miércoles, 2 de diciembre de 2020

Testimonio de un perdido

En verdad, no sé a ciencia cierta cómo he llegado hasta aquí, mas el caso es que aún desconociendo de un sentido integro de los acontecimientos aquí estoy. Mis recuerdos se me presentan disgregados, sin aparente hilo de unión entre unos fragmentos y otros, y a las veces hasta dudo de haberlos vivido yo mismo, u otra persona. Esto puede deberse al inevitable y raudo paso del tiempo, o también podría ser que hay en mí una suerte de error instrospectivo que me impide vivir las cosas para posteriormente recordarlas como se merecen. Pero, como todavía recuerdo alguna que otra cosa, y sé mas o menos dónde me encuentro actualmente, aquí voy a dejar escrito alguna que otra cosa antes de que se me desvanezca la memoria y pierda una parte de lo que soy. 


De mi padre nunca supe demasiado a decir verdad, pese a que en muchas ocasiones me han comparado con él. Por lo visto, su único logro fue ganar un concurso durante su mocedad de catar vinos, cuya única forma de resultar vencedor era adivinar cual era el vino mas valorado de los quince que se lo ofrecían. Además de catador de vino, tomaba en sus tiempos libres -que debían de ser muchos- todo tipo de alcohol y de licores hasta el punto que pasó de ser catador a un bebedor de renombre entre todos los bares de España. También era muy aficionado a las mujeres, ya que al parecer no le bastó con contraer un sólo matrimonio, sino que tuvo muchos, a los que vendría a sumarse la gran cantidas de ilícitas amates que adquirió entre matrimonio y divorcio, entre medias y durante. Así, pues, podría decirse que tuve muchos hermanos de los cuales nunca llegué a conocer ni a uno sólo. 


El único de los pocos recuerdos que tengo con él que me viene ahora a la mente, fue lo que quizás mejor haya descrito el transcurso de su vida. Y es que en cierta ocasión, me encontraba yo jugando con el barrizal de nuestro jardín. Al verme, él se puso de rodillas y me dijo: "¡Ay, desdichado hijo mío, esta vida es una pena constante. Por eso, lo mejor que un hombre puede hacer mientras dura esta fatigosa andanza es beber cuanto mas mejor, y aprovecharse de las mujeres que son todas unas arpías. Esto es lo único que puede ofrecerte la vida: placeres y alguna que otra modorra. Que no te engañen los moralistas y los que aparentan modestia, todos somos unos desgraciados, lo que ocurre es que unos lo dicen directamente como yo, y otros, lo hacen a escondidas" Obviamente, yo en esa época no entendí sus palabras, pero con el tiempo, comprendí a la perfección lo que quiso decir.


Mi infancia transcurrió con premura y llena de desdichas, mis únicos recuerdos mas amables son aquellos en los que estaba solo jugando y rehuyendo del mundo y sus gentes. En el colegio, se metían mucho conmigo debido a mis rarezas, y en el instituto poco mas de lo mismo. Al cabo, me ví forzado a aprender a defenderme como pude pese a que me llevase algún que otro pescozón. Aprendí que uno debe arreglarselas siempre solo, y que si uno contaba con un compañero de luchas y tristezas, siempre acababa por traicionarte por ganar popularidad en el patio. Respecto a los estudios, nunca fuí bueno porque jamás presté atención a una sola clase, a excepción de una ya entrada en el instituto donde el profesor nos habló de la equitación militar, y de los rangos que había en el ejercito. Me pensaba que acabaría siendo un soldado cualquiera que poco a poco iría ascendiendo, mas el tiempo me mostró que aún con mis arrebatos de extraña valentía cuando tenía que defenderme, generalmente era muy cobarde. Así que mis sueños y esperanzas juveniles fueron frustrandose poco a poco cuando la realidad se plantó frente a mí y me advirtió que nunca llegaría a nada importante.


