Existe la superstición de que la memoria actúa en nosotros cual si se tratase de un archivador perfectamente ordenado. Es como si nosotros cuando quisiéramos recordar algo, abriéramos un cajón en nuestra mente y encontrasemos un recuerdo impoluto, nítido y perfectamente objetivo. Se ha llegado a afirmar, incluso, sobre todo aquí en Occidente, que esta memoria totalmente racional vendría a definir nuestra identidad. Es decir, la memoria y el conjunto de recuerdos que subyacen a la misma, sería lo que conformaría quienes somos, nuestro yo. Sin embargo, yo siempre he sido contrario a estas dos tesis, ya que para mí la memoria no es como un archivador donde reina el orden de un maníaco de la limpieza. Es mas bien un espacio muy amplio en mi interior donde revolotean los recuerdos. Y, que, debido a tanto girar y girar, se estropean con el tiempo, o en su defecto, se le añaden nuevos matices como a los libros el polvo. Ya en lo referente a identificar a la persona con la memoria, creo que esto de ningún modo es así. Es verdad que en la medida que tenemos experiencias, se añaden en nosotros una serie de enseñanzas y aprendizajes que nos condicionan a pensar de una o de otra manera. Pero, afirmar que es ese el núcleo es un despróposito. Nuestro yo, nuestra conciencia, lo que somos en esencia, es algo que trasciende a lo que vivimos y recordamos, es algo que va más allá de todo lo que nos rodea, se trata de algo con lo que nacimos y con lo que moriremos. Qué sea, o de dónde venga exactamente, no lo sé.
Pero como en todo, hay cosas que no se pueden saber. Es bueno vaciarse en conocimientos de vez en cuando, depurarse de pensamiento.
Aún teniendo en cuenta esto, hay veces que intento acceder a mi yo consciente, y en ocasiones que podido contemplar un pequeño halo de luz. Mas creo que esa no es la conciencia tampoco, mi yo ha de darse de una forma que no admita descripción. Otras veces, sin embargo, sí he logrado juguetear con la memoria. Y esta se ha mezclado con la fantasía y la imaginación hasta tal punto que he llegado a preguntarme: "¿Eso pasó realmente? ¿Qué es verdad y qué es mentira? ¿Qué está supuestamente mal, y qué es lo que denominamos el bien?" Pero al poco de replantearme estas preguntas, me doy cuenta de que no sirven para nada. Poco importa que lo que yo haya vislumbrado en mi interior sea real, la verdad o lo que pensamos que es el bien. Lo verdaderamente importante es haber gozado de ese instante lúminico, el haber encontrado en el amplio espacio de mi memoria una sucesión desperdigada de imagenes que se combinan artísticamente entre sí de mil maneras diferentes cada vez que acceso a ellas.
Esto me acontece ahora mismo, en este momento exacto. Se abre una puerta en mi interior tan colmada de luz, que díficilmente puede llegar a verse algo con nítidez. Ni siquiera sé si lo que da entrada a este mundo a parte es una especie de puerta, ya que si así fuera, sus contornos estarían difuminados por la gran cantidad de luz. Así que mejor imaginemos que el haz de luz ha aparecido de repente, ha irrumpido allí donde yo y el lector estuvieramos, ha quebrado el mundo circundante y se ha manfiestado como una aparición de otro mundo.
La luz lo absorbe todo, colma casi cualquier cosa con su luminosidad apabullante.
Y ahí me veo a mí, otra vez niño recorriendo aquel prado que he recorrido tantas veces en la realidad como en la memoria. Mas, no obstante, mi manera de recorrerlo como lo hice en la vida ordinaria y tal y como lo recuerdo, fue sólo una vez, mientras que en la memoria, fueron incontables veces de mil formas. Lo único que permanece inalterable es el ondularse de las hierbas cuando son mecidas por el viento. Pareciera que un idéntico espíritu las anima a realizar el mismo recorrido cada vez que las veo bajo mis párpados. Y aunque quién me vea desde fuera puede pensar que estoy dormido o vagabundeando, se equivoca porque en realidad en ese otro mundo estoy despierto. Tanto, que, mis ojos de niño se quedan embelesados contemplando aquel mecerse de la hierba silvestre. Se abren surcos entre un lado y otro, y pareciera que una docena de hadas invisibles que quieren ocultarse al mundo vuelan por encima de esa hierba. Quizá mi curiosidad infantil proviene de querer verlas, no sólo por un tipo de deleite estético en lo que se refiere al paisaje.
Entonces, algo irrumpe entre la hierba. Se trata de un pastor alemán que disfruta de que su lomo peludo y sus patas pesadas sean acariciadas por esa hierba en la que sobrevuelan las hadas invisibles. Va con la lengua fuera como un trapo. Pero no del cansancio, sino mas bien de alegría y disfrute. Así me lo comunican sus ojos, unos ojos muy abiertos y vidriosos de un tono castaño claro. No parece un perro muy pequeño. Yo creo que es un perro adulto que mantiene en su seno la expectación de la niñez, y que disfruta como lo haría cuando era un cachorrito de esconderse para volver a aparecer.
