En el bar "Mar dulce" todos eran bienvenidos. Independientemente de lo que fueran, o hubieran hecho en el pasado, se les abría las puertas siempre y cuando tuvieran algunas monedas que gastar. En el instante previo después de pagar, cuando ya tuvieran la copa medio llena ante sí, pareciese que se les perdonase todos los males que hubieran ocasionado. Esa agua bendita una vez digerida, les bautizaba interiormente dando rienda suelta a lo que seria su redención. Daba igual lo que hubiera pasado, lo que habrían ocasionado, desde robar un producto del supermercado por falta de dinero o por malicia hasta un asesinato ya sea por venganza o por diversión de matar, todo se les perdonaba porque la ebriedad que en ese momento les inundaba resultaba la gracia transfigurada en alcohol.
Una vez que ya acabasen todas las copas que pudieran, y ya no les quedase moneda alguna que gastar, completamente borrachos, se daban la vuelta y dormían en algún rincón, o en sus desgraciados hogares si es que lograban llegar. A la mañana siguiente, con la resaca incrustada en su corazón, ralentizando los latidos que durante la noche fueron tan veloces, retornan a ser los pecadores e infelices de siempre. Vuelven a ser observados por todos los demás como seres carentes de humanidad, despechados de la sociedad, que, no merecen vivir y que han de ser juzgados por sus acciones y pensamientos para siempre.
Sin embargo, aún estaban a salvo de las murmuraciones y de las criticas de la gente, ya que todavía estaban en el bar "Mar dulce" su refugio de la sociedad, su asilo frente a la cruel humanidad, hasta cierto punto, su exilio, Israel. Y ahí estaban, contemplandose unos a otros cuales extraños que tienen el presentimiento de que se conocen desde tiempos inmemoriables. Chocan sus copas, y sorben con desparpajo, las acaban y vuelta a empezar. Según va avanzando la noche, aumentan las risas, las lágrimas sinceras, las peleas directas, las blasfemias inocentes y las conversaciones a modo de confesión que a menudo resultan indecentes. Mas todo ello con una naturalidad cargada de primitivismo que asombraría incluso a los primates.
Mar dulce, mar dulce... Pareciera que este ilustre nombre invitaba a imaginarse olas alcoholicas acariciando una playa destartalada, mas no por ello menos hermosa aunque su arena no sea lo suficientemente fina. Este movimiento oscilante de las olas borrachas era analogable a los pasos que daba la escuálita camarera tras la barra. Era una chica muy joven -quizás demasiado- poco desarrollada y tremendamente delgada, prácticamente carente de senos y con unos dientes montados y grisaceos que asomaban siempre que procuraba ser amable. A través de sus cabellos rubios y lacios bastante pobres, podía atisbarse una melancolía de antaño, incluso de una nostalgia que la trascendía y que seguramente ella jamás comprendería.
Esta nostalgia era a las veces atisbada por dos de los clientes mas asiduos de aquel palacio con apariencia de tugurio, los cuales tenían por nombre Bartolomé y Augusto. Acudían como mínimo cuatro veces a la semana -viernes y sábado obligatoriamente por el imperativo del borracho- y solían invitarse mutuamente un día sí y otro no para acabar equilibrados en sus deudas. Puesto, que, de estas tenían bastantes, y aunque en el principio se dijo que sólo podían redimir sus pecados por unos instantes a cambio de unas monedas, los había que contaban con los favores sustentados por la amistad del interés por parte del dueño del bar. Y, por lo tanto, muchas veces se iban sin pagar pero con unas deudas de meses.
