Mas allá de todos los montes conocidos, entre las espesuras de bosques aún sin nombre, vivía un hombre cuyo nombre era Florencio. Este ejercía el oficio de jardinero -lo cual provocaba las risas de los escasos vecinos de la villa por motivos evidentes- y se trasladó allí hacía unos cuatro años más o menos. El lugar era bastante remoto, se trataba de una pequeña urbanización alejada de la capital, y de toda influencia urbana. La mayoría de la gente que vivía allí eran ancianos, y habían dividido sus parcelas con pequeños muros de madera. La vejez de estos, y la división de sus humildes hogares provocaron que a fuerza necesitarán de alguien que mantuviese el lugar. Ese alguien no podría ser otro que no fuera Florencio.
Los motivos por los cuales aquel hombre fue a parar en tales extraños parajes le eran desconocidos a la mayoría. Pero, sin embargo, se supo después de algún tiempo entre las confesiones que este prodigaba en sus borracheras, que había llevado una vida disoluta durante su estancia en algún barrio cerca del centro. No sé sabe con exactitud por qué razón decidió huir de ahí para llevar una vida relativamente calmada. Mas Florencio solía decir: "No podía continuar así. Debía retornar a la inocencia. Si hubiera seguido así... ¡Quién sabe lo que hubiera sido de mí" A parte de esto, no se sabía nada más.
Una de las carácteristicas que hacía a Florencio reconocible entre todos sus vecinos, era su mal olor. Motivo por el cual solían llamarle: "el jardinero apestoso" De esto tampoco se sabía mucho hasta que un día una suerte de druida visitó por un par de días la villa. Este decía que su repentina visita se trataba de una peregrinación, y debido a ello, solicitó la ayuda voluntaria de quién quisiera ofrecersela para descansar y alimentarse. Quién se ofreció fue Florencio. Así que el druida aceptó su ayuda con una amplia y honesta sonrisa.
Un día, durante su estancia en la casa de Florencio, mientras el druida dormitaba, abrió de repente los ojos. Estos se quedaron completamente blancos acompañados por una bruma gris que los circundaba. Y con los labios temblorosos y de un tono violaceo dijo las siguientes palabras entre susurros y muecas extrañas:
- Sé del motivo de tu mal olor. Este se ha ido germinando como el fertilizante que echas a las flores. Aunque mas que un fertilizante, se trata de un veneno que te corroe las venas. Desde tu juventud has cometido mil fechorías y cien vileces. Ya a partir de tu primera travesura en tu niñez, algo en ti se ha ido pudriendo. Y así, poco a poco, todo ha ido a peor. Naciste con la inocencia de una cría, pero con el tiempo te has convertido en un ser malvado. Pese a que creas que has huído de ello mudandote a este lugar, sólo has logrado que el remordimiento y el resentimiento aumente tu mal olor. Va a llegar el punto que tu putrefacción sea tan tamaña que vas a convertirte en un saco de basura andante.
Sumamente perplejo, el jardinero apestoso preguntó:
- ¿Y qué puedo hacer para evitar acabar así?
- Enamorándote con sinceridad -respondió el druida, y prosiguió- Pero no forzando ese amor, has de enamorarte con la inocencia de un niño que ve el amanecer por primera vez hasta el punto de deificarlo. Has de hacerte un creyente de aquello de lo que te enamoras. Gracias al amor todo el mal que los hombres portamos dentro se pule tanto que llega a disolverse.
Poco después el druida se marchó y nadie volvió a saber de él. Mientras tanto, Florencio se quedó meditativo, a penas hablaba y dejó de ir a emborracharse. Continuó su trabajo con diligencia, sin llegar a revelar lo que le había dicho el druida. Simplemente trabajaba en silencio, con los pensamientos focalizados en lo que a este le había dicho. Los había interiorizado tanto, que se dispuso a llevarlos a término. Durante los años siguientes, se fijaba con atención en todas las mujeres que pasaban a su lado, independientemente de su aspecto y de sus edades. No las miraba ni con deseo, ni mucho menos con intenciones lascivas. Lo que intentaba no era otra cosa que no fuera enamorarse. Así pasaron cinco años, todos en vano.
