Recuerda amigo mío, que en estos años oscuros que han marcado nuestra época el mayor mal no es la ignorancia ni la pena, sino ante todo la debilidad. Mas, si te quedan dudas, podemos mirar sus efectos que no sus causas, los fenómenos en lo que se trasluce que no su origen motriz, ya que esto lo podemos ver en este desasosiego interno que lleva a los hombres a dar rienda a sus fragilidades destempladas de cara al público, como si tal cosa no fuera digna de avergonzarse, toda lágrima se expone al público y el aplauso del vulgo no tarda en producir su debido eco en el auditorio. Esto último es lo que me resulta tremendamente nefasto, porque antaño si algo producida desagrado era la penuria injustificada y gratuita, a ese que se lastimaba en vías de recibir una repugnante atención, le caían millares de piedras, que por potencia y velocidad, podríamos asemejarlo a proyectiles, que recaían sobre él para que cesase tal sobreactuación, y si este no desistía, se insistía hasta ocasionarle una penosa muerte, que lejos de buscar la entonación de un requiem, se celebraba con la mas plétorica de las fiestas en tanto que se había llevado la ceniza a su debido sitio.
Ahora, ocurre algo del todo diferente, pareciese que la debilidad, lo aberrante, lo nauseabundo, se muestra ante la pantalla como si se tratase de una especie de canón al que aspirar, y mediante el cual, quién conserve en sí un ápice de belleza debe avergonzarse. Y cuando se expone lo contrario -es decir, lo que debería ser- se le recrimina a uno como si acabase de romper alguna suerte de norma implicita en la sociedad que le expulsa a uno inmediatamente del umbral del correctismo político, conduciendole así hacía el abismo del aislamiento social. Obviamente, podría uno pensar que esto es mas una ventaja que una cosa que replicar, puesto que de lo que apesta al olfato y desagrada a la vista, lo mejor es alejarse, guardando consecuentemente una distancia personal porque a uno le viene en gana a nivel individual, mas no obstante, en cuanto a mí, considero una cuestión de dignidad viril el quejarme ante esta situación no de vicio, sino en busca de unos ideales mayores, que en cuanto elevados a alturas insospechables, también podrían llamarse -y tenerse- como absolutos. Claro, que, por otro lado, esto tampoco quiere decir que ya se hayan encarnado en uno, pero sería sumamente vulgar no mirar al menos en su dirección.
Vemos, por lo tanto, que se ha dado una vuelta insospechada a las cosas, lo que antes era digno de elogio debido a su sublimidad, a su nobleza, a su aristócracia estética, hoy día se ve desde un prisma en el que se considera arbitrariamente como un insulto al vago concepto de lo mediocre que estos socialdemocratas sustentan, puesto que ellos que no han vislumbrado el mas mínimo ideal resplandeciente, cargan con resentimiento a los que se encaminan por la senda labrada por los antiguos. El hacer de lo débil una medalla de plástico no tiene nada de héroico, como tampoco es nada revolucionario el atrincherarse en una pocilga como lo es una universidad cualesquiera en busca de un apoyo de tan poco valor como es el estudiantil -los cuales, dicho sea de paso, han encontrado un refugio para superar sus traumas de niños mimados en la ideología- para así ser una victima pública de su propia estupidez. Un héroe si persigue los ideales de sus antepasados, o un revolucionario que guarda en sí la esperanza de derrocar algo que considera degradante para los suyos, no gimotea ni se esconde como un cobarde, ambas figuras que resultan como se diría diferentes caras de una misma moneda, se enfrentan a la realidad evitando hacer de la misma un espectáculo, y si se encuentran ya en su apogeo, miran desde una altitud considerable aquel símbolo con el que tarde o temprano todos nos encontramos, que es la muerte.
Hay quién ha hecho de su vida toda una tragedia, pero aún de estas cosas no nos podemos dejar engañar por las apariencias, pues las hay verdaderas tragedias, y luego otras, que son enteramente ficticias. Sin embargo, en este caso si podemos hablar sin problema alguno que nos entumezca la voz de que se da una mezcla de ambas, casi de tipo teatral, en la que empezando el transcurso vital en una especie de comedia escrita por un guionista borracho que no tiene ni un poco de originalidad, acaba tornandose en una tragedia que traspasa la frontera entre ambas esferas, culminando así en un acontecimiento tan soberbio que nos sería muy díficil de identificar si se trata de una actuación sobresaliente, o sí es la figura del héroe materializada en la vida ordinaria. Sería algo parejo como un destello repentido observado en una noche sin estrellas en el que nos preguntamos si su fulgor ha sido algo proveniente de nuestra imaginación, o si realmente esta bendición se ha dado ante nuestros ojos, liberándonos aunque sea por un momento, de las ataduras de la monotonía.