Como se decía, ambos acudían ahí asiduamente de cara a pulir las ráfagas de la melancolía que se traslucía de sus semblantes, pese a que a las veces esta aumentaba a partir de la quinta copa. Quizás por ello podían captar, o al menos intuir, la tristeza que encubrían los cabellos de la fea camarera. En particular, Augusto a veces se la quedaba mirando fijamente y con gravedad mientras rellenaba sus vasos, y esta se pensaba que podía estar interesado en ella. Pero no era en ningún modo nada de ese tipo, simplemente fabulaba acerca de lo que podría haber sido su vida "¿La habrán abandonado? ¿Su familia o algún chico? Tiene pinta de esconder un terrible secreto... Quizás sea ninfomana, o mejor... Puede que sea pedofila y se aproveche de los niños... En fín, no lo sé..." -así divagaba sin llegar al cabo a ninguna conclusión
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un grito purificador, una exclamación que siempre ha estremecido a los borrachos y les ha hecho soñar con parajes inexplorados:
- ¡Otra copa! ¡Hoy invito yo! -gritó Bartolomé levantando el brazo como si saludase al Führer
La historia de este hombre llamado Bartolomé era de lo mas repugnante y vulgar, como la de cualquier otro hombre instado en la vida ociosa y que se despeñó a los abismos de la incomprensión por falta de consideración hacía los demás. En resumidas cuentas, diríamos que de la niñez a la adolescencia tuvo lo que sería una vida harto ordinaria y aburrida: realizó sus estudios con notas medias, vivió en una casa estable economicamente, sus compañías en esa época eran tan normales que hasta daban pena y al ser mayor de edad se casó con una chica cualquiera. Después de un par de años completamente normales de casados, Bartolomé empezó a juntarse con algunos compañeros de la oficina que le hicieron conocer los bares y la vida nocturna de la capital. A partir de ahí, las cosas comenzaron a empeorar, acudía a casa tan borracho que al día siguiente no podía ni levantarse, lo que ocasionó que su vida en casa mermara y que le despidieran del trabajo. Su mujer, cansada de aguantar las tonterías de su marido y su falta de responsabilidad -como así, todas las deudas que entonces acumulaba- acabó por abandonarle, y cuando se vió sin el durante lo que fueron cuatro días le echaba tanto de menos que se suicidó.
Mientras Augusto estaba con la mirada perdida hacía la barra, Bartolomé se dirigió a él:
- Oye, Augusto compañero mío... ¿Por qué miras tanto a la camarera? ¿Te gusta, eh pillín?
- ¡Pero qué cosas dices! ¡Claro que no! - le respondió Augusto haciendo espasmos con las manos, lo que le daba un toque afeminado
- ¿Te quieres acostar con ella?
- No, por Dios...
- Venga, vamos... Si se nota que tanto tú como ella lo estáis deseando...
- ¡He dicho que no, pesado! -y tras un instante de silencio continuó- ¡Otra ronda! Yo invito en esta.
Y así, todos los temas por muy controvertidos que fueran, venían a disolverse en el aire. La bebida pulía cualquier elemento contradictorio, o que pudiera resultar poco correcto para el momento cuando no se estaba lo suficientemente ebrio, y establecía de una comunidad, de un vínculo como sólo el bar "Mar dulce" podría sostener. Se alzaban las copas como un cáliz cuasi-divino cargado de la ambrosía que dió origen al mundo, y se tragaba con tal avidez que parecía que si se dejaba mucho tiempo en la mesa, acabaría por desaparecer. En cierto modo, se trataba a este acontecimiento como si fuera una especie de milagro. Por eso, duraba tan poco y concedía la felicidad sólo durante unos instantes.
Entre copa y copa, se aunaban los espacios vacíos fumando tabaco y plegandolos con su humo. De los labios, escapaban estas ráfagas nebulosas, y ascendían hasta los cielos pidiendo ayuda. El elemento fuego producía un incendio en un diminuto bosque, y su sabor se depositaba en las bocas de unos dioses desconocidos. Estos, en múltiples ocasiones, mantenían conversaciones satíricas entre ellos, se reían de las anecdotas de sus miserables vidas, y tras cada carcajada, acababan por salir a flote las lágrimas. Terminaban por llorar amargamente, y se abrazaban como si fueran hermanos, aunque la supuesta compasión del otro no estaba dirigida a la causa de los lloros del otro, sino al recordar lo triste que había sido su propia vida.