De repente, noto una mano en mi hombro, y al girarme me percato de que es mi amigo N, su estampa es inconfundible. Aquel cuerpo robusto, sus facciones de bruto, una piel cobriza y aquellas gafas que mas le dan un aspecto de patetismo que de intelectualidad, le delatan completamente. De su boca con aparato, nace un afluente de saliva tal, que me impide averiguar de lo que está hablando. Creo haber entendido que es hora de irnos, que su padre nos está esperando en su destartalada furgoneta. Pero yo no quiero irme, al menos todavía no. Siento como si sólo hubiera tenido unos minutos para descifrar el secreto de las hadas invisibles. Y quiero saberlo, necesito saber por qué se ocultan de nuestros ojos mientras juguetean como niñas por encima de la hierba mecida por el capricho del viento.
Sentí un cambio en mí. Mi cuerpo seguía siendo el mismo, mi alma era idéntica. Pero mi yo consciente era distinto.
El paisaje también era el mismo. Tal escenario parecía inmutable, inalterable, origen y culmén de su propia existencia. Sin embargo, los componentes accidentales que lo habían acompañado, habían cambiado. Yo ya no era el niño que estaba ahí, era mi yo en una edad más o menos actual. Mi amigo ya no estaba ahí, y tampoco la furgoneta vieja de su padre nos estaba esperando para conducirnos de vuelta. Parpadeando de perplejidad, busqué una razón a la existencia de las hadas en el continúo movimiento del mecerse de las hierbas. Al principio me asusté porque dejé de ver el movimiento que hacía la hierba cuando era impulsada por el viento. Mas al poco, caí en la cuenta de que simplemente, su intensidad era menor. A lo que se sumaba que su dirección se había alterado. Ahora estaba concentrada en lo que parecía el núcleo de aquel prado. Así que decidí adentrarme con totalidad libertad, sin miedo a lo que pudiera pasar si me perdiera entre tales frondosas hierbas.
En la medida que las iba atravesando, con cada paso, ese cambio en mí era cada vez mas patente. Me sentía mas liviano, menos pesado, ligero como una pluma en espíritu. De ahí que hasta cierto punto me sintiera uno con el viento. El transcurso para llegar fue muy apacible, mas la llegada fue una ráfaga muy serena. Pues cuando llegué hasta el corazón de aquel paraje medio recordado, medio soñado, me dí cuenta de que se trataba de un prado despejado. Las hierbas que con tal sutileza se desplazaban como si fueran las olas del mar, sólo estaban a mi al rededor cual decorado armonioso. Yo, sin embargo, estaba en el centro de un natural escenario vislumbrando cómo la figura de las hadas que jugueteaban en aquel pasaje se iba haciendo cada vez mas nítida. Si agudizaba mis ojos y afinaba mi mirada, podía ya distinguir las telas trasparentes que portaban, y a través de las cuales, me llegaban ráfagas blanquecinas provenientes de su piel.
Estas, volaban y volaban. Y aún habiendo advertido mi presencia, prefirieron ignorarla.
Yo me quedé en el sitio. No me atrevía a moverme para no perturbar la belleza del momento. Temía que un desdichado paso mío pudiera provocar no sólo que las hadas que cada vez eran más visibles se marcharán, sino que también todo el ambiente onírico que me rodeaba se hundiera en un profundo foso del que jamás ya volvería a tener acceso. Ese miedo en un principio provocó que mi respiración se agitase durante unos instantes. Pero cuando fuí consciente de que incluso esa respiración podría alterar aquello que estaba viendo, logré sosegarla concentrándome en la cantidad de aire que inspiraba y expiraba. Y sólo cuando mi presencia se hizo semejante a un tercer ojo cuya única naturaleza residía en limitarse a participar mediante la contemplación, pude confundirme con aquello que veía, aunándome cual una cuna que es movida por su propio peso.
Y entonces, llegó el crépusculo, transformándolo todo en un bosque mágico. El velo de la noche bordado por el atardecer cayó sobre todo lo que componía mi visión, y también yo mismo, con la naturalidad con la que una tela grisácea se esparce por un espacio donde incide la luz del sol. En ese momento sentí cómo unas alas crecían por mi espalda cual si las hierbas que instantes antes había atravesado me hubieran plantado unas semillas justo ahí. Una de las hadas, al ver que yo había cambiado sustancialmente mi forma, decidió mostrarse completamente hasta el punto de despojarse de la escasa tela que la cubría. Desnuda, y con una sonrisa juguetona, sin malicia, como la de una niña que ha hecho una picardia sin que sus padres lo supieran, señalo hacía un punto del cielo nocturno. Después, sus senos, alzandose con un impulso, ascendieron para incidir en el camino que de ahora en adelante debía seguir.
Reconozco que mí pecho comenzó a desplazarse con violencia debido a los incesantes latidos que sentía en mi corazón, como también que mi respiración retornó a agitarse a pesar de que parecía que la había controlado. Pero esto sólo fueron unos instantes, porque cuando me percaté de cual era mi destino por así decirlo, pegué un brinco, y con decisión ascendí allí donde aquel inmaculado dedo índice me había indicado que debía ir. Al subir, sentí como si fuera mas bien un salto prolongado en vez de un aleteo, como si la fuerza hubiera estado mas en mis pies que en mis recientes alas. El coro de hadas envueltas en finas telas me rodeaba, dando vueltas y mas vueltas para darme ánimo, y el hada que se desnudó ante mí, me seguía justamente por detrás. Ahora parecía que se había cubierto todas sus partes íntimas con hojas y algunas hierbas silvestres. Desconozco cómo caí en aquellos detalles cuando estaba concentrado en ascender. Mas supongo que eso no importa, el caso es que seguí...
Seguí y seguí. Insistí en la ligereza, y evitando todo lo pesado, me volví trasparente para encontrar mi camino.
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