sábado, 29 de enero de 2022

Un recuerdo tenebroso

 Está en lo cierto el escritor japonés Naoya Shiga cuando menciona al comienzo de su relato "Las bicicletas" el inmenso poder que tienen los recuerdos. Y como estos, a pesar de ser algunos tan lejanos en el tiempo, nos resultan muy vívidos en el presente. En lo que a mí se refiere, aún siendo más joven que él cuando escribió aquel relato, tengo recuerdos de hace unos diez años que también me resultan sumamente vivídos desde el tiempo en el que me encuentro.


Algunos de estos, se ubicarían en el espacio cuando yo todavía vivía en otra casa. Hay veces que hasta tengo sueños en los que estos recuerdos de aquel hogar resultan más nítidos, y a su vez se confunden, con otros mas recientes que he ido formando viviendo en mi casa actual. Es cuanto menos curioso este fenómeno, o al menos, así me lo parece a mí.


Recuerdo especialmente lo que para mí supuso un acontecimiento un tanto aterrador. Esto ocurrió más o menos hace diez años. Es decir, cuando yo tendría unos dieciseís años aproximadamente. Por entonces, frente a la que era mi casa que estaba situada en una amplia urbanización, había una zona que estaba completamente deshabitada. En aquella zona no habían construido ninguna casa. Sólo había un segmento de campo repleto de rastrojos que crecían según su albedrio y que nadie cuidaba. Yo, desde siempre, tenía una extraña fijación por ese pequeño espacio abandonado. Suponía que aquel terreno tendría que pertenecer a alguien. Pero como no lo sabía con seguridad, eso daba pie a que mi imaginación y fantasía volase por encima del plano que suele considerarse la realidad.


Había veces en las que soñaba con ese cuadrante cerrado por los muros de las casas que tenía a derecha e izquierda. En estos sueños, algunas veces ese aparente pequeño segmento de campo conducía a una amplia explanada que a su vez llevaba a una inmensa pradera dónde mi fantasía imaginaba aventuras, y otras veces, aparecía repentinamente una casa en aquel lugar en la que habitaban extraños personajes que celebraban fiestas y rituales desconocidos. Para mi yo de entonces, aquel trozo abandonado lleno de malashierbas suponía la entrada a un lugar cargado de especulaciones de toda índole, desde lugares paradisíacos hasta rincones oscuros, y hasta cierto punto demoníacos.


Un día en el que estaba de regreso a casa tras un paseo, me dí cuenta de que algo había cambiado en esa zona. Había vislumbrado en la lejanía algo negro que la ocupaba. Acercandome, ví que se trataba de una caravana completamente tintada de negro. Hasta sus abultadas ventanas estaban tintadas de un negro azabache. Aquello me soprendió. Me parecía bastante extraño, y a su vez, no entendía qué hacía tal artefacto ahí aparcado. Sin embargo, en los días sucesivos, al atisbar la zona siempre que salía para acudir a clase o para darme un paseo, siempre lo veía del mismo talante, inalterable.


Desde entonces, pasaba todos los días devanandome los sesos pensando qué sería aquello, y quienes se encontraban ahí dentro. No entendía la razón de ser de tal aparición. En mi cuarto, andando por los alrededores, en el autobus, en mis clases del instituto... Siempre estaba dando vueltas al asunto sin encontrar una respuesta que me satisfaciera. Llegué incluso a pensar que quizás se tratarían de unos gitanos, o de unos extranjeros venidos en pateras. Pero luego lo descartaba, ya que jamás había visto a nadie ni salir ni entrar ahí. Era como si aquella caravana tintada de negro hubiera aparecido ahí de repente, como por arte de magia.


Durante una tarde-noche en la que estaba leyendo "La ciencia jovial" de Friedrich Nietzsche, sonó el timbre de mi casa. Al bajar, me avisó mi madre de que me habían venido a visitar unos amigos. Salí y me encontré con el incorregible X, el músico D y el deportista R. Tras hablar de las tonterías y las banalidades que suelen caracterizar a los adolescentes, les comenté acerca de mi obsesión por aquel espacio abandonado, y especificamente por la repentina aparición de la caravana tintada de negro.


D, con una pícara sonrisa dijo señalando en esa dirección: 


- ¿Y por qué no exploramos la zona, y así desentrañas el misterio?