Me quedé en mi casa materna hasta los dieciocho años cumplidos, ya que la vida allí era harto rara. Mi madre, acabó por juntarse con otro hombre, que aunque no era tan buen degustador de vino y mujeres como mi padre, tampoco se le quedaba en zaga. Ella, me daba el sustento material que consideraba necesario, y poco mas. A penas hablabamos, únicamente recuerdo un par de conversaciones, que por lo demás fueron bastante insustanciales, que debido a su escaso contenido no merecen la pena ni de reproducirse aquí. Se diría, pues, que ella estaba mas orientada a otros quehaceres ajenos a mi educación en lo que al alma se refiere, prefirió alimentar al cuerpo aún a sabiendas del hambre espiritual que pude sentir cuando mozo. Me acostumbré tanto a ese hambre, que la sensación de la pérdida de la de profundidad fue un hábito para mí. Supongo que algo parejo acontecerá a los niños en etapa de posguerra, o durante una hambruna generalizada, al principio, su estomago vacío les causará molestias, pero poco a poco se van habituando. Pues de igual modo me ocurrió a mí, pero respecto al alma.


Comencé a vivir en un pequeño barrio de Madrid, de cuyo nombre prefiero no hacer mención. Aquel lugar era bastante repugnante y no se encontraba en condiciones de ser habitable debido a su suciedad, mas poco a poco logré acostumbrarme como hacía con todo. Encontré un humilde trabajo en una obra donde cobraba una míseria, aún con ello me animaba a mi mismo pensando que trabajar en ello me dignificaría pese a que en mi fuero interno sabía que esto era mentira. Mi tarea consistía básicamente en cargar con ladrillos, cemento, materiales de obra y demás menesteres de un lado para otro, ya que como era aprendiz en los primeros tiempos me limitaba a observar cómo trabajaban los albañiles y a cargar con lo que otros debido a sus años no querían cargar por miedo a romperse algo, y así, perder su trabajo.


Mi vida en ese tiempo fue muy mónotona y rutinaria, cada día parecía el mismo día, uno tras otro los acontecimientos se me escapaban de las manos y yo no podía hacer nada. Vendí mi tiempo a otros por unas cuantas monedas, que después yo me gastaba en lo que me aconsejó mi padre, a saber: en vino y en mujeres. En esto último gastaba lo poco que tenía de tiempo libre y de lo que me sobraba de dinero, aunque otras veces -cuando me encontraba muy cansado y sin dinero- me limitaba a quedarme tirado en un sofá mustio y semi-roto, y miraba como una enorme acumulación de polvo era iluminada por la escasa y grisácea luz que entraba por la ventana. Podía tirarme las horas muertas en esta postura que pretendía ser meditativa, y en verdad bien podría decirse que tales horas -como las del resto de mi vida- estaban muertas, ya no sólo por salirme de la metáfora, sino porque yo estaba muerto en vida y no lo advertía. Tan distraído estaba con las ocupaciones laborales y mundanas, que no caía ni en la propia cuenta de mi condición.


Sin embargo, hubo un acontecimiento que iluminó cual ráfaga de novedad esta monotonía. Un día, de vuelta al trabajo me encaminaba al bar para tomar un par de baratas birras, y cuando me senté, ví frente a mí a la mujer mas hermosa que hasta entonces había visto. Era de mediana altura, ojos pardos velados por cierto misticismo, morena de tenues cabellos rodeados por tinieblas, sinuosas y recatadas curvas, esbelta y bien puesta. Al cabo, toda una auténtica mujer hecha y derecha. Así, pues, dándome aliento y valor a mí mismo, me acerqué a ella sin las acostumbradas cortesías, la besé olvidándome de saludar primero y dejé escapar de mis labios como si fueran un cúmulo de suspiros que ocultaban una rosa: "¿Te quieres casar conmigo?" Muda se quedó, mas contestó con un asentimiento con la cabeza en silencio, y desde entonces, esta fue mi mujer. 


