domingo, 4 de agosto de 2024

La operación

 En literatura hay una especie de callado debate en torno a sobre qué tipo de personas hemos de escribir, en concreto a si estos supuestos personajes deben ser ordinarios o tan extraordinarios que linden con un heorísmo imposible de emular. Los primeros sostienen que si se escribe sobre gentes que nos podemos encontrar en el día a día al lector le será más sencillo empatizar con ellos hasta el punto de verse reflejado él mismo, mientras que los otros dicen que si uno lee una determinada historia es precisamente para escapar de la vida cotidiana, y que por ello, es mejor optar por los grandes personajes y sus aventuras imposibles excepto para la imaginación. A tenor de este asunto baladí para cualquier persona medianamente seria, he decido escribir sobre alguien que aún siendo lo más ordinario que uno pueda pensar, le sucedió algo que cabría calificar cuanto menos de extraordinario, e incluso terrorífico para muchos. Así pudiera ser que ambas facciones esbozarán una media sonrisa al sentirse complacidos, aunque los más es posible que se aparten de esta crónica como quien contempla algo horrible, casi traumático, pero de lo cual no se olvidará jamás.

Un tipo llamado Miguel, de vida anodina y hasta aburrida se daba su paseo matutino de todos los días. Era la clase de persona que había tenido una vida tan lineal y predecible, que a cualquier escritor le parecería un insulto bochornoso el novelarla, casi un castigo. Por ello, no voy a hacer cómplice al lector de este hastío, eliminando así un esbozo biográfico que más inflaría los carácteres que no añadiría sustancia al asunto. Sin embargo, quisiera que se imaginen lo ordinario de este hombre para que lo que vaya a continuación cobre de un sentido extraordinario. Piensen en un hombre que sobrepasa la cincuentena, más bien gordo debido a su situación acomodada, adornado con una calva incipiente que le va asomando por su ya escaso cabello y que además porta consigo unas ojeras que merecerían un premio en longuitud. Este hombre mientras va paseando tan plácidamente, tan lentamente que hasta una tortuga le ganaría en una carrera, se le va balanceando esa tripa que carga consigo acompañado por un redoble de tambor cual si acabará de salir del circo, también sus pectorales aunque masculinos parecen cargados por una cantidad de feromonas que le otorgan de ese caliz femenino. Él, obviamente no se da cuenta de estos detalles, ya que evita mirarse en demasía en el espejo y además, ha activado una suerte de sistema de autodefensa vital basado en estimarse por otras facultades que no se reduzcan a un componente físico.

Pues bien, Miguel que pasaría desapercibido en alguna aldea remota de los Estados Unidos, caminaba como quién se columbia por la vida, despreocupadamente cual inocente que todavía conserva su alma de niño, hasta que de repente comenzó a sentir unas fuertes punzadas en el estomago. Al principio pensó que se trataba del hambre que llamaba a su estomacal puerta, pero en seguida lo desechó al considerar su ingente desayuno. Parándose en seco para reflexionar, tuvo una mayor conciencia de su dolor, el cual se distribuía por su estómago mediante un cúmulo de descargas eléctricas en un comienzo, que según avanzaban se convertían en millares de agujas que se distribuían por todo su estomago como si sus interiores estuvieran atrapados por una trampa mortal. Esto le hizo pensar que lo más probable es que estuviera malo, así que dió media vuelta para retornar a su pequeña casita.

Una vez en ella, le abrió su mujer, muy entrada en carnes del mismo modo que él, y cuando le narró sus dolores de forma dramática, con la cara desencajada todavía por ellos, esta le respondió que quizás fuera una ulcera por su abuso del picante. Esta explicación le resultó satisfactoria, así que decidió guardar cama durante todo ese día. A la mañana siguiente seguía igual, se fueron pasando los días y las semanas hasta justo dos meses y no notaba mejoría alguna, todo lo contrario. Esos punzantes dolores se fueron convirtiendo en el trascurso de todo ese tiempo en punzones cada vez más gruesos que le penetraban su estomago liberando sus jugos gastrícos en una evacuación forzada, incluso durante ese tiempo llegó a adelgazar unos veinticinco kilos puesto que no comía, es mas ni se movía de la cama a excepción de para necesidades inmediatas como ir al baño o rellenar su botella de agua.

