Cuando me pongo a pensar en mi infancia siempre lo hago con una mezcla de sensaciones a veces contradictoria. Por un lado, me llega al paladar un sabor dulzón como el de un fresco melocotón en su punto, y por otro, cierta ácidez me crispa cual si en esta ocasión se tratase de una manzana verdosa, demasiado madura y fuera de temporada. Y aunque en líneas generales puedo decir que tuve una infancia feliz, en ocasiones no puedo evitar percibir cierta melancolía. Quizás en esos tiempos debido al velo de la inocencia, esta tristeza se encontraba medio tupida. Mas ahora en tanto que lo recuerdo todo con una mente que mantiene el velo un tanto descorrido, al ver las cosas con mayor desnudez, no puedo evitar la alternancia entre los suspiros y las risas contenidas.
En correpondencia a esta mezcla de sensaciones, un recuerdo acude a mi mente en este momento. O mas que un momento, se trataba de un detalle que a mas de uno puede parecerle anodino. Pero, que, para mi yo de entonces tuvo una notable influencia. E incluso, a mi yo de ahora, en este mismísimo instante, me da para pensar y meditar con tan grave seriedad como si se tratase de una ecuación matématica irresoluble, o una teoría con tantas hipotesis, que por mucho que uno le dé vueltas no llega al cabo a nada.
Por aquel entonces yo iba al colegio. Contaría con nueve o diez años. Era un día estudiantil como otro cualquiera. Salía de casa aún con la influencia del sueño y profiriendo cien bostezos a cada paso con desgana. Me ajustaba la mochila que acoplaba la noche anterior con un montón de papeles arrugados y desordenados, y subía al coche como quién va a una condena. Después, al salir del coche, me encaminaba en dirección a aquella pequeña cárcel con el vallado rojizo, y al entrar, buscaba mi desdichada clase de siempre.
Una vez dentro, caminaba en dirección al pupitre de color verde hospital que se me había asignado, y dejaba mis cosas debajo de la mesa. Acto seguido, colocaba el manual de la asignatura que correspondiese frente a mí y me cruzaba de brazos. Normalmente, me aburría de esa postura y terminaba como era mi costumbre: con un brazo extendido horizontalmente cercano a mi pecho, y con el contrario, dispuesto verticalmente para apoyar mi mano sobre mi mejilla y parte de mi mándibula. Al poco, solía venir algún compañero de clase a importunarme y para burlarse de mí. Entonces, yo le arreaba un par de golpes e insultaba a su madre mientras ambos nos reíamos en alto. Por último, entraba la profesora y todos permaneciamos callados y con miedo.
Lo del miedo que sentíamos no era baladí. La profesora que nos había sido asignada desde cuarto de primaria hasta sexto era una verdadera loca y tenía un carácter que ni Satán en el infierno. Nos gritaba constantemente, incidía en lo inútiles que éramos y que no teníamos futuro, e incluso, a mas de uno, le asestaba un buen mamporro sin compasión alguna. De hecho, hasta hacía bastante poco había liberado sus senos arrugados para mostrarnoslos. Todo fue porque una compañera de clase que había repetido bastante, acudió una mañana con un escote muy amplio que desentonaba para nuestra edad. Al verla, esa profesora en cuestión, al verla profirió en un grito: "¿Te crees que esas son tetas? Vas a ver lo que son unos senos maduros de verdad" Entonces, se arrancó parte del vestido de los años sesenta y nos enseñó un seno que se asemejaba a una pasa para después en cuestión de segundos sacarnos el otro. Fue horrible. A partir de aquello, ya no puedo comer pasas porque me repugnan.
Sin embargo, aquel día en cuestión, no nos insultó, ni nos pegó, y mucho menos, nos enseñó de nuevo sus senos aplastados, sino que nos dijo que había venido un invitado a la escuela debido a cierto proyecto del ministerio de cultura. Este invitado se trataba de un aviador que había acudido a nuestro colegio en ese día para hablarnos acerca de su oficio. Todos al enterarnos de la noticia batimos palmas de la alegría y suspiramos aliviados, no tanto por el invitado en sí como porque debido a su presencia no íbamos a tener otro espectáculo de histerismo senil ni un directo de pornografía madura.
Poco después, mientras festejabamos bajo el semblante de violencia contenida de nuestra profesora, entró el invitado saludándonos con la mano y con una sonrisa como si acudiese a un show televisivo para niños. Era un hombre bastante alto, de mediana edad y con un cuerpo curtido y fibroso. Tenía una tonalidad de piel bastante claro, gastaba un amplio bigote extrañamente grisáceo para su edad y tenía unos bonitos ojos azulados que alternaban un azul cristalino con un verde bosque. Era muy atractivo, y aún con ello, no parecía presumir de ningún modo debido a una sencillez austera que le recubría lo ancho de sus hombros.
Cuando comenzó a hablar, lo hizo pausadamente. Tenía una voz suave aunque profunda. Se explicaba con simpleza. Pero sin rozar ni por un instante vulgaridad alguna. Se notaba que carecía de educación académica. Mas eso no importaba porque contaba con una educación proveniente de la experiencia, la cual solamente podría ser acuñada bajo el título de "vital".
