Cuando leí el relato de Diego Torres de Villaroel que versaba en torno a que el personaje principal contemplaba estupefacto su propio entierro, no salí de mi asombro. Lugubres imágenes cruzaban mi mente y se troncaban en sutiles divagaciones relacionadas con la significación e implicación de la muerte. No lo podía evitar, según mis ojos se deslizaban por aquellas líneas, presentí en mi interior algo que no sabría con certeza describir. Se trataba de una vaga intuición que me señalaba algo que el corazón sabía, pero que la mente ignoraba por completo al no ser capaz de concretar aquello sobre lo que la vía intuitiva incidía. No supe la verdad respecto a esta sensación entre agustiosa y extraña hasta pasado algún tiempo después, cuando el recuerdo de aquel relato se había difuminado un tanto.
Recorría yo las acostumbradas sendas de mi pueblo a través de la serranía meditando en torno a mi consabidas divagaciones filosóficas relacionadas con el núcleo desde el que partía el verdadero conocimiento, cuando una rara sensación me recorrió el espinazo haciendo que mis miembros se tambaleasen en una especie de vértigo inaudito. Como sentía que no era capaz de avanzar, decidí sentarme sobre una roca rodeada de abrojos abandonados. Casi caí por inercia, cual si mi caída sobre aquella roca fuera un asunto que ya estaba predeterminado. Con mi trasero apoyado sobre tal duro espacio, usé mis manos como punto de sostén de mi cabeza que notaba que me daba vueltas, y entorné los ojos hasta el punto de quedarme dormido.
Cuando abrí los ojos y me espabilé un poco, descubrí estupefacto que ya se había hecho completamente de noche. Me extrañó este hecho porque antes de aquella rara sensación eran sobre las seis de la tarde, y al consultar mi reloj caí en la cuenta de que eran las once de la noche. Es decir, me había quedado dormido unas seis horas sin darme cuenta, casi lo que suelo dormir cotidianamente pero sobre una colcha suave y confortable. Mas esta vez, inesperadamente, fue sobre una dura roca sentado mientras una brisa fría circundaba mi cuerpo en sopor. Todavía no había escapado de esta perplejidad cuando comencé a escuchar una melodía en la lejanía, jamás había escuchado una música parecida, y sin saber la razón decidí investigar su procedencia.
Casi por instinto me dirigí hacía un camino que hasta entonces no había recorrido, no era una de aquellas sendas que habían sido marcada con el paso de los hombres y de los carros, sino que se trataba de atravesar campos de cultivos abandonados que se encontraban repletos de malashierbas. Debí de clavarme alguna de ellas en mis pies debido a que portaba conmigo chanclas, pero no me dí cuenta absolutamente de nada. Lo que sí sabía es que cada vez estaba más cerca del lugar hacía el cual me dirigía debido a que la música era cada vez mas nídita. Hasta caí en la cuenta de que no se trataba de una mera melodía instrumental con unos elementos -aunque extraños- sencillos, sino que además estaba acompañada por un canto femenido a tres voces, lo cual le daba un toque entre atractivo y espectral.
Cada vez más cerca, además de escuchar pude contemplar, y ví que se trataba de una marcha que al comienzo se me figuraba una marcha fúnebre según algún rito pagano, pero cuando me hallaba todavía más cerca, no ví ataúd alguno que revelase mi primera intuición. Quizás se tratase de una reunión sectaria que hasta entonces desconocía, no estaba del todo seguro. Por ello, me acerqué a un personaje -no sabía si se trataba de hombre o de mujer, porque estaba todo cubierto de una tela negra- y le pregunté qué era aquello. Sin embargo, aunque se paró y pareció escucharme, me dió la sensación de que en modo alguno me había entendido. Así que repetí mi pregunta dos veces, la primera con premura y la segunda con mucha lentitud. Entonces, quizás haciendo un esfuerzo por interpretar mis palabras, ladeó su cabeza hacía el lado siniestro revelando su incomprensión, y como si no quisiera seguir esforzandose por entenderme, regresó con el grupo aminorando la marcha.
Personalmente no sabía qué hacer ni cómo reaccionar ante aquello, pero como en la ocasión anterior, sentía que no era capaz de controlar los movimientos de mi cuerpo y opté por seguirlos debido a una fuerza interior que me era en parte ajena. Creo que así seguí tras ellos en una distancia prudente para que no interpretasen que era uno del grupo sino un simple curioso al rededor de un par de horas, cuando llegamos a un llano completamente despejado de amarillentas hierbas en forma de círculo. Ninguno de los presentes se atrevió a atravesarlo como tampoco a situarse en el centro, simplemente permanecieron en sus bordes mas sin completar el círculo, dejando espacios entre sí sin una armonía prefijada. De repente, tuve el presentimiento de que alguien se encontraba justamente tras de mí, y cuando quise darme la vuelta para comprobarlo, se hizo la verdadera noche para mí.
