martes, 10 de agosto de 2021

Ducados

 Decidí salir de la estación con la esperanza de reposar tras un largo viaje. A pesar del mareo y del cansancio que sentía, me encendí un ducado y dejé que el humo me inundara por dentro para al poco salir y esparcirse por un cielo nocturno cuyas nubes y brumas impedían contemplar las estrellas. Aún así, me consolé contemplando cómo el humo que salía de mi boca ascendía tanto que cubría los escasos ventanales de los edificios que estaban justo en frente de la estación, y que a esas horas todavía estaban decorados por las luces de algunos desconocidos noctámbulos. En cierta medida, esas lámparas que concedían ese fulgor a las ventanas, venían a sustituir lo que serían las estrellas. O al menos, eso me imaginé debido a un probable capricho fantasioso.


Mientras pasaban los anónimos transéuntes, me preguntaba acerca de mí vida sin llegar a una conclusión definitiva. La gente por lo común solía hablar bastante mal de mí. Se diría que tengo mala fama. Para la mayoría soy considerado un desgraciado, un pérdido, un decadente, alguien malvado que va inevitablemente a la deriba... Preguntes a quién preguntes, todos te dirán lo mismo: Las mismas palabras cargadas de injurias y maldiciones dirigidas a mi persona. Mas, yo me interrogaba sobre cómo he podido cosechar tan cúmulo de difamaciones. Pero al cabo, me devanaba los sesos para nada puesto que la pregunta me llevaba a una respuesta bastante ambigüa que requería de una nueva pregunta, y así incesamente. La incognita de siempre. La muda interrogación misteriosa que siempre ha sido mi vida. 


Pensativo miraba hacía el sucio suelo repleto de colillas de tabaco blanco y de chicles de antaño. Quizás ese suelo fuera la respuesta que buscaba. Insistí en demasía preguntando mirando al cielo, y encontrandolo nublado me saturaba y ya no tenía dónde dirigir la mirada. Puede que sí, que debiera mirar al suelo cuando quisiera saber por qué todos me veían como a una especie de duende travieso que forma innúmerables males con el más mínimo gesto. Me causó repugnancia ver ese suelo tan sucio, y pensé que pudiera ser esta reacción pareja a la que tienen los demás cuando se asoman al oscuro foso de mi alma.


Expulsé el humo y respiré por un instante aire nauseabundo. Sin saber por qué se dibujó en mis labios una tenue sonrisa que nada tenía que ver ni con la alegría ni mucho menos con la felicidad. En verdad, sentía ganas de llorar pero no lo iba a hacer. Me negaba a darle al mundo esa satisfacción de verme mas derrumbado de lo que solía estar. Así que sonreí  -incluso, me reí para mis adentros de mi propia desgracia- aunque tan sólo fuera por resentimiento hacía el mal que me deseaba el compuesto sin forma de la sociedad. 


Llevaba ya años adoptando esta extraña actitud. Como si nada me importase, me límitaba a sonreír y a aparentar indiferencia pese a que algo me doliera en lo más profundo de mi corazón. Si me decían que era un imbécil o un sinvergüenza les sonreía en su cara con desparpajo, y si insistían, se me escapaban un gran cúmulo de risotadas sin quererlo. Al final, terminaban por mandarme a mí casa con mas insultos como acompañamiento, y yo, me daba la media vuelta y desaparecía. Y cuando llegaba, me ponía a llorar desconsoladamente procurando ahogar los gritos para que nadie me oyese. Una vez terminase tal perorata lacrimogena, salía de mi habitación y contaba un par de tonterías como si nada hubiera pasado. Así era mi vida, ya me había acostumbrado.


Notaba como me ardían las yemas de los dedos debido a que el ducado lindaba ya con su fin. Casi se había acabado, pero yo siempre lo apuraba al máximo como si con el cúlmen de ese cigarro de tabaco negro me fuera la vida en ello. Literalmente lo sentía así en mi retorcido fuero interno. En esos momentos, el ducado era yo, y yo era el ducado y no había mas. Todo era tan fugaz... Que me daban ganas de vomitar. Quince minutos de sosiego, calada tras calada y todo venía a convertirse en ceniza, una callada tranquilidad que producía que todo aquello acabase porque el fuego había logrado consumir todas las hojas, como en nuestras vidas lo eran las horas. Me creía que estaba jugando con la muerte, bailando con ella, siendo la realidad a la inversa. No había punto de descanso ni de apoyo alguno porque todas las cosas morían, culminaban como ese ducado a punto de apagarse que aún sostenía entre mis dedos. 


Agobiado por la situación, tiré el ya casi consumido ducado al suelo y lo apagué con la suela de mi zapato para segundos después encenderme otro. Ya estaba al menos mas tranquilo porque el humo había retornado para hacer eternos recorridos en mi interior hasta el punto de enredarse en mi garganta como si fuera una soga al cuello. Tosí, volví a inhalar el humo con premura, y pensé en cuán degradante sería mi aspecto en ese momento. Probablemente tendría bolsas bajo mis ojos, el cabello revuelto por el viento, unos zapatos destrozados por mis caminatas y una camiseta agujereada por el tiempo "Bueno... ¿Qué más da? Así son las cosas..." -pensé poniendo una mueca indiferente para seguir pensando en estás cosas. 