Nuestro matrimonio durante los primeros tiempos transcurrió con la acostumbrada pasión propia de la juventud, y pese a que procuré enderezarme con el aumento de responsabilidades, esto me duró poco y volví a mis antiguos vicios. Ella me regañaba constantemente, mas de una vez me amenazaba alzando el brazo y profiriendo incontables insultos, yo me limitaba a apagar mis oidos, cerrar los ojos y reclinar la cabeza mirando al suelo, para cuando la bronca cesase retornar a mis infames costumbres. Aún con todo esto, y con la penuria empobrecida en la que vivíamos, teníamos unos fuegos interiores que apagar, y así lo hacíamos desfogandonos por momentos. Producto de tal incontrolable impetú, nacieron dos feminas criaturas muy adorables, de las que no lograba explicarme cómo habían podido salir de una ponzoña inmoral semejante. Al tiempo, incluso estos arrebatos pasionales, nos acabarón por cansar a ambos, quizás fuese por el olor a alcohol que salía de mi boca, o quizás también porque ella se cansó de regalarse ante mí con la remota esperanza de que dejaría algún día de gastarme el sustento mensual en los acostumbrados vicios. Debido a ello, no tuvimos mas hijas, y en el susodicho caso de que así hubiera sido, no sé cómo habríamos alimentado a las que fueran después, ya que tampoco sé a punto cierto cómo alimentamos a las que ya teníamos.


En todo caso, volví a intentar llevar una mejor y mas digna vida, problemente a raíz del nacimiento de nuestras hijas, así que me centré en intentar ascender en trabajo y en regresar al hogar lo mas antes posible. Creo recordar que esta renovada actitud me duró lo que vino a ser una semana, puesto que caí otra vez en el pecado al notar dentro de mí una sensación de agotamiento y languidez, algo díficil de describir que me acometía, junto a cierta pugna interna entre la buena conciencia que me aconsejaba que continuase en la senda del deber, y la tentación que me gritaba con iracundia para que volviese a caer. Y así fue, retorné a los acostumbrados vicios de siempre, bebidas alcóholicas y una lujuría desenfrenada que se calmaba a momentos una vez sofocada, para después volver con aún mas fuerza. Sin cesar, el pecado que emanaba de mi mismo cual castigo por mi condición cada vez era mayor, y yo, lloraba internamente y aparentaba de cara al exterior que me placía todo aquello. Tan oscuro es el mal del que somos participes, que no se límita a que insistamos en las malas afecciones, sino que se procura hacer parecer que son goces los que tenemos para evitar ser consolados por nuestros prójimos.


Ya hundido en el cieno y en la ponzoña, estaba de regreso a casa a las tantas de la madrugada, y me encontré una desagradable sorpresa, mi mujer estaba muerta. Se había suicidado colgándose de una mugrosa cuerda vieja, y dejó bajo sus blanquecinos pies una breve nota que decía así: "Me has robado la vida maldito ser inmundo, por tú culpa he perecido. Estabas hasta el cuello de fétidas tinieblas, y me has arrastrado a mí contigo. Yo ya había muerto en cuanto te conocí, aquella mirada y aquel beso fueron las flechas que traspasaron mi pecho. Me mataste en aquel bar, y desde entonces, he vívido como un alma en pena deseando salir de tu condena. Ahora, ya estoy condenada yo también, como tú y tu infame modo de vida. Sé, que aunque veas mi cuerpo aquí balanceandose y desfallecido, continuarás como hasta ahora, siendo quién siempre has sido." La última parte, me resultaba ilegible, debido a que estaba repletas de lágrimas que enturbiaron la tinta, y cierto temblor de las manos que provocó que pareciera en cursiva, mas creo que decía algo así como: "Nos veremos en el infierno" 