Tras unas cuantas copas de alcohol barato, esto es lo que aconteció. Mientras Bartolomé lloraba tras haber hecho una broma sobre los suicidas, se acordó de su mujer, y al ver Augusto derramarse estas lágrimas, pensó en cuan poco lloraba él mismo. Era como si se le hubieran secado las lágrimas para siempre, tras haber llorado tanto desde su infancia. Cuando era pequeño, siempre tuvo problemas de aprendizaje, lo que produjo que siempre suspendiera y repitiera de curso, además le daban unos temblores repentinos y tenía un aspecto enfermizo, lo cual tuvo como consecuencia que los demás niños se rieran de él, o no le tomasen en serio nunca. Ya en el instituto, conoció a la que sería el amor de su vida y vivieron un año de ensueño y cargado de pasión debido a su juventud. Esto ayudó a que poco a poco fuese mas llevadera la separación de sus padres, y que sus bajas notas acabasen por darle igual, lo que paradojicamente produjo que saliera a flote más o menos.
Mas no obstante, en una triste mañana invernal, aquella chica de la que se enamoró perdidamente resultó atropellada, quizá por rondar en su cabeza con constancia el recuerdo de él. Independientemente de por lo que fuera, el resultado fue su muerte. A raíz de entonces, Augusto entró en tal bucle de depresión desesperada y de angustia doliente, que terminó yendo de bar en bar en busca de consuelo. No lo encontró del todo, pues se ponía tan ebrio que siempre armaba tal jaleo que acababan por echarle de todos los sitios. En este sentido, encontró cierto sosiego en el bar "Mar dulce" desde que conoció a su compañero de copas Bartolomé y se limitaba a beber con él ya mas tranquilo en comparación a tiempos antecedentes.
En estos momentos, se encontraba con la cabeza agachada delante de la copa, buscando en las lágrimas de su compañero el impulso necesario para llorar él también. Pero no podía, no era capaz de concentrar todo ese sufrimiento y hacer de el una liberación que proliferase en forma de agua salada. Esperaba, se encontraba en suspenso y en relativo silencio en tanto que fijaba su mirada en el fondo de la copa ya vacía. Esto último, le hizo deprimirse aún mas así que con la mirada perdida entre puntos invisibles incrustados en las paredes pidió un licor que le sirvieran bien lleno, hasta los bordes y a rebosar como a él siempre le gustaba, y sobre todo cuando estaba triste.
Una vez lo tuvo en la mesa, lo rodeó con ambas manos como si fuera la cintura de su fallecido amor de la infancia, y hundiendo su mirada en el abismo alcóholico, le dió dos grandes tragos dejándolo al poco de terminar, y miró nuevamente a la camarera, mas para en esta ocasión decirle:
- Quiero besarte. Ahora mismo.
Ella sumamente obediente cual si la hubieran pedido que sirviese una copa mas, se inclinó sobre la mesa entrecruzando sus brazos y ofreciendo sus salientes labios. Él, sin pensarselo dos veces y bajo los efectos del alcohol, se adelantó tanto que sintió pasar del lado de los clientes al de los trabajadores, e impuso sus ebrios labios sobre los de la muchacha. Al inmiscuirse con lentitud entre el labio superior e inferior de ella, un sabor amargo provocó que le temblasen las manos y que un estremecimiento desagradable le recorriese todo su cuerpo. Con naúseas, se agarró del estomago, y echándose hacía atrás volvió mecanicamemte a su asiento repleto de sudores fríos como quién despierta de una pesadilla.
Deslizó su mirada por el ambiente que le circundaba haciendo caso omiso de la figura de la camarera. Un mareo interno produjo que la cabeza le diese innumerables vueltas y el estomago un huelco. Tras unos segundos de malestar, este fue apaciguandose poco a poco sin llegar a calmarse del todo. Retornó su mirada y toda su concentración a la copa de licor, todo lo restante que no fuera esta especie de micro-universo se desvaneció como si se tratase de una vana fantasmología. Y en ese instante, sintió una lágrima que le iba recorriendo la mejilla hasta culminar en la copa que estaba mirando. Esta cayó como despeñandose hacía el abismo, el cuerpo inerte de algún desesperado suicida que ya no tenía nada que perder, y mucho menos que ganar.
Entonces, tomó la copa con firmeza, y se llevó a la boca todo de un trago. Cuando hubo terminado, dió un golpe con ella en la mesa, y se limpió la boca con la mano. Apoyando esta misma mano bajo su barbilla, y adoptando una posición meditativa se dijo: "Ya entiendo por qué llaman a este lugar Mar dulce."