero en tanto que en sus ratos de ocio los dedicaban a la bebida y a la fanfaria.
Toda esta situación llevó a Rafael a un aislamiento completo del contacto humano, vivía como un eremita en su propia casa, entregado a la lectura y a la meditación. Pero aún con todo este esfuerzo de ermitaño, no sabía con certeza qué pensar. Todo aquel cúmulo de conocimientos le dotaba de las herramientas necesarias para construir una armadura espiritual frente a los embates mundanos, mas si se examinaba a sí mismo a conciencia no encontraba un sentido espiritual unívoco que le concediese la certeza de que aquel era el camino. Se sentía impulsado a esta búsqueda incesante, pero se contemplaba en un laberinto donde no había salida alguna. Rodeado de muros, grandes pedruscos de la metafísica universal, los palpaba y reconocía su rugosidad, pero si seguía la senda que marcaban se encontraba en un callejón sin salida.
En una noche, su corazón no pudo soportar más los dolores de su existencia como tampoco aquel frenesí espiritual del que no lograba atisbar la luz al final del tunel, y entonces sus palpitaciones dieron con un cese repentino que le condujeron al final de su vida material. Él, no fue consciente de ello en un principio, creía que todavía se hallaba tumbado en plancha en su cama, soñando aquellas imagenes oníricas incomprensibles que suponían sus interludios respecto a sus estudios vigiles. Pero no se trataba de aquello, el reloj de su vida dió sus últimos segundos para terminar por pararse repentinamente, se había muerto de repente pensando que seguía soñando.
Un fundido en negro cargado en un principio por pequeñas lucecitas que fueron dispersándose hasta disolverse completamente le condujo a una negrura total. Se apercibía a sí mismo desde los sentidos internos, mas no lograba atisbar lo que tenía ante sí. Creía escuchar sonidos lejanos, como gritos contenidos acompañados por sus desasosegados suspiros, a la par que sentía un inmenso frío. Se desplazaba con dificultad, parecía que sus miembros se encontraban cercenados por un peso inusitado, especialmente en su brazo izquierdo, el cual no podía levantar por mucho que se esforzara. Poco a poco, en tanto que su vista se adaptaba a la oscuridad, logró vislumbrar que se encontraba en una húmeda cueva cuyo final resultaba incierto, únicamente perceptible quizás por una luz fría que se encontraba lejana. Gracias a esta adaptación logró caer en la cuenta que se encontraba esposado y enclavado en la gélida pared rocosa que se encontraba tras él, y que el motivo por el que no lograba mover el brazo siniestro se debía a que una cadena le sostenía a una roca de gran tamaño. Intentaba desplazarse aún así, insistía en inspeccionar el lugar pero le era imposible debido al peso.
Entonces, agudizó sus oídos sólo para descubrir que no estaba tan solo como pensaba. Era cierto que se encontraba aislado, ajeno a todo contacto humano como había estado en vida, mas también como entonces se percataba en ocasiones de otras existencias atisbadas de soslayo, pero igualmente incomprensibles como en aquella ocasión. Se percató debido a que escuchaba gritos de desesperación lejanos, palabras melancólicas susurradas a los desfallecientes y frases masculladas con evidente agonía. Mas todo aquello se encontraba muy lejano a su situación, como por kilometros. Quizás la gélida cueva en la que se encontraba era inmensa, y debido al efecto del eco, las voces atravesaban los diferentes corredores y recovecos haciendo de su aislamiento una especie de soledad paradójicamente compartida.
Sin saber qué hacer ni cómo reaccionar, ávido de impotencia, comenzó a gritar a pleno pulmón buscando respuestas. Es posible que alargase esta situación durante el espacio de horas, que transcurrían con una lentitud palpable que se le asemejaron días, mas finalmente hubo un cambio. Ante él, una figura sombría se posicionó frente a la luz azulada que atisbaba en las inmediaciones de la susodicha cueva. Cuando apareció, Rafael dejó de gritar. No sabía por qué, pero sintió un miedo que le recorría su cuerpo incorporéo que le hacía sentir una sensación de frío todavía mayor si cabe, a través de sus venas espirituales sentía las punzadas del pavor y de la incertidumbre. Con los ojos clavados en la sombra, sin emitir sonido alguno ni permitirse el lujo de desplazar sus cadenas, comprobó que aquella entidad sombría se encontraba en completa quietud.
De repente, la sombra se desplazó en su dirección, cada vez más cercana comenzó a sentir un olor desagradable como de cadáveres en estado de descomposición, a la par que la sensación de frío aumentaba, pero lo curioso era que por muy cerca que estuviera de él no lograba atisbar en ella rasgos definidos como tampoco una forma que le pudiera certificar qué clase de ser era aquel. Ni cuando ya se encontraba a escasos metros de él pudo averiguar qué diantres era aquella cosa, sólo percibía una negrura mayor que le impedía contemplar cosa alguna. Tanto se fijo en aquello, completamente perplejo, que empezaron a escocerle los ojos. Por lo cual, bajó la mirada terriblemente consternado en señal de sumisión debido a la incomprensión que le producía.
Pocos instantes después, aquella entidad comenzó a proliferar una serie de ruidos incomprensibles, como pitidos de algún cacharro estropeado, para segundos mas adelante comenzar a decir con una voz sumamente grave y gangosa:
- Bienvenido a mi reino, oh mortal. Estás aquí por los designios de los ángeles. Yo te custodio aquí sin conocer qué crimenes se te imputan, mas intentaré que tu estancia aquí sea lo menos agradable posible. Según me han informado, te quedan algunas eternidades hasta pasar al siguiente plano. Espero que te sean provechosas, pequeño erudito.