- ¡Será divertido! Además, no tenemos nada más que hacer - comentó X ya adelantando el pie camino a la caravana


- Está bien, está bien... Pero vayamos con cuidado. Hay veces que por las noches parecen oírse ruidos que provienen del interior - respondí yo


- ¿¡Cómo!? - preguntó sorprendido, y a su vez, asustado R


- Así es... Parece que si uno afina el oído durante la madrugada, pueden oírse una especie de susurros y de sollozos contenidos... Tampoco estoy seguro, pero creí que debería avisaros si vamos a explorar la zona


- ¡Pues vamos, anda! No seaís cobardes - terminó por sentenciar X retomando su marcha 


Y así hicimos. Nos dirigimos hacía donde estaba ubicada la tétrica caravana, y dimos una serie de vueltas al rededor de la misma. Nos atrevimos, incluso, a poner nuestros oídos en la chapa tintada, a dar golpes con nuestros puños, y a asomarnos sobre unas ventanas que al estar tintadas no reflejaban su interior. Evidentemente, para nosotros que en aquel tiempo éramos un poco gamberros, explorar significaba enredar como unos críos carentes de la menor educación. Así que cogímos unas piedras, y empezamos a tirarlas contra la caravana hasta el punto de abollar algunas de las chapas. Entre risas X, cogió una piedra bastante grande, y la lanzó contra una de las ventanas. Con el impacto, esta se resquebrajó, quedando un roto considerable. Y justo en ese momento, del interior de la caravana surgió un grito femenino espantoso, desgarrador.


Al oírlo, todos salimos corriendo espantados. Nos dispersamos sobre el par de vías que conformaban la calle, pero nos dímos cuenta que separarnos en dos grupos dadas las circunstancias era un desatino. Así que nos agrupamos en dirección diestra, según se bajaba la calle, y recorrimos en descenso para doblar nuevamente a la derecha. Escondidos en los contenedores, R exclamó: 


- ¿Habéis oído eso...? ¿O yo soy el único loco aquí?


- Creo que lo hemos oído todos perfectamente... - respondí con el corazón palpitante y la respiración entrecortada


- ¿Y ahora qué hacemos? - preguntó D, claramente alterado


- No lo sé... - dijo X dubitativo


Tras un momento repleto de dudas decoradas por el conjunto de nuestro agitado respirar, saqué coraje de algún lugar oculto en mi pecho y dije levantandome con decisión:


- Voy a ir para averiguar de qué demonios se trata.


- Te acompaño - dijo X, levantándose conmigo a su vez


Así, pues, nos dirigimos de nuevo en dirección hacia aquello de lo que habíamos huído. Dejamos a los otros dos detrás, escondidos entre los contenedores que daban al descenso de la calle. Avanzamos en un principio presurosos, pero según nuestros pasos se acercaban a nuestro objetivo, íbamos aminorando nuestra marcha y nos encaminabamos con tiento. Tras un par de minutos llegamos, decidimos asomarnos a la ventana que el mismo X había roto con su lanzamiento. Lo hicimos a la vez, contando del uno al tres. Y cuando nos asomamos, no creíamos aquello que vímos. Había una mujer con una melena negra que le cubría completamente el rostro tumbada en una especie de sofá empotrado a cuadros. Esta, emitía unos extraños sonidos que parecían sollozos en tanto que su cuerpo se agitaba con espasmos. Parecía que llevaba una indumentaria andrajosa, y despedía un olor putrefacto. Además, su piel era verdosa, y al atisbar sus manos me dí cuenta que tenía unas uñas largas y amarillentas. No paraba de emitir aquellos ruidos, que parecían ser una mezcla entre crujidos de dientes y gritos contenidos.


Al contemplar aquello, X y yo nos miramos anonadados. Nos bajamos, y pestañeamos perplejos. Volvímos a asomarnos otra vez para comprobar la realidad de lo que habíamos visto segundos antes. Pero cuando así lo hicimos, la mujer ya no estaba ahí. Esto nos hizo sentir aún más sorprendidos, y si es preciso admitirlo, también tremendamente asustados. 


Después, al comentárselo a los otros dos, no nos creyeron. Nos tildaron de locos, y se rieron de nosotros aún cuando fuímos los únicos que nos atrevimos a volver escuchando aquel terrorífico grito. Al final, nos dispersamos cada uno en dirección a nuestras respectivas casas como si nada hubiera pasado, o como si lo que hubiera pasado hubiera sido producto de nuestra imaginación. Sin embargo, cuando tuve que pasar por la puerta de mi casa, no pude evitar mirar a la caravana y sentir miedo. Cerré la llave de la puerta principal con premura, y entré a casa.


