- Sin duda -decía entre sí Manuel mientras esperaba a sus dos amigos- que poco me falta para captar el interés de Aurora. Puede parecer complejo dada mi extraña personalidad, pero no hay dificultad que no pueda sobrepasarse si se tiene empeño en el ceño, e incluso, lo que parece imposible es engañoso, pues muchas veces se torna posible si tenemos de nuestro lado a la Divinidad. Espero, que al cabo, tras tanto tiempo y esfuerzos todo salga como se debe, y eso quiere decir, que será a mi favor.
Al terminar de declarar estas palabras interiormente, le surgió una sonrisa complaciente pensando en su próspera suerte en lo que atañe a los amores. Y como si hubiesen sido invocados al acabar su monologo del pensamiento, aparecieron al cabo Aurora y su otro amigo al final del camino. A ella le hacía justicia su nombre, pues resultaba resplandeciente, bajo sus ojos negros como una bruma otoñal y su cabello castaño oscuro con algunas ondas entrelazadas un tanto mas claras debido a las sútiles caricias del sol veraniego se descubría su figura de mujer. Su vestimenta era sencilla como ella misma, ya que le cubrían una camiseta blanca con unos carácteres que Manuel no logró descifrar, y unos pantalones vaqueros cortos que revelaban unas blanquecinas piernas que parecían no haber sido bendecidas por la luz en su vida, probablemente porque la luz y la bendición eran su presencia misma. En fin, se trataba de una perla como tantas otras, pero a la que nuestro protagonista había encontrado algo especial.
Se saludaron los tres cortésmente, sin que esta cortesía se quedara en el ámbito formal, puesto que se conocían de algún tiempo y ya habían dejado atrás los usos sociales para abrirse paso a una cordialidad templada, que si es bien cierto que no era del todo cálida cuando se reunían en grupo, al menos, cuando estaban a solas se permitía alguna que otra señal de afecto y cariño. En un principio hablaron de lo acostumbrado, se preguntaron qué tal les iba la vida desde la última vez que se vieron. Manuel lo recordaba a la perfección, lo tenía impreso en la memoria, a Aurora la vió en una cafetería cercana a la universidad, y a su otro amigo en un bar cercano a la estación en el que tomaron las acostumbradas cervezas en una conversación, que como siempre, acababa tratando sobre los desengaños amorosos que compartían mutuamente.
Después de andar un rato, decidieron sentarse, y fue en ese instante donde Manuel percibió un cambio en sus dos amigos. Los notaba extremadamente cariñosos, intercambiando miradas que traslucían complicidad mutua. Ello le extrañó en sobremanera, pues jamás los había visto así. Peor fue cuando le confesaron que ya se habían visto a la mañana en intimidad, y nada mas decirlo, su amigo acarició la pierna izquierda de su muy estimada amiga ahora. Entonces, a Manuel, le recorrió en su interior los celos y el afán de posesión, sintiéndose así internamente herido. Sabía que ella no le pertenecía, y que probablemente jamás sus deseos lograrían patentarse en la realidad, pero la escasa esperanza que tenía le mantenía con vida, y esta defraudada, mas le acercaba a la muerte que al mantenerse ergido en una actitud estoica procurando soportar los pesares como hasta ahora lo había hecho.
Su amigo, que se dió cuenta del cambió de temple de Manuel junto con el rumbo que estaba tomando la conversación decidió darle otra vuelta de tuerca hablando de cosas ordinarias para que los ánimos se templasen un poco, ya que se producían una serie de silencios incómodos que no ayudaban a que el ambiente les fuera próspero. Y, así, pues, comenzó diciendo:
- Y bueno, ¿Qué tal lleváis las lecturas del verano? Yo particularmente, estoy leyendo sobre todo algún que otro ensayo que me resultaba interesante, sin que llegase a acabar muchos de los que comencé. Quizás sea este insoportable calor, que no nos permite la suficiente concentración que requiere el pensamiento.
- Ah, muy bien... -le fué contestando Manuel mientras se pasaba la mano por el cuello- Yo, estuve leyendo El buscón, todo un clásico de Francisco de Quevedo, y entre las risas y demás, se infiere cierto desasosiego de su protagonista don Pablos, pues procura sobresalir de su condición social a base de picardías sin llegar a conseguirlo del todo. Esto divierte, a la par que, desazona.