Así, pues, acudió a su medico de cabecera que por ser un buen amigo le dió cita con antelación a otros pacientes, derivandole así a urgencias. Tras el examen dijeron que efectivamente algo no funcionaba como debiera pero que no estaban seguros de qué se trataba, así que ingresaron en un hospital cercano y le hicieron una serie de pruebas. Tras un tiempo, determinaron que tenía un tumor estomacal bastante grave, pero que por suerte se dividía en una especie de redondeles repartidos por su estómago. Aún con ello, lo conveniente era operarle lo antes posible para evitar que se extendiese por la totalidad del organo. Miguel, como podía preverse en una persona harto ordinaria, acogió esta novedad con estupefacción, casi sin saber cómo debía reaccionar, completamente perplejo y hasta desconcertado. Por primera vez en su vida pensó en la muerte, mas por miedo a lo que podría desarrollarse en el transcurso de sus reflexiones, optó por dejar de pensar en ello para agarrarse a la esperanza de que salvaría su vida.

A los pocos días, ya estaba tumbado en la camilla de camino a la sala de operaciones. Se deslizaba con tal rápidez por los interminables pasillos que casi parecía que el enfermero que le llevaba estaba jugando a las carreras con el resto de los enfermeros que portaban otros pacientes, fantaseó con esta idea y esto le imprimió en sus gruesos labios una mueca que evocaba una sonrisa a medio formar. Desde que se puso enfermo, era la primera señal de alegría que había tenido, puede que la esperanza de que iba a recuperarse tras la operación le alentaba a tener una perspectiva más optimista, hasta humorística. Mas aquello duró poco, pues justo antes de entrar en la sala donde se le operaría, apareció su mujer con un semblante cargado de tristeza, tanto que el recorrido de sus lágrimas habían dejado trazos bajo sus ojos. Su breve encuentro le dió una sensación como de entierro, lo cual le desalentó pegándole esa especie de humor lugúbre muy propio de los funerales.

Una vez en la sala de operaciones, los médicos que le operarían le hicieron una serie de indicaciones, entre ellas el procedimiento que se llevaría a cabo en lo referente a la anestesia. Miguel escuchó con atención, no perdiéndose detalle alguno ya que según él pensaba entonces, de ello dependía su vida. Cerró los ojos procurando guardar calma y compostura, todo fue difuminándose hasta que llegó la oscuridad y el silencio. Pero como si tan sólo hubiera pasado un instante, volvió a abrir los ojos cual si hubiese tenido una mortal pesadilla. De repente, vió que seguía en la sala y que en ese momento le estaban operando. Los médicos, centrados en diseccionar su estomago con bisturís y otros aparatos parecían no darse cuenta, pero en verdad Miguel abrió los ojos y pudo verlo todo. Cargado de pavor, comenzó a temblar mientras sentía el clavarse de los instrumentos clínicos en su estómago, y mientras así lo hacía, el temblor se convirtió en una agitación desesperada de todo su cuerpo. Fue entonces cuando los cirujanos se dieron cuenta de que su paciente estaba despierto y comenzaron a revolotear por la sala en busca de una mayor dosis de anestesia.

Cuando regresaron con todo preparado, vieron que una especie de masa verdosa salía del interior de las tripas. Alarmados por si habían tenido algún fallo sajando algo que no debieran, como por ejemplo la vesícula biliar, inspeccionaron la zona por si podrían cerrar la herida olvidándose de que el pobre Miguel seguía despierto, contemplando todo con sus ojos desorbitados al sentirse en una pesadilla de la cual no podía escapar. La susodicha masa verdosa fue definiendose, creciendo, y afianzandose en los intestinos de su portador, hasta que este captó su presencia, puede que con mayor espanto que los propios médicos. Estos, sin saber qué hacer, se quedaron paralizados, viendo como esa entidad aumentaba en magnitud, ya definiendose con notoriedad como una especie de masa disforme que se balanzeaba de un lado para otro animada por una inspiración vital que bien podría decirse que provenía de los infiernos.