En realidad, siempre he cobijado un estoicismo muy extraño en mi interior. Este, en vez de fundarse en la razón y en la templanza, solía confundirse con una irracionalidad al borde del delirio y un desequilibrio enfermizo que acababa paradojicamente por convertirse en un vulgar conformismo. Tan tranquilo e inmutable he sido que cuando me acontecían situaciones funestas, me limitaba a meter las manos en los bolsillos y esperaba a que el mal pasase tal y como había venido. Si algo positivo puedo decir de mí, es que he sido siempre muy paciente -quizás demasiado- Daba igual lo que ocurriese, me quedaba quieto y esperaba sin pestañear. Como, a su vez, de hecho estaba haciendo en este lugar sin saber a qué. Nunca he sabido a qué atenerme, por eso dejaba que el mundo girase lo que debiera girar mientras mi espíritu actuaba como una rígida torre: plantada en la tierra y sin aspiración alguna que no fuera permanecer y contemplar el atardecer. 


Justo cuando estaba divagando sobre estas cosas, apareció ante mí un mendigo andrajoso de unas pintas horripilantes probablemente por hacer su vida en la calle. Este, abriendo mucho los ojos, y casi sin mover sus labios pegajosos me dijo:


- Oye ¿Tienes tabaco?


- Sí, pero sólo negro. Es decir, lo que tengo son ducados... -respondí titubeando ligeramente


- Da igual.


Metí la mano en mi mochila con nerviosismo buscando el tabaco para darle. Revolviendo entre mis objetos en busca del paquete, recordé que hasta hacía unos escasos meses solía dar algunas monedas a los mendigos. Sea quién fuere, les daba lo que tenía con tan sólo pedirlo. Sin embargo, esa extraña manía pasó a evaporarse poco a poco. Tiempo después, sólo les daba a aquellos que parecían tener pinta de mas desfavoridos, pero con el tiempo, dejé de darles a nadie nada. No es que me tuviese antes por alguien caritativo por darles, como tampoco después como alguien que los acusase de gastarse el dinero en vicios. Simplemente los veía a todos como unos bellacos. Además, si yo estuviera en su posición, me lo gastaría todo en ese último caso hasta que me diera un coma etílico y muriese. Ese sería un buen final.


En este caso, opté por darle a aquel mendigo parte de mi tabaco. Si hubiera sido otra cosa como dinero, es probable que me hubiera inventado una excusa. Pero al tratarse de tabaco, y pedirmelo tan directamente, pensé que sería lo suyo. Así, pues, una vez que había alcanzado uno de mis ducados, se lo dí con la mano temblorosa y tartamudeando que aquí lo tenía. No sé por qué, pero tenía miedo. No del mendigo en particular, sino de lo que pudiera hacerme la gente en general durante ese momento de flaqueza. 


- Perdona ¿Me podrías dar dos...? Es que, verás... Tenemos una comunidad de mendigos, y solemos repartirnos el tabaco entre todos para así tener con que sobrevivir en esta fría noche.


"¡Vaya! -pensé- ¡Una comunidad de mendigos! ¿Quién iba a decirlo? ¡Y encima usan del tabaco como una cuestión de supervivencia!" La verdad es que esta perplejidad no atendía a ser un reproche, tampoco una confusión. Era, mas bien, producto de la sorpresa. Quizás yo también debiera pertenecer a esa comunidad, y dedicar la noche a fumar, ya que al fin y al cabo era lo que estaba haciendo en esos instantes. Mas, no obstante, no estaba dispuesto a compartir con todos esos desgraciados como yo. Nos unía el hecho de que todos ellos y yo éramos unos pérdidos, o ¿Quién sabe? Quizás lo fuera yo mas en un sentido mas interno, pues ellos habían encontrado de un sentido, que era reunirse para fumar. Yo, en cambio, aquí estaba como un pelele confundiendo a las ventanas con estrellas, y a los ducados con el sentido de la vida regocijandome en mi sufrimiento cual mentecato ¿Y todo por qué? La verdad era que ni eso sabía.


Tras darle otro ducado, el mendigo asintió con la cabeza en señal de agradecimiento y se fue alejando entre las sombras de los edificios. Yo, al darme la vuelta, me encontré con un autobus destartalado que había aparcado justo a mi lado sin que yo me diese cuenta. Ese no era el autobus al que estaba esperando, era otro que se parecía mucho pero que no era aquel. Agudicé mi mirada para ver de cual se trataba, mas sólo pude ver cómo subía un montón de gente extraña ataviada con unos atuendos sumamente extravagantes. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacía el autobus y sin mirar ni quién era su conductor me subí yo también sin razón alguna de ser.


Ya dentro, todo estaba en penumbra. Así que como pude, me acomodé en uno de los asientos de la última fila en vías de pasar desapercibido. Ahí dentro, todo lo externo parecía desaparecer debido a que el cristal parecía estar tintado, y al ser de noche, he de suponer que el interior del autobus actuaba como una cámara acorazada que impedía el paso del sonido, mas en esta ocasión lo era respecto a la visión también. Turbado, miré al rededor del autobus sin ser capa de vislumbrar nada, tampoco a la estrafalaría gente que había visto entrat en un principio. He de reconocer que todo esto me pareció bastante extraño, casi una fábula. Pero, me noté tan cansado que los ojos se me caían y las piernas se me aflojaban. Así que apoyé mi codo en la ventana, e impuse mi mano bajo mi mejilla y sellé mis párpados ralentizando mi respirar, tendiendo así mi mano a la inconsciencia.


A los segundos, noté como me vibraba el cuerpo, lo cual era una señal que indicaba que el autobus estaba puesto en marcha. Ya notaba cómo se desplazaba hacía delante con impetú mientras yo iba cada vez mas sumido en el sueño. Sin saber a dónde me llevaba, caí derrotado por el agotamiento y me dirigí hacía allí donde nadie sabe, ni siquiera yo mismo.

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