- En mi caso, yo leí -le respondió su amigo- algunos de sus Sueños y discursos. Toda una fantasía onírica que se intercala con la realidad de un saber moral.
Entonces, sin venir a cuento, Manuel le soltó una bofetada en la mejilla derecha al notar las miradas lascivas que le dirigía a su muy amada Aurora, y después, comenzó a soltar unas risotadas al viento, encubriendo con su cinismo sus dolores interiores. Y mientras parecía que pasaban por alto tal comportamiento inusitado por parte de Manuel, le vino a su amigo otro manotazo, esta vez justo delante del rostro, de la naríz a la comisura del labio. Esto ya no lo pudo soportar, y dirigiéndose a Manuel le dijo:
- Lo mejor será que, puesto que yo ya he estado con ella esta mañana, te quedes junto a Aurora el resto de la tarde. Yo ya no quiero otras cuentas distintas, hemos planeado un rumbo de vida, y por tus impulsos, no se nos va a torcer.
No esperó contestación. Se levantó y se fué, quedando Aurora y Manuel solos. Un silencio sepulcral invadió la sala, que al fin, fue quebrado cuando nuestro desdichado protagonista le preguntó a ella un desesperado "¿Por qué?". Ella, que se dió cuenta de la confusión y la perturbación interna que sentía y le cubría las entrañas, como era muy inteligente y no quería meterse ni en el detalle ni en el matiz, le vino a decir que necesitaba cierta estabilidad en su vida, y que su amigo se la infundía. Percibió, por otra parte, que su interés amoroso había saltado sobre las fronteras de la amistad usual, y compadeciéndose de él, le dijo que le dedicaría aquella tarde hasta que se fuese a su casa, y luego que cada uno fuera por su camino, ella con su nuevo amorío y él con su acostumbrada soledad.
Finalmente, Manuel accedió, debido a que los ardores amorosos que sentía le impulsaban a que concediese incluso en aquello que más perpetuaba su dolor. Era como tener un suculento manjar, tan apreciado como exquisito, ante la vista, pero que jamás se podría ni alcanzar ni mucho menos probar. Un regalo a los ojos y al olfato, que no podía resistir, del cual incidía su efecto sin ser nunca tomado en su totalidad. Se le quedaba la miel en los labios como suele decirse, y no podía gustarla pese a que insistía en incorporarla en su persona. Se trataba de una condena que no era capaz de rechazar, y en la medida que el sufrimiento ascendía, mas le placía.
Se dieron el acostumbrado paseo con el sosiego que le seguía a los mismos, donde se entrecruzaban en las diferentes conversaciones las revelaciones íntimas y las confidencias personales. Manuel le contó toda la verdad a Aurora sobre su amor encubierto, y ella le correspondió con todo el corazón pendiente en su pecho, sin temer los azares que las consecuencias de tales imprevisibles acciones llevan consigo. Mientras esto transcurría, se iba haciendo tarde, cada vez más dando paso a una noche cerrada donde las estrellas brillaban aún mas que la propia luna. Ella decidió acompañarle hasta su parada, y la encontraron repleta de suma estrafalaría gente, algunas conocidas de vista, y otras, de haber formado parte del pasado de Manuel. Todos ellos miraban a Aurora, y la saludaban aún sin conocerla. Cosa que, sin que tuviese en verdad sentido, le hacía rabiar a Manuel, sin atender a concertadas razones.
Al sentirse ambos incómodos, se apartaron del bullicio, haciendo flaca atención a lo que acontecía a su al rededor. Entre las sombras y el estrecho pasillo que daba a lo que parecía una entrada más ancha a la manera de un gran aparcamiento que se encontraba prácticamente desierto, se veían unas luces rojas, que después, se volcaron en anaranjadas, en señal de que algún autobus estaba dispuesto a partir. Les dió la corazonada de que aquel sería el suyo, y sin dudarlo dos veces, acudieron y acertaron. Se subieron, y Manuel para asegurarse preguntó lo que sigue:
- ¿Es este el bus que se dirige hacía "La villa del duro" cuyo número es el 162?