Reconozco, que tal suceso junto a la carta que le acompañaba, me dejó cuanto menos estupefacto y tremendamente conmocionado. Pero, al fin y al cabo, ella tenía razón. Este malestar interno con la búsqueda del consiguiente arrempentimiento poco me duró, y cuando quise darme cuenta, ya estaba de nuevo pecando, y cayendo en los vicios que heredé por parte paterna. Y pudiera ser, que aún con mayor intensidad, pues tan traumado me dejó la muerte de mi mujer que para intentar olvidarlo aunque fuera momentáneamente, le dí aún mayor rienda suelta a los malévolos vicios que ya en lo antecedente tenía. Insistía, insistía y me hundía cada vez mas, hasta llegar al punto que ya no reconocía mi propio ser, los recuerdos se me nublaban, aparecían las sombras y me perdía entre ellas sin encontrar un cúlmen a las mismas, ni el añorado descanso de una inocencia primera, puesto que como ella escribió en su nota, yo ya estaba condenado.


A partir de entonces, perdí la noción del transcurso temporal. Un día se parecía tanto a otro día, que ya no lograba distinguir entre unos y otros, era como si viviera el mismo día extendido infinitamente de cara a la eternidad. Mis recuerdos fueron tan parejos en este tiempo, tan exactos cual montaña de folios en blanco que se sobreponen sin lograr ver su cúlmen, que no considero necesario ponerlos aquí al parecerse tanto a lo antecedente. Lo único dispar que acontenció fue cuando me quitarón la custodia de mis hijas por abandono, cosa que me pareció sumamente injusta, ya que si bien no las cuidaba ni educaba como debiera al faltarles la figura maternal, yo jamás las abandoné. Al fin y al cabo, mas tarde o mas temprano, siempre estaba ahí aunque fuera sentado en mi sillón esperando algo que no encontraba, pero que nunca acudía a mí. Mas, no obstante, desde ese momento en que se las llevaron la supuesta protección civil y de las familias, para mi desdicha, no volví a verlas nunca mas, y a día de hoy sigo desconociendo su paradero, quizás porque ellas no se molestaron en buscarme al guardar tan mal recuerdo de mí, o también yo mismo por mi actual desgana. 


Ahora me encuentro aquí tirado, recordando y anotando en estos papeles sucios mis escasos recuerdos. Sigo esperando un ápice de esperanza, algo que me nutra de vida y me muestre el sendero ¿Pero acaso me queda algo que sea digno de ser recorrido? A estas alturas, lo dudo. Y mas teniendo en cuenta la mentira que ha resultado de mi vida, tantas carencias y miserias dadas por la mala fortuna y la nulidad de la voluntad propia, acaban haciendo mella en uno se quiera, o no se quiera. Pero en fin, supongo que ya es demasiado tarde para lamentarse y seguir divagando sobre estás cosas. Por mi parte, considero que ya he hablado y escrito demasiado, y ya es tiempo de callar dejado los recuerdos como algo préterito que por razón de su condición han sido relegados al pasado, a lo que ya pasó y nunca mas vuelve.


Creo que soy capaz de discernir entre todas estás neblinas y tinieblas nocturnas acumuladas que me circundan el final de lo que sería mi camino. Está todo muy oscuro, y estás sombras imprevistas no ayudan a ver con claridad. Siento algo que arde desde mi interior, comienza a hacer mucho calor y los latidos de mi corazón parecen que van a aumentar por momentos, mas poco a poco también van disminuyendo. Me falta la respiración, mi aliento se va entrecortando, y en esta sensación contradictoria que es gélida y ardiente, hallo el ocaso que desde los comienzos anduve buscando. Noto como mis párpados se van cerrando lentamente, y un extraño olor a azufre parece captar mi entaponado olfato. Hasta aquí llegó mi narración, no soy capaz de ver nada, y las letras ya impresas parecen que bailan al son de un canto fúnebre. Un requiém por mi alma suena, y advierto que esta es mi condena y a Dios gracias que ya todo acabó. Veo sin ver, escucho sin oír, pienso sin pensar propiamente, creo sentir algo, pero se me escapa de las manos...


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.