Tiempo después, la caravana desapareció tan milagrosamente como había aparecido. No volví a saber nada de su paradero exacto, aunque escuché entre las habladurías de la gente que vivía cerca de esa zona, que la habían vuelto a ver en otros campos abandonados, e incluso, en medio de grandes explanadas alejadas de la urbanización. No sé si esa información era auténtica, o si simplemente se trataba de una especie de nueva leyenda.


En lo que a la zona en concreto se refiere, construyeron los cimientos para hacer una casa, hasta levantaron algunos muros todavía desnudos en ladrillos. Pero sin embargo, parecía que la construcción no avanzaba. No solamente porque fuera muy lenta, sino porque además siempre que parecía que avanzaban algo, a los meses volvían a derruír lo que habían construído, y así incesantes veces, vuelta a empezar constantemente. Al ser por entonces joven, tampoco me enteré bien de lo que pasaba ahí. Aunque a estas alturas, dudo que vaya a saberlo jamás.


A lo largo de mi vida, me han pasado algunas cosas que cabría calificar de lo que la gente llama "paranormales" -Como a casi todo el mundo, supongo- Mas creo que ninguna fue tan explicita como la que acabo de narrar. Estaría curioso que volviera a dar una vuelta por aquella zona por si vuelvo a ver la susodicha caravana y así podría disculparme con la mujer tenebrosa, o quizás, para averiguar si la construcción finalmente ha avanzado algo. Algún día volveré por allí.

jueves, 20 de enero de 2022

Sombras del pasado

 Es impresionante cómo se agudizan nuestros sentidos cuando estamos enfermos. Muy al contrario de lo que se piensa, cuando enfermamos nos volvemos más contemplativos. Quizás debido a nuestro supuesto aturdimiento, acabamos fijandónos en las cosas mas insospechadas, aquellas que día a día se plantan ante nuestros ojos, pero que pasan desapercibidas cuando estamos sanos. Adquirimos, pues, algo de misticismo.


Así, al menos, me ocurrió a mí durante la convalecencia de mi enfermedad. Me fijaba en otras cosas en las que no me hubiera fijado si estuviera sano. Puede que por aburrimiento, o porque no tenía otra cosa que hacer, el caso es que el mundo tomó un nuevo aspecto bajo mi mente enferma.


Ejemplo de ello, era la ventana de mi cuarto. Hasta entonces sólo la observaba para ver qué tiempo haría durante ese día, pero estando enfermo adquirió una tonalidad estética. Ya no sólo por la mutación del paisaje y de los acontecimientos a través de la misma, sino además por los colores que surgían de ella cuando se le daba la espalda. Por efecto de unas luces artificiales situadas en el jardín, podía ver en el techo que tenía en frente su cambio de matices, el cual pasaba de un rojizo sangre, a uno pálido, y de ahí al verde y a un azul ceniciento. Se trataba de una única franja de color, situada pocos centimetros por encima de mi lámpara cuadrada. No sé por qué, pero me quedaba como hiptonizado mirando ese cambio de los colores hasta que llegaba un punto en el que me quedaba dormido y acababa teniendo grandilocuentes e imaginativos sueños.


Sin embargo contar esta experiencia estética no es la pretensión de este escrito. A raíz de mi enfermedad, tuve una experiencia más marcada, la cual es la que voy a relatar aquí. En verdad desconozco si fue por efecto de la enfermedad, o es que realmente esta experiencia me fue concedida caprichosamente en el momento en el que me encontraba enfermo. No lo sé con seguridad, mas el caso es que así se dió.


Yo me encontraba en la cama, sufriendo los dolores de mi primer día enfermo. Era muy de noche, y no podía conciliar bien el sueño. Los dolores y la presión corporal eran tan tremendos, que me encontraba sumamente aturdido. Cabeceaba de lado a lado y con constancia como paliativo a la incapacidad de movilidad del resto del cuerpo. La escena en sí misma hubiera producido alguna que otra carcajada a un espéctador neutral, mas ya puedo yo asegurar que a su protagonista la situación no podría sacarle más de quicio.