Tras otro letargo, volví a abrir los ojos de nuevo y me encontré en el centro del círculo, y pese a que intenté moverme para salir de ahí con premura, no fuí capaz. Tenía el cuerpo paralizado, y notaba un borbotear de mi propia sangre que salía despavorida desde mi cuello hasta el suelo polvoriento. Pude percibir que el circulo se encontraba como mas cerrado, y quienes estaban a mi al rededor entonaban cánticos que me eran desconocidos, unos en forma de susurros y otros alzando la voz. No comprendía nada, y cuanto más me esforzaba en hacerlo, menos aún. Sentí que mi visión se difuminaba, y que todo lo que podía contemplar se resolvía en una tenúe neblina que procedía de mi propio cuerpo. Quizás debido a la ingente pérdida de sangre, todo pasó de ser borroso a alucinatorio porque empecé a ver largas figuras sombrías que ejecutaban una especie de danza tribal. Estas se balanceaban a un lado y a otro mientras mi visión se acortaba por mis párpados caídos hasta que caí en una hipnosis infundada por aquellas inhóspitas criaturas.
Al despertarme otra vez, me encontraba sentado sobre un duro banco de madera maciza. Cuando recuperé parte de la conciencia supe que estaba en una Iglesia debido al Cristo crucificado que se encontraba en el altar, como también a las imágenes religiosas que reproducían pasajes del Evangelio que estaban a mi al rededor. Desconcertado, intenté levantarme pero no pudé así que esperé sin saber a qué. Al cabo de lo que quizás serían treinta minutos, comencé a escuchar un murmullo de concurrencia a mis espaldas. Si que podía girarme, así que al fijarme detenidamente supe que provenía del enorme portadón que servía de entrada a la Iglesia. No tardó mucho tiempo en abrirse cuando comenzó a entrar un gran número de gente que al menos a lo lejos desde la distancia en la que me encontraba me era desconocida.
Casi al instante la sala se encontraba abarrotada, también a mis dos lados había un grupo de gente cuyo semblante me era imposible identificar. Por mucho que forzase mi visión no se revelaban sus rasgos, parecía cual si una goma de borrar hubiera recorrido sus rostros haciéndoles inextingibles, imposibles de determinar con certeza. Intenté mover mis labios para proferir palabras, pero no podía, e incluso, quise gritar para que alguien notase mi presencia, pero sólo logré que ese grito se ahogase y que se quedase desplegandose en mi interior como ocurre en los parálisis del sueño.
En esa tesitura me encontraba cuando de repente se encendió un foco cuya procedencia física era invisible, mas cuando me fijé con mayor atención supe que apuntaba a un féretro al lado del altar. Y en ese momento un cura profirió un sermón en latín con mucha pasión, no lo había memorizado, sino que lo hablaba con naturalidad haciendo de lo que se consideraba una lengua muerta algo completamente vivo y encarnado en su persona. Como no comprendía la extraña situación en la que me hallaba, comencé a recorrer mi mirada por la sala para averigüar si era capaz de distinguir a alguno de los presentes, si podía adivinar un rostro conocido entre el borrón neblinoso que les atravesaba el semblante de lado a lado. Fue entonces cuando algo me llamó particularmente la atención, poco más adelante se encontraba una mujer que no paraba de llorar rodeada por dos niñas que la acariciaban la espalda intentando consolarla, y justo en su frente se encontraba la fotografía del susodicho difunto, que por lo demás me resultaba bastante familiar.
Dando vueltas a la cabeza, discerní sobre qué se trataba aquello... ¡Y tan familiar! ¡Quién estaba en la fotografía era yo mismo! No recordaba cuando me tomé esa fotografía, ni reconocí a absolutamente nadie de los presentes como tampoco a aquella desconsolada mujer y a sus dos criaturas, mas en comparación a mi descubrimiento, todo aquello eran pormenores que aunque indescifrables, pequeñas cuestiones que no venían al caso del asunto principal, el cual era que me encontraba en mi propia ceremonia de defunción. Es decir, sin saber cómo ni por qué, me hallaba ante los ritos fúnebres de mi propia muerte como aquel personaje del que hablé al principio. Por mucho que me esforzase por pensar no llegaba a resultado alguno en torno a este oscuro portento de la naturaleza. Además, dicho sea de paso, tampoco comprendía como las circunstancias antecedentes desde el comienzo de mi historia me habían llevado a la presente, y mucho menos iba a entender el postrer acontecimiento hacía el cual me dirigía como una marioneta desplazada por extraños designios...