Independientemente de lo que fuera, aplaudimos con sinceras lágrimas en los ojos, ya no las típicas del malogrado espectáculo al que me refería en las primeras líneas, sino ya auténticas lágrimas de admiración hacía lo grande y elevado, escurriendose con ello estás gotas saladas en nuestros párpados hasta alcanzar nuestras mejillas dejando sus salobres y humedecidas sendas como rastro que alaba lo inhóspito, y que cada vez encontramos menos, un milagro que patentiza cual sello la única inmortalidad que podemos alcanzar en esta vida, siempre advertiendo que esto se tratara de un pequeño roce que nunca se integrara en nosotros con plenitud. Sí, pudiera ser esto un acontecimiento que podríamos catalogar de triste, mas como lo triste en sentido mas bajo está al orden del día, esta tristeza a la que apunto está cargada por una luz tan inmensa que no sabríamos distinguir con la debida precisión si nos entristece con una tonalidad meláncolica, o nos alegra con un leve regocijo, quizás un poco de ambas.
Todo esto conduce a esa imperiosa necesidad de alcanzar cuanto nuestro espíritu es capaz de aspirar, pese a que nos hayamos acostumbrado a los suspiros, ansiamos desde el interior una elevación que no puede ni debe limitarse a algo meramente imaginativo, que quiere fijarse tanto en aquello relacionado con lo espiritual como respecto a lo carnal, tanto en lo figurativo y simbólico como en la vida. Esto es el poder, aquello que las gentes mas vulgares suelen asimilar a bienes reducidos a los materiales, se trata del mayor ideal, la acumulación de todas las inspiraciones concretadas en una inmensa elevación que lo abarca todo cuales centenares de luces fragmentadas a través de espacios continuos y dispersos, trascendiendo todos los tiempos aún con una añoranza callada del pasado. Pero, también, encontramos sombras, oscuros recovecos que reclaman nuestro esfuerzo, nuestra insistencia incluso en lo irremediable, en lo imposible... Pues algo que siempre ha caracterizado al héroe mas allá de su representación teatral es que sabiendo que la batalla estaba perdida desde los comienzos -quién posee un espíritu guerrero es mucho mas inteligente que el mas aclamado de todos los sabios- insiste en proseguir, y cuando cae en apariencia derrocado sobre el macillento suelo, se sabe vencedor.
Tenemos, pues, una necesidad de fuerza, de toma de conciencia de las potencias vitales y viriles, que en su absoluta condición nos lleven allí donde se dé comienzo y cúlmen de este ideal autoritario que desde nuestro fuero interno deseamos, pero que raras veces alcanzamos ¿Es esto como apuntaba mas arriba una batalla pérdida? ¿Una guerra fría en la que no se localiza una fuente de luz como podría serlo el sol? ¿Qué hemos de hacer nosotros, meros mortales comunes? Si diera una solución sería un hipocrita, y dejando tantas preguntas en el aire bien se me podría decir que soy todo un sofista, pero ¿Acaso no sabes leer entrelíneas, estimado amigo? ¿No ves que ya te he respondido? Pues sí, lo hice. Si en este deslizarse del tiempo tan recargado en sombras, buscamos algo ascendente, ese hálito vital con la suficiente autoridad y voluntad para apartar toda fragilidad mujeril ¿A qué crees que me estoy refiriendo?
En ese momento, el hidalgo se levantó de su silla, y haciendo una leve inclinación, se fue andando hacía nadie sabe donde. El caso fue que desde que comenzó a hablar, la tarde iba llegando a su ocaso, y cuando decidió ponerse en movimiento, ya estaba anocheciendo, proyectando así su sombra por un suelo mal cimentado, rodeado por cuatro faroles, que debido a su baja luminosidad, una vez atravesado tal línea divisoria entre la escasa luz y las abundantes sombras, su figura desapareció sin dejar rastro. Por lo visto, no permitió que su acompañante le respondiese, ello pudiera ser porque era amante de la ambigüedad por la carga tan intrigante como estética que tiene este fenómeno, pero uno -creo yo- debería inclinarse mas a que así lo hizo al no ser de su gusto escuchar las espontáneas respuestas de otro que no sea él mismo, al menos, en ese momento, puesto que estas deben ser meditadas según su percepción refinada, o, lo que sería mas interesante, interpretó aquellos siete segundos de silencio como una respuesta suficiente.