Nos contó las vicisitudes de su trabajo, no tanto desde un aspecto laboral y economico como de la acción que subyacía cuando uno estaba integrado en el mismo. Nos habló de su ardua preparación, de los grandes esfuerzos mentales y físicos que tenía que garantizarse a sí mismo desde su interior y de cómo se sentía cuando se encontraba cabalgando el aire, allí en las alturas. Lo describía como "navegar un mar sin agua, y en el que el mundo de ahí abajo se convertía en una maqueta" También nos dijo cómo se sentía en aquellos instantes suspendido en el aire en palabras semejantes: "Cuando estoy ahí arriba, a pesar de respirar con dificultad, el poco aire que me entra es más puro. Tengo encogido el pecho, el corazón palpitante y el cuerpo aprisionado. Y aún con ello, me siento libre." Sin duda, su discurso nos impresionó a todos.
Una vez acabado, todos nos quedamos extasiados. En la ronda de preguntas, no paraban de lloverle cada dos por tres cuestiones y comentarios, que aunque fueron todos bastante parejos, connotaban una verdadera admiración e interés por parte del alumnado. Al final, este repartió algunas gorras, mochilas y pequeños aviones. En todos estos objetos, había una pegatina que ponía: "Aviadores de España" con una bandera que dejaba ver sus colores como si se tratase de humo que habían esparcido tres aviones surcando los cielos perfectamente sincronizados y en armonía.
Yo quedé realmente impresionado. Mas, no obstante, no me llegó ninguno de estos regalos por encontrarme en una de las últimas filas. Y aunque estaba muy feliz por todo lo que había escuchado, no podía evitar sentirme apesadumbrado. Por ello, y aún con mi timidez, decidí acercarme en dirección al hombre con los ojos cargados de un fulgor que connotaban tanto admiración como vergüenza.
El aviador, se encontraba hablando en susurros con la profesora:
- Esto... La verdad es que no se lo he comentado a los chicos.... Pero la verdad es que mi sueldo es bastante nefasto.
A lo que la profesora respondió sin hacer el menor caso a su comentario:
- ¿Y decía que estaba soltero?
- Hum... Eh... Yo no he hablado en ningún momento de mi vida personal...
Interrumpiendo la conversación, aparecí ante ellos agachando la cabeza y mirando al suelo. Y con un nerviosismo palpable, tartamudeando sin cesar, levanté la mirada en tanto que mi profesora me escrutaba enfurecida para decirle:
- Pe-perdone... ¿N-no le quedará por casualidad alguno de esos regalos...?
A lo que el hombre respondió con un semblante muy serio:
- Pues no... Perdona chico. Pero he de ir a otros colegios, y ya se ha agotado el cupo de los regalos para este.
Entonces yo, sin saber muy bien por qué, dije ya sin tartamudear y con decisión:
- ¡Es que quiero ser aviador como tú!
- Bueno.... En ese caso... -me dijo el aviador un poco perplejo, mas sin ocultar una liviana sonrisa- Ten, esto es para ti.
Y poniéndome una mano en la cabeza, me dió una gorra y un avión de juguete. Yo no podía dejar de contener las lágrimas de alegría, marchandome de allí a paso ligero y saltando de felicidad por los pasillos. Me sentía tan inundando de gratitud y de sincera e inocente felicidad, que no era capaz de ocultar mi sonrisa.
La verdad es que no recuerdo por qué le dije aquello a aquel hombre. Nunca me había replanteado ser aviador cuando fuera mayor hasta entonces. Incluso, tiempo después, tampoco volví a incidir sobre aquella estrafalaría idea. Lo que sí sé es que se lo dije en ese momento con una auténtica sinceridad. No había fingimiento ni mentira en aquello que dije. Es decir, así se lo dije por impulso porque simple y llanamente porque así lo sentía. En ese instante, en aquellos segundos, durante un par de días, o algunas semanas después, el sueño de que quería ser aviador era totalmente auténtico y se encontraba arraigado en mí. Y además, era un sueño que creía realizable. Al menos, cuando lo imaginaba.
Así se lo comuniqué a todo el mundo: a mi familia, a mis compañeros, a mis profesores y a algún que otro desconocido con el que me encontraba por la calle. Mis compañeros, en particular, no me tomaban nada en serio y se reían de mí en cuanto les hablaba del asunto. Sin embargo, recuerdo especialmente, el comentario de una profesora vieja -que no era mi tutora, era mas bien una pedagoga que me asignaron- que me dijo:
- Si, ya... Aviador... Lo que te faltaba. Con lo tonto que eres jamás vas a llegar a nada. No te dá la cabeza ni para hacer unas cuantas operaciones con números, te la va a dar para pilotar un avión. Eres imbécil, de verdad... Menudo tonto de remate. Seguro que se lo has dicho para que te regalase algo por compasión. Me das asco y vergüenza.
A día de hoy, como es fácil adivinar, no soy aviador. Me dedico a escribir estos relatos, y poco mas. En relación al comentario de aquella profesora vieja y amargada, yo sé que le dije aquello al aviador con entera sinceridad como he dicho antes. No esperaba suscitar compasión, y creo que él me entendió sin necesidad de que le explicara aquel impulso. Si no he llegado a ser aviador por carecer de capacidad, eso ya es otro asunto... De todas maneras, desde entonces, no he vuelto a replantearme ser aviador. Aunque tampoco me importaría que me enseñarán a pilotar alguna avioneta, o que me diesen una vuelta en ella. Sin embargo, hoy día, preferiría navegar en un barco y recorrer mi vista a través de los azulados mares, allí donde el cielo y el mar se funden formando una sustancia etérea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.