Tiempo después, durante un hermoso atardecer de primavera, contempló una silueta femenina que se dirigía en su dirección con pasos sinuosos y elegantes. Y cuando pasó de soslayo al lado de él, le dirigió una tenue sonrisa acompañada de unos ojos vivos y vidriosos. Fue entonces, cuando supo que estaba enamorado. La mujer, se trataba de una treintañera que jamás se había casado debido a que seguía los ideales de antaño. Decía que nunca se casaría, a no ser que conociese al hombre que ella considerase adecuado. Además, era una persona tremendamente religiosa, y que huía de los placeres del mundo. Lo cual, era justo lo contrario a lo que había sido Florencio antes de llegar a la villa.
El jardinero apestoso desde entonces se había enamorado. Sin embargo, su mal olor todavía no se había ido. Permaneció sin mutarse, estable, pero seguía ahí. Pensó que lo que le faltaba era llevar su amor al plano real, y que este no se quedará solamente en el ideal. Así que intentó cortejar a la mujer a base de miradas. Pero esto no funcionó, ya que el mal olor continuaba ahí por mucho que insistiera en sus miradas amorosas. Y aunque ella le correspondiese a esas miradas, tampoco le decía palabra alguna.
Así que una mañana mientras estaba cortando las rosas de las zonas comunes, ella apareció de repente a su lado, como si llevara ya un tiempo sin que él se diera cuenta al estar concentrado en su trabajo. Se puso tan nervioso, que se pinchó con una de las espinas de una enorme rosa blanca. Y pese a que la sangre chorreaba de su pulgar diestro hasta la tierra arenosa que estaba a sus pies, logró concentrar todo el coraje del que era capaz y le soltó a la mujer:
- Sé que no conozco nada de ti ni tú de mí, exceptuando mi mirar constantemente posado sobre el preciado aura que me transmites y esa sonrisa tan hermosa que me prodigas a las veces. Mas he de confesarte que te amo desde que nos vimos en aquel excelso atardecer. También sé que no soy precisamente muy guapo, y que además, huelo fatal. Pero, aún con ello, cuando pasas a mi lado, siento que siempre quisiera estar junto a ti.
La mujer, con suma tranquilidad y con un semblante afable y comprensivo le limitó a decir:
- Nuestros sentimientos no podrían ser más parejos
Tras escuchar esto, Florencio perdió repentinamente su mal olor, y aún con la mano sangrante debido a la herida, inundando la tierra cual si derramara vino, le plantó un pequeño beso en los finos labios de la mujer. Fue un beso tan leve, como si fuera aquel roce tierno que una madre dispensa a su recíen nacido. Duró un instante. Un instante que fue suficiente para que brotasen sendas ramas de entre todas las partes del cuerpo de Florencio, haciendose a su vez mucho mas pequeño. Todo esto se sucedió con tal rápidez que la mujer no tuvo tiempo de reaccionar. Dirigiendo la mirada bajo sus pies, pudo ver que allí donde estuvo el jardinero apestoso sólo quedaban un pequeño cúmulo de ramas de las que brotaban algunos tallos verdes. Con gran tristeza, ella se puso a llorar. Y mientras sus incontenidas lágrimas caían, se dió cuenta de que la planta crecía con extraña premura. Con sólo un par de gotas, los tallos verdes se hacían grandes y fuertes.
Desde entonces, la mujer acudía a regar la planta con sus lágrimas día tras día. Hasta que lo que fue una pequeña planta se convirtió en un inmenso sauce llorón. Y a pesar de que este ya era enorme, seguió insistiendo en llorar sobre él hasta el final de sus días.
Del destino de la mujer, nadie sabe con certeza lo que fue de ella. Unos dicen que murió de pena, y otros, que las ramas del sauce llorón se hicieron tan rudas e inmensas, que acabó apresandola entre ellas convirtiendola en parte del árbol. Yo, particularmente, prefiero esta segunda versión aunque sea mucho menos razonable y lógica que la primera. Mas, ¿A quién le importa la razón y la lógica? En todo caso, lo que fuera de ella lo dejaré al parecer de los lectores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.