miércoles, 17 de julio de 2019

Anotaciones de un pícaro desconocido

Antes de deslizar tus ojos por estas palabras apreciado lector, quiero advertirte acerca del contenido de lo que sigue y decirte que en modo alguno lo que se incorpora en este escrito tiene nada que ver con este hidalgo, que aunque quebrado, tiene algo de honrado y presume de ser piadoso y viejo cristiano. De ninguna manera podría yo formar parte en este instante del gran coro celestial, pues en cuanto hombre me siento imperfecto, y por lo cual, incapaz de alcanzar por ahora tal alteza como lo es la divina. Aún así, hago lo que puedo por esforzarme y ser digno de alcanzarla algún día. Pero, no obstante, esto ahora no viene al caso. Lo que quiero decir en verdad es que yo no soy el narrador de este esbozo ni tampoco estoy a favor de muchas de las opiniones que se van diciendo, tan sólo lo dejo aquí para el ajeno divertimiento.

Un día, cuando salía a tirar mi basura calle abajo, descubrí entre la porquería un cuaderno repleto de hojas arrancadas y algo mohoso y húmedo. Y como tenía curiosidad acerca de su contenido, comencé a hojearlo y me pareció cuanto menos interesante. Así que decidí plasmarlo por aquí añadiendo tan sólo algún que otro retoque estético para que la lectura fuera un tanto más suelta y no tan atropellada, también quité algunas partes por parecerme indecorosas y que le eliminarían legitimidad al desconocido autor, ya que no por decir un par de bufonadas se prestará una mayor atención que si se habla gentilmente.

Dicho esto, sin mas rodeos y vueltas de tuerca, poso sobre la mesa estos papeles y haga usted lo que quiera con ellos. Si le entretienen bueno será, y si es al contrario, deje la lectura cuando lo crea conveniente y cada uno para su casa como suele decirse.

...

Desconozco la razón por la cual escribir estas cuartillas, aunque, en verdad, si puede ser que tenga alguna secreta para mí mismo como podría serlo el intentar enmendarme de cara al exterior la mugre que tengo por dentro. Una vez cometido el pecado, la única manera de limarlo, es contándolo como mejor se pudiere. Y eso es lo que hago, o al menos, eso intento de esta forma tan peculiar.

Mi nombre poco importa, así que lo dejo para otra vez, y mi patria es fácil adivinar no solamente por el bendito idioma en el que escribo, sino por el tipo de dialecto por el que se está escribiendo. Ahora mismo me encuentro sentado ante un humilde despacho, ya con una edad razonable meditando las memorias de mi juventud. El viejo piensa lo que en su día fué, y extrae juicios sobre sus propios hechos pasados entre risas y lágrimas. No pretendo hacer una sucinta historia de mi vida con sus detalles y matices, solamente voy a anotar ciertos acontecimientos de lo que fué mi yo préterito en forma de diferentes anécdotas. Según creo, nuestra personalidad se forma acorde a los momentos que vívimos, y aún a sabiendas de nuestros errores, nos vamos haciendo a nosotros mismos no a partir de lo que pensamos, creemos o sentimos que somos, más bien gracias -o a pesar- del rumbo en el que hemos desembocado, ya cayendo o ya ascendiendo en torno a la fortuna de cada uno.

Yo nací como todos, del vientre de nuestras madres, que son las que nos dan a la luz en este mundo plegado de penurias y alguna que otra alegría. Tengo pocos recuerdos de mis primeros años aquí en la mundana tierra, como mucho me acude a la memoria el corretear de un lado para otro a destajo, y también el intentar nadar a duras penas en un pequeño lago y como me ahogaba debido a mi natural torpeza. Probablemente debido a esta debilidad mía, que siempre me ha sido tan natural, tuve que arreglarmelas en base a aparentar fortaleza y ejercitar alguna tiranía para seguir hacía delante.

Sin embargo, creo recordar aunque no del todo nítidamente, cuando tendría unos cinco años el espiar a mis padres desde mi habitación. La mayoría de las noches venía mi padre borracho, cantando y haciendo mil tonterías, mientras que mi madre aguantaba sus idas y venidas por mantener estable la familia. Alguna que otra vez se enfadaban y discutían, yo lo oía desde la distancia y en cuanto parecían darse cuenta que estaba alerta me iba corriendo a mi cama y me hacía el dormido. Casi siempre era mi madre la que entraba, y pese a verme con los ojos cerrados ya de paso me cantaba nanas para que me durmiese de verdad. Tan sólo entró mi padre en dos ocasiones para averigüar si había escuchado sus burlas e insultos, y acercándoseme