De repente, ví como se entreabría la puerta. Como pensé que se trataba de mi madre, o de mi hermana al principio no presté mucha atención. Me posicioné en la cama de tal manera que si me preguntaban lo que fuera, las pudiera responder. Mas, no obstante, lo que salió de la puerta no fue alguien como tal. Se trataba más bien de un gran coro de sombras, a las que se me hizo harto díficil encontrarles una figura concreta. Este coro se internó en mi habitación, y comenzaron a bailar desacompasadamente a escasos dos metros a lo sumo de mí. Se oía una música discordante, carente de toda armonía. Parecía que saliese de algún tipo de hueco del que no lograba atisbar espacialmente. 


A ratos, mientras esos seres bailaban, algunos de ellos alzaban un puño al aire en señal de regocijo, o anunciando una batalla que se encontraba próxima. Podía oír también cómo se reían. Eran unas carcajadas muy tenues y finas, pero no por ello menos estridentes. Pensando que se trataba de una ilusión, o un sueño, producto de los delirios que suele provocar una enfermedad, cerré aún con todo ese escándalo los ojos para intentar conciliar nuevamente el sueño. Pero cuando así lo hice, esos seres comenzaron a darme empujones para evitar que me quedase dormido. Sus golpes dolían como si le clavaran a uno acero recíen fundido. Luego llegarón hasta a meterse en mi cama, y empezaron a dar saltos y golpes. Yo, luchaba como podía, y me retorcía mientras procuraba defenderme de sus embistes.


Al final, no me quedó otra que abrir repentinamente los ojos. Y cuando lo hice, contemplé cómo se abrió la puerta de un golpe. De la misma, surgió una sombra alargada, pero cuya estampa sí que me era más conocida. Esta sombra dispersó al coro que había entrado anteriormente, y cogiendo la silla que se encuentra delante de mi mesa, la desplazó y la colocó delante de mi cama. E inclinando su sombrío semblante, me dijo con una voz que parecía de otro mundo:


- Sabes que todo el mundo está conspirando contra ti ¿Verdad?


- Hum, no lo sé... Unos sí, y otros no, supongo...


Se produjo un silencio, y cambiando relativamente de tema, la sombra continuó diciendo:


- Hace mucho que no nos vemos, y lamento que haya sido en estás extrañas circunstancias... Pero no me ha quedado otra. Pensaba verte en otra ocasión, mas el impulso me ha llevado a que sea en esta, transmutado en sombra cual mensajero de la noche. Vengo a advertirte acerca de lo que se te viene encima como sigas así, de lo que te pasará si no aceptas mi humilde consejo.


- Cierto... Ha pasado mucho tiempo... Pero bueno, ¿De qué se trata?


- Tienes que protegerte sea como sea de aquellos que procurarán aplastarte, se cernirán contra ti e intentarán acabar contigo. No puedes seguir así. En este mundo todo es digno de desconfianza, incluso hasta tu propia sombra. Escucha bien lo que te digo: Ahí fuera hasta las más hermosas mariposas cuchichean, y no es siempre lo oscuro lo que mas confabula contra ti. Has de despertar, sea como sea. Abrir los ojos y darte cuenta de lo que se te viene encima. Porque, al menos por ahora, la caída resulta irremediable.


- Te estoy escuchando, pero... ¿A dónde quieres llegar? ¿Qué es lo que intentas decirme?


- Tú mismo te darás cuenta llegado el momento. Espera, y verás. Por eso mismo he acudido a ti, para que estés avisado y a poder ser puedas esquivar el golpe.


- Sigo sin entender... -temblé perplejo-


- Tiempo al tiempo. Todo aquello va a ocurrirte mucho antes de que te des cuenta. Pero como suele decirse, quién avisa no es traidor. Ya nos veremos en otra ocasión. Esta será también mucho más pronto de lo que esperas. Nos reencontraremos, y te lo revelaré todo. Hasta entonces.


Entonces, la sombra alargada puso una mano sobre mi rodilla y la acarició con dulzura. Hasta pude percibir muy vagamente una sonrisa que revelaba una profunda sinceridad de sentimientos. Después de aquello, creo que se esfumó. Y digo que lo creo porque tampoco lo sé con seguridad. Me parece que me quedé dormido, o en su defecto, los dolores de la enfermedad fueron tan tamaños, que me desmayé sin quererlo. Cuando me desperté al día siguiente, recordé todo lo que ocurrió de una forma muy vívida. Y también, me sumió en muy hondas meditaciones.


