domingo, 20 de febrero de 2022

Un despertar

 Mariana acababa de despertarse. Estirando sus brazos bajo las sábanas, notó el suave tacto de las mismas. Al estar recíen lavadas, olían estupendamente. Mientras lo comprobaba, un haz de luz se coló por la rendrija de la persiana y la iluminó el lado diestro del rostro. Agudizando su mirada en torno a la procedencia de la luz, pudo vislumbrar un fragmento difuminado del paisaje exterior. Suspiró, y sonrió.


Se levantó para instantes después sentarse en la cama. Fue entonces cuando recordó lo que había soñado. Fue un sueño feliz y triste: feliz porque lo creyó real, triste porque al despertarse se dió cuenta de que ya no era así. Esto le producía una suerte de alegría meláncolica. Ni ella misma sabía explicarse este fenómeno. Lo intuía, casi sensitivamente. Pero cuando intentaba racionalizarlo, se le escapaba el concepto así como aquel paisaje no lograba verse del todo, o como aquel sueño que se le escapó de las manos entre las sábanas.


Al final, optó por acudir al baño. Mientras se aseaba y maquillaba, se contempló desnuda frente al espejo. Su propia visión no le desagradaba, aunque tampoco se lo tenía creído. Simplemente se veía a sí misma como un tallo de rosa en formación. Lo que sí valoraba eran sus hombros. No sabía por qué. Pero siempre se detenía a mirar su corvatura. Veía como su piel se resbalaba, y se repartía por el resto de su piel. Siempre que se detenía para observarlos, pensaba en una catarata inserta en las profundidades de alguna montaña.


Después, retornó a su habitación para estirar las sábanas que había dejado disueltas cuales raíces de un árbol centenario abandonado. Inserta en su rutinaria tarea, logró disolver por unos segundos las sensaciones que le había traído aquel sueño. Pero bastó volver al pasillo de cara a preparar su desayuno para que estas volvieran con suma naturalidad. Era extraña la influencia de los sueños sobre la vida. Aún más extraña que la influencia de los recuerdos pasados sobre el presente.


En un tiempo atrás había estado enamorada, y podría decirse que a día de hoy continuaba estándolo. Sin embargo, aquel primer amor un día desapareció repentinamente sin dejar ni rastro. Tampoco tuvo ninguna huella a la que seguir. Era debido a aquello por lo que soñaba y recordaba constantemente a aquel amor. En un principio, lo recordaba con nostalgia. Pero, con el tiempo, esa nostalgia fué mutandose en una suerte de núcleo que admitía dos contrarios: la dicha más inmensa y la desdicha mas profunda. Ya se había acostumbrado a vivir con ello.


Con el desayuno ya en la mesa, cogió una tostada y pegó un mordisco. De sus labios, caía mermelada de fresa. Así que con una mano se retiró tal suculento líquido. Se quedó largo rato observándolo, embebida en la contemplación del rastro de la mermelada de fresa sobre su mano. De tanto mirarlo, su visión se iba nublando y apareció en su mente un paisaje desértico. El rastro de mermelada de fresa pasó a ser una larga carretera asfaltada, y su piel una inmensa cantidad de arena pérdida en algún lugar. Ese camino imaginario era atravesado por un coche blanco que corría a gran velocidad.  Sin saber la razón, ella sintió una tristeza muy honda que la hizo despertar de su ensueño.


Se levantó, y se dirigió a limpiar los cacharros que había usado. Con el grifo abierto, el agua se desparramaba por encima de todos los utensilios. Nuevamente pensó en aquella catarata, y se preguntó si esta se encontraba en algún lugar recóndito de aquel desierto que había imaginado. Puede que aquel coche que iba tan rápido, se dirigiese hacía esa catarata para calmar su sed. O quizás, huía de algo o de alguien y aquella zona recóndita le servía de escondrijo. Con esta duda entretenida pasaron los minutos como si fueran segundos.


Entonces, fue a vestirse. Abrió un amplio armario repleto de varias prendas de diferentes tonalidades. Dudaba sobre cuál coger, y al final terminó optando por una casi al azar. Se trataba de un amplio vestido color azul marino. Le estaba ancho, mas eso no le importaba. Es mas, le encantaba la ropa bien cubierta y ancha. Eso le hacía sentirse arropada, como si aún se encontrase entre sábanas. Su propio cuerpo y el calor que desprendía, se aunaba con la tela que portaba y formaba la sensación de un cálido abrazo. Era como si una instancia superior la protegiese de los males de este mundo. Algo equiparable a cuando los padres abrazan a sus hijos, e impiden que estos se hagan daño. Así se sentía.


Miró el reloj, y se dió cuenta de que ya era tarde. Siempre se le hacía tarde. Era algo inevitable en su día a día. Cuando ya estaba a punto de salir, cayó en la cuenta de que se le había olvidado una cosa. Así que volvió rápidamente para rescatarla de las sombras de su cuarto. Se trataba de una piedra que le servía de amuleto. Allí donde fuera, la portaba siempre consigo. Era una piedra cualquiera que encontró ya hacía años en la playa cuando estaba de vacaciones con sus padres. Sin embargo, para ella está anodina piedra estaba cargada de significado. Representaba un tiempo préterito: el de la infancia y el de la inocencia. Estos dos elementos le parecían tan importantes que quería conservarlos a toda costa. Por eso, llevaba siempre aquella piedra consigo.


Cuando ya se encontraba fuera de los dominios de su hogar, aún con los ojos vidriosos sonrió. Hasta algunas lagrimillas se le escaparon, y dieron con el suelo. Pero las despejó de sus ojos emocionados con su mano, como había hecho antes con la mermelada que se le caía de los labios. Mientras avanzaba con pasos presurosos, pensó: "Hoy va a ser un gran día."

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