Rafael intentó responderle, preguntarle acerca de su destino, pero no le salieron las palabras de la boca. Sentía que se había quedado mudo, que una piedra le oprimía la garganta haciéndole el imposible mascullar sonido alguno. Sin embargo, por el mensaje que le transmitía la desconocida sombra, supo que estaba muerto y que se encontraba en el infierno. Justo cuando se percató de ello, aquel ser comenzó a desvanecerse en las tinieblas dejándole así nuevamente en aquella fría soledad. Seguía escuchando aquellos extraños ruidos y murmullos lejanos, mas ya no prestaba atención a su contenido. Comprendió que aquellas otras eran almas igualmente condenadas como la suya, que pedían ayuda en su eterno sufrimiento hasta que apareciese la entidad sombría y les disuadiese de sus aspiraciones terrenales. Así pues, sólo cabía esperar a una segunda venida.
Entonces, Rafael selló sus párpados con melancolía, completamente resignado a su inhóspito destino. Y en lo que le pareció un instante, de repente sintió calor, a la par que a través de sus ojos cerrados vislumbró tonos rojizos que le invitaban a abrirlos. Cuando lo hizo se encontraba en un campo verdoso descubierto a pleno día, sus cadenas habían desaparecido a excepción de la roca que le aprisionaba su brazo izquierdo. Veía en el horizonte una inmensa pirra ardiendo, y girándose a un lado y a otro, no lograba contemplar otra cosa más que no fuera la extensión del campo que parecía no conocer de fin. Así las cosas, comenzó a desplazarse con evidente dificultad para ver si averiguaba saber donde se encontraba.
Desconocía cuanto tiempo estuvo andando sin encontrar nada que le llamase la atención, el paisaje se desplazaba ante su atónita mirada como si hubiera permanecido en el mismo lugar. Daba igual cuanto andase, a dónde se dirigiera, todo permanecía idéntico al lugar donde se había despertado. Inesperadamente, todo aquello se fundió y apareció la noche. Esto le hizo detenerse, y de la impresión, cayó sentado de culo en el suelo. Parpadeando evidentemente perplejo, intentó atisbar las razones de un cambio tan radical, averiguando que se encontraba en una especie de plataforma muy elevada del suelo, y que el cielo le correspondía cargado de estrellas y de otros luceros coloridos que le eran desconocidos. Lo que creía ser la luna era un astro inmenso y rojizo que parecía cernerse en su cercanía, como amenazándole por el mero hecho de existir.
Aquello le produjo un estremecimiento interno que le dió temblores inconscientes, pero aquella sensación no duró mucho ya que percibió que en sus hombros se apoyaba una cálida mano. Cuando quiso darse cuenta una hermosa joven se sentó a su lado mirando en dirección al desconocido horizonte, cual si contemplase el porvenir con una valentía inusitada. A los pocos minutos dirigió sus ojos azulados hacía el pálido semblante Rafael. Este retornó a quedarse mudo, tanta era su belleza que consideraba que emitir cualquier tipo de sonido equivalía a corromper la perfección hecha rostro femenino. Tanta belleza le estremecía a la par que le admiraba, advertía en su interior una contradictoria mezcla de temor y de rendida adoración.
No obstante, reunió el coraje necesario para dirigirse a la hermosa dama y preguntarle:
- ¿Se puede saber dónde estamos?
- En ninguna parte. - le respondió secamente a pesar de su randiante sonrisa.
Obviamente perturbado por susodicha e inesperada respuesta miró a su al rededor con consternación, manteniendo una mirada de perpetua incognita en sus ojos como platos. Por un momento sintió ganas de llorar, tan triste se encontraba aún en tan placentera compañía que la melancolía le cernía la garganta, haciendo de sus próximas palabras titubeos de un mensaje que no lograba completar:
- Pero... No es posible... He muerto, y ahora no sé ni donde me encuentro. Si he llegado aquí ha debido de ser...
- Estás en la nada -dijo la bella joven interrumpiendole, y continuó con su radiante sonrisa inmaculada- No somos tan importantes, no hay ni cielo ni infierno, todo es ilusión. Cuando morimos nos fundimos en el sueño agarrándonos a nuestro hálito de consciencia, mas cuando nos damos cuenta de esta verdad simplemente nos dejamos llevar, en aras de una inconsciencia que no conduce a ninguna parte que no sea el vacío. Es así como desaparecemos para siempre, tanto de la existencia con su conjunto de miserias como de este sueño que en algún momento se fundirá en una oscuridad perpetúa.
Rafael iba a contestarla con más preguntas sobre su situación, pero tenía tal nudo en su garganta debido a la tristeza que le provocó su mensaje, que volvió a quedarse mudo a la par que desconcertado. Retornó a dirigir su mirada al suelo, intentando hilvanar sus pensamientos para dotarles de un sentido unívoco y racional que lograse hacerle escapar de la incertidumbre en la que se encontraba. Pero, aún con todos sus doctos esfuerzos, todo era respondido por un silencio que sólo admitía la intromisión de los suspiros.
Sin poder evitarlo, una lágrima cayó de su mejilla dando al suelo rocoso en el que se hallaba aposentado, y justo antes de que una segunda hiciera idéntico recorrido, la cálida mano de la doncella se la retiro con una suave caricia. Entonces Rafael la miró directamente con sus ojos aún vidriosos, y ella respondió a su tristeza con la más radiante y reconfortante de las sonrisas.
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