A día de hoy, sigo preguntándome lo que significaban exactamente las palabras de la sombra. Quizás algún día vuelva a encontrarla y me lo explique. O puede que yo mismo logre desentrañar su significado cuando menos me esfuerce en intentar entenderlo.

domingo, 2 de enero de 2022

El jardinero apestoso

 Mas allá de todos los montes conocidos, entre las espesuras de bosques aún sin nombre, vivía un hombre cuyo nombre era Florencio. Este ejercía el oficio de jardinero -lo cual provocaba las risas de los escasos vecinos de la villa por motivos evidentes- y se trasladó allí hacía unos cuatro años más o menos. El lugar era bastante remoto, se trataba de una pequeña urbanización alejada de la capital, y de toda influencia urbana. La mayoría de la gente que vivía allí eran ancianos, y habían dividido sus parcelas con pequeños muros de madera. La vejez de estos, y la división de sus humildes hogares provocaron que a fuerza necesitarán de alguien que mantuviese el lugar. Ese alguien no podría ser otro que no fuera Florencio.


Los motivos por los cuales aquel hombre fue a parar en tales extraños parajes le eran desconocidos a la mayoría. Pero, sin embargo, se supo después de algún tiempo entre las confesiones que este prodigaba en sus borracheras, que había llevado una vida disoluta durante su estancia en algún barrio cerca del centro. No sé sabe con exactitud por qué razón decidió huir de ahí para llevar una vida relativamente calmada. Mas Florencio solía decir: "No podía continuar así. Debía retornar a la inocencia. Si hubiera seguido así... ¡Quién sabe lo que hubiera sido de mí" A parte de esto, no se sabía nada más.


Una de las carácteristicas que hacía a Florencio reconocible entre todos sus vecinos, era su mal olor. Motivo por el cual solían llamarle: "el jardinero apestoso" De esto tampoco se sabía mucho hasta que un día una suerte de druida visitó por un par de días la villa. Este decía que su repentina visita se trataba de una peregrinación, y debido a ello, solicitó la ayuda voluntaria de quién quisiera ofrecersela para descansar y alimentarse. Quién se ofreció fue Florencio. Así que el druida aceptó su ayuda con una amplia y honesta sonrisa.


Un día, durante su estancia en la casa de Florencio, mientras el druida dormitaba, abrió de repente los ojos. Estos se quedaron completamente blancos acompañados por una bruma gris que los circundaba. Y con los labios temblorosos y de un tono violaceo dijo las siguientes palabras entre susurros y muecas extrañas:


- Sé del motivo de tu mal olor. Este se ha ido germinando como el fertilizante que echas a las flores. Aunque mas que un fertilizante, se trata de un veneno que te corroe las venas. Desde tu juventud has cometido mil fechorías y cien vileces. Ya a partir de tu primera travesura en tu niñez, algo en ti se ha ido pudriendo. Y así, poco a poco, todo ha ido a peor. Naciste con la inocencia de una cría, pero con el tiempo te has convertido en un ser malvado. Pese a que creas que has huído de ello mudandote a este lugar, sólo has logrado que el remordimiento y el resentimiento aumente tu mal olor. Va a llegar el punto que tu putrefacción sea tan tamaña que vas a convertirte en un saco de basura andante.


Sumamente perplejo, el jardinero apestoso preguntó:


- ¿Y qué puedo hacer para evitar acabar así?


- Enamorándote con sinceridad -respondió el druida, y prosiguió- Pero no forzando ese amor, has de enamorarte con la inocencia de un niño que ve el amanecer por primera vez hasta el punto de deificarlo. Has de hacerte un creyente de aquello de lo que te enamoras. Gracias al amor todo el mal que los hombres portamos dentro se pule tanto que llega a disolverse.


Poco después el druida se marchó y nadie volvió a saber de él. Mientras tanto, Florencio se quedó meditativo, a penas hablaba y dejó de ir a emborracharse. Continuó su trabajo con diligencia, sin llegar a revelar lo que le había dicho el druida. Simplemente trabajaba en silencio, con los pensamientos focalizados en lo que a este le había dicho. Los había interiorizado tanto, que se dispuso a llevarlos a término. Durante los años siguientes, se fijaba con atención en todas las mujeres que pasaban a su lado, independientemente de su aspecto y de sus edades. No las miraba ni con deseo, ni mucho menos con intenciones lascivas. Lo que intentaba no era otra cosa que no fuera enamorarse. Así pasaron cinco años, todos en vano.