La masa verdosa fue haciendose cada vez más grande, y cuando ya por fin los médicos resolvieron hacer algo al respecto, portando cada uno un bisturí en la mano para cortarla desde su nacimiento, esta comenzó a balancearse de lado a lado con tremenda violencia, dispersando a todos los presentes a los extremos de la sala. Viendo este panorama, Miguel empezó a gritar con desesperación no entendiendo qué estaba ocurriendo. Fue con ese grito con lo que la masa verdosa adquirió una mayor rigidez que adoptó su debida expresión atacando a los médicos que en ese momento estaban intentando levantarse para salir de la conmoción en la que se encontraban. Esta los atravesó, provocando que emanaran efluvios de sangre por toda la sala, acompañados por los gritos agónicos de los presentes que ya se agitaban en señal del último estertor de la muerte, convulsiones fatales que les conducirían al fin de sus rutinarias vidas de médicos.

Miguel, sin saber cómo, sacó fuerzas de la flaqueza y se levantó de un salto para comprobar el horror del que él era de cierta manera participe. Ya de pie, pudo comprobar que la masa verdosa se desplaza desde sus interiores en correspondencia a sus propios movimientos, y en una reacción que más provenía de la locura que de otra cosa, se lanzó al pasillo corriendo y pidiendo auxilio como un hombre que ya no es dueño de sí. Con tal mala suerte, debido probablemente a que ni observaba por donde pasaba, que vino a dar con un ventanal sobre el cual se precipitó. Y por raro que parezca, mientras caía le dió tiempo a pensar en los últimos acontecimientos, siendo por vez primera consciente de que aquellos dolores que sitió en el paseo de dos meses atrás supusieron el preludio a lo que hasta hacía escasos minutos había sucedido. Es decir, que durante aquella mañana y los días en cama que se sucedieron, aquel extraño ser se estaba gestando en su interior, corroyéndole las entrañas, y haciendo de su estómago el nido que suponía ser su hogar. Aquello le estremeció mucho más que la masacre de la sala de operaciones. Justo antes de estamparse en el suelo, pudo dar un breve repaso a su anodina y aburrida vida para dar un paso que le abriría las puertas de bienvenida a la incognita que supone la muerte.

Cuando la policía encontró el cadáver de Miguel, sólo pudieron determinar que se trataba de un suicidio cuasi-inconsciente debido a la conmoción sentida al despertarse en mitad de la operación por un error humano de la anestesia. La muerte de los médicos, a su vez, también suponía un homocidio inconsciente debido al mismo motivo. Cierto es que les extrañó las pequeñas manchas verdosas que encontraron entre los cádaveres, y sobre todo en la tripa abierta del supuesto suicida, mas como lo mandaron a examinar en laboratorio y dijeron que tenía el mismo ADN que el paciente, pensaron quizás ingenuamente que se trataba de una sustancia desprendida en relación al tumor que comprobaron que Miguel tenía gracias a los informes médicos. Así se cerró el caso y se quedaron tan tranquilos. Respecto a la extraña masa verde nada se supo ni se indagó en torno a ello, puesto que todos los testigos de la misma ya estaban en un lugar mejor, ajenos a las preocupaciones de este mundo.

Por último, la mujer de Miguel, ya viuda y conmocionada por el suicidio de su marido debido a una negligencia médica, denunció al hospital sin conseguir nada con ello. Lo cual la llevó a comer ingentes cantidades de comida para dar un sentido a su desdichada vida, conduciendola a una obesidad mórbida que por motivos obvios produjo su propia muerte pocos años después. Acabando su cadáver abandonado bastante tiempo sobre una cama que apenas resistía su peso, infestado de moscas y de gusanos, y siendo descubierta por el infecto olor que denunciaron los vecinos. Por suerte, no había ninguna masa verde por ahí ya que en la autopsia no se determinó que quedase fragmento verdoso alguno.

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