Parecía que se acababa la ceremonia, ya que algunos de los presentes acudían para dar sus respetos al muerto -que era yo, supuestamente- otros después de aquello se dirigían hacía quién imagino que sería mi viuda para darle el pésame, y algunos otros aunque aparentemente constreñidos salían con la cabeza gacha sin dirigir la mirada a nadie. Antes de que unos hombres fornidos acudiesen a recoger el ataúd, entró una mujer muy alta que se quedó en medio de la salada mirando hacía los lados como tan desconcertada cual me encontraba yo mismo, y detuvo su mirada con especial insistencia hacía mí. Aunque en un principio creí que me miraba, y que incluso me reconocía, al poco supe que no era así, que más bien miraba en mi dirección como quién se queda en babía, en un suspenso de desconexión mental. Y aún cuando se llevaron el ataúd, cargándolo en sus hombros con la ayuda de unas barras, esta mujer cuyo semblante se encontraba del mismo modo que el de los demás -es decir, como emborronado- se quedo sola en la inmensa Iglesia. Quizás, viendo que se encontraba sola a excepción de mi presencia invisible, comenzó a proferir unos desgarradores alaridos y a golpear el suelo con manos y piernas usando de suma saña.
Su dolor era demasiado fuerte, se había convertido en una lunática debido al sufrimiento que la atenazaba interiormente, la devoraba de alma a cuerpo como si se tratase de un cáncer que amenazaba con consumirla tarde o temprano. Tal era la persistencia y la potencia de esa desesperación angustiosa que llegó a penetrar en mi espíritu, haciéndome desfallecer en un letargo impulsado por los genios lagrimosos que procedían de aquel pecho desgarrado. Antes de retornar a la inconsciencia, pude vislumbrar en forma ilusoria que se abrían grietas a través de los muros de la Iglesia, cual una metáfora del inmenso dolor de aquella mujer. Imaginé, que, en sus recovecos interiores se formaban unas grietas semejantes que producían sus gritos, puesto que se estaba desangrando por dentro.
Finalmente, cuando mis párpados se deslizaron hacía arriba, ya no ví nada porque estaba todo completamente oscuro. Por extraño que parezca teniendo en cuenta los pasajes precedentes, en esta ocasión sí que logré moverme con soltura si no fuera porque algo detenía mi movimiento en su plenitud. Me sentía encerrado, rodeado de angostos muros que me mantenían cercado a pesar de que había recuperado la capacidad de moverme mejor que en las ocasiones anteriores. Fue entonces cuando me dí cuenta: estaba enterrado, encerrado en un ataúd de madera que suponía mi sepultura. Intenté gritar, dar golpes, agitar mi cuerpo con desenfreno, arañar con mis uñas la tapa de madera que estaba en frente de mí, mas todo ello fue en vano. No sé cuanto tiempo permanecí con esa actitud, minutos, horas, puede que días... No tenía conciencia del tiempo que transcurría, mas poco importa porque el caso es que me rendí.
Me quedé plantado en el sitio, y pese a que tenía la capacidad de moverme, decidí actuar consecuentemente como lo haría un auténtico muerto, es decir: quedándome petrificado ahí donde me habían plantado. Sin embargo, no fuí capaz de detener mi capacidad de pensar, reflexioné casi inconscientemente como lo haría uno antes de dormirse cada noche en lo que había vivido con anterioridad. Se me ocurrió que pudiera ser que todo fuera mentira, o en su defecto, que mi alma hubiera sido testigo de aquellos terrorifícos portentos como por capricho de algún dios malvado, procedente más del infierno que del cielo. Mas en definitiva, nada sabía por mucho que le diera vueltas.
Así, pues, opté por escribir esta historia mentalmente ¿Cómo? Pues memorizando cada palabra, cada frase, en su más pormenorizado detalle para comprobar si así le daba sentido a todo lo que había vívido en este tiempo indeterminado. Y así permanecí durante una eternidad, dos, tres, cuatro, no sé cuantas de ellas por los siglos de los siglos, por los eones de los eones... Ahora que terminé por infinitesimal vez lo que me ocurrió hasta que acabé aquí tendré que volver a comenzar de nuevo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.