Tiempo después, durante un hermoso atardecer de primavera, contempló una silueta femenina que se dirigía en su dirección con pasos sinuosos y elegantes. Y cuando pasó de soslayo al lado de él, le dirigió una tenue sonrisa acompañada de unos ojos vivos y vidriosos. Fue entonces, cuando supo que estaba enamorado. La mujer, se trataba de una treintañera que jamás se había casado debido a que seguía los ideales de antaño. Decía que nunca se casaría, a no ser que conociese al hombre que ella considerase adecuado. Además, era una persona tremendamente religiosa, y que huía de los placeres del mundo. Lo cual, era justo lo contrario a lo que había sido Florencio antes de llegar a la villa.


El jardinero apestoso desde entonces se había enamorado. Sin embargo, su mal olor todavía no se había ido. Permaneció sin mutarse, estable, pero seguía ahí. Pensó que lo que le faltaba era llevar su amor al plano real, y que este no se quedará solamente en el ideal. Así que intentó cortejar a la mujer a base de miradas. Pero esto no funcionó, ya que el mal olor continuaba ahí por mucho que insistiera en sus miradas amorosas. Y aunque ella le correspondiese a esas miradas, tampoco le decía palabra alguna.


Así que una mañana mientras estaba cortando las rosas de las zonas comunes, ella apareció de repente a su lado, como si llevara ya un tiempo sin que él se diera cuenta al estar concentrado en su trabajo. Se puso tan nervioso, que se pinchó con una de las espinas de una enorme rosa blanca. Y pese a que la sangre chorreaba de su pulgar diestro hasta la tierra arenosa que estaba a sus pies, logró concentrar todo el coraje del que era capaz y le soltó a la mujer:


- Sé que no conozco nada de ti ni tú de mí, exceptuando mi mirar constantemente posado sobre el preciado aura que me transmites y esa sonrisa tan hermosa que me prodigas a las veces. Mas he de confesarte que te amo desde que nos vimos en aquel excelso atardecer. También sé que no soy precisamente muy guapo, y que además, huelo fatal. Pero, aún con ello, cuando pasas a mi lado, siento que siempre quisiera estar junto a ti. 


La mujer, con suma tranquilidad y con un semblante afable y comprensivo le limitó a decir:


- Nuestros sentimientos no podrían ser más parejos


Tras escuchar esto, Florencio perdió repentinamente su mal olor, y aún con la mano sangrante debido a la herida, inundando la tierra cual si derramara vino, le plantó un pequeño beso en los finos labios de la mujer. Fue un beso tan leve, como si fuera aquel roce tierno que una madre dispensa a su recíen nacido. Duró un instante. Un instante que fue suficiente para que brotasen sendas ramas de entre todas las partes del cuerpo de Florencio, haciendose a su vez mucho mas pequeño. Todo esto se sucedió con tal rápidez que la mujer no tuvo tiempo de reaccionar. Dirigiendo la mirada bajo sus pies, pudo ver que allí donde estuvo el jardinero apestoso sólo quedaban un pequeño cúmulo de ramas de las que brotaban algunos tallos verdes. Con gran tristeza, ella se puso a llorar. Y mientras sus incontenidas lágrimas caían, se dió cuenta de que la planta crecía con extraña premura. Con sólo un par de gotas, los tallos verdes se hacían grandes y fuertes.


Desde entonces, la mujer acudía a regar la planta con sus lágrimas día tras día. Hasta que lo que fue una pequeña planta se convirtió en un inmenso sauce llorón. Y a pesar de que este ya era enorme, seguió insistiendo en llorar sobre él hasta el final de sus días. 


Del destino de la mujer, nadie sabe con certeza lo que fue de ella. Unos dicen que murió de pena, y otros, que las ramas del sauce llorón se hicieron tan rudas e inmensas, que acabó apresandola entre ellas convirtiendola en parte del árbol. Yo, particularmente, prefiero esta segunda versión aunque sea mucho menos razonable y lógica que la primera. Mas, ¿A quién le importa la razón y la lógica? En todo caso, lo que fuera de ella lo dejaré al parecer de los lectores.