El conductor le respondió muy gravemente que así era, pero que la próxima vez, no le diese la tabarra a él, que bien había en la oficina una secretaria llamada Alicia a la que podrían consultar para ahorrarle tener que responder a preguntas impertinentes. Durante el viaje, no hablaron mucho. Sin embargo, nuestro enamorado compañero olía el aroma de su amada, que se espacía por el aire cual tarde de estío en que los silencios sucesivos hablaban sin pronunciar palabra. También la miraba a soslayo, y el solo verla le complacía sin necesidad de interrumpir tal goce con el tacto. Anotaba en el alma y en el cuerpo cada uno de sus movimientos como si fueran el volar de los ángeles encarnados en la tierra.
Al salir del autobús, una vez llegados a su destino, vieron al sol lindar en el cielo, llenando con su luz la entrada de villa que estaba repleta de verde hierba, aquella que conservaba en su seno el rocío, las lágrimas de la noche. Esto les resultó a ambos sumamente extraño debido a que cuando partieron era una noche reciente, y no pudieron pasar tantas horas hasta su llegada. No obstante, ello poco les importaba, pues siguieron el camino al hogar de Manuel. Él, particularmente, jamás se había sentido tan feliz. Tenía a su lado -aunque fuera una belleza efímera, que el deseaba permanente y eterna- a quién mas amaba, y esto bastaba y le era suficiente para mantener el ánimo integro, pleno en su satisfacción porque se encontraba en un estado tan utópico de alegría que bien podría decirse que se encontraba en un sueño, el mas hermoso de todos los que pudieran imaginarse.
Sútil bendición era esta para un desdichado como había sido él en su vida. "Ella es un claro de luna, ángel caído del cielo y rescatado por mis brazos. Si bien es cierto que tiene su tentación demoníaca todo este asunto, yo lo haré beatífico, de tal forma que Aurora será coronada como la reina que se debe a su condición" -este pensamiento bastante cursi es lo que iba enhebrando en su interior Manuel, totalmente en paz sin pasársele por la cabeza que otra cosa podría acontecerle, a salvo en su fantasía amorosa e idealizada.
Pero, una vez puestos en camino, se encontraron ambos perdidos pese a que aquellas sendas bien se las sabía de memoria quién hacia de guía. Todas las calles estaban cortadas por arbustos enormes que se confundían entre las arizonicas, impidiendo cualesquiera paso. En la fronda, todo era centenares de árboles de múltiples tipos, tan juntos que resultaba imposible según un pensar racional trazar tales plantaciones. De repente, vieron en sus alrededores, personas que acudían despavoridas y se hundían en la tierra, sobre todo una mujer de mediana edad cuyos cabellos ardían. Así, llegaron a la conclusión, de que no estaban en el paraíso, sino en el infierno. Miraban a un lado y a otro, encontrándose sin salida posible. Estaban encerrados para siempre, sin alcanzar jamás el hogar anhelado para descansar.
Y, entonces, Manuel se despertó. Y dandóse cuenta de que se trataba de un sueño se sosegó un tanto. Pero, al poco rato, esto le perturbó aún más, pues era muy supersticioso, y sabía de los efectos de los sueños en nuestra vida real. El corazón le latía con mucha fuerza, poniéndose la mano en el lado izquierdo del pecho, sintió los fuertes latidos, y pasando su mano por la frente, los súdores fríos que le acometían. En la oscuridad, cayó en la cuenta que no solamente en el sueño, sino que también en vida se encontraba en soledad. Y lloró, lloró amargamente rompiendo con todo silencio porque sabía que aquel estado era para siempre. De nada servía soñar amores eternizados, porque, al menos en su caso, lo único que se eternizaba eran sus lágrimas que caían sobre las sucias sábanas como todas las noches al despertarse en mitad de la madrugada. Había momentos en los que pensaba cambiar su estado para mantener la vida, pero al cabo, nunca lo conseguía. Sí, era cierto, estaba vivo aún en penitencia. Y yo me pregunto: ¿Merece la pena seguir viviendo así? Sé que es un pecado morir sin el permiso de la Providencia, y aún así, no puedo evitar seguir preguntándomelo ¡Pobre de mí! ¡Pobre de Manuel! ¡Y pobre de todos nosotros! Después de todo, lo único que nos queda es nuestra propia pobreza y esta amada soledad en el caso de los que vívimos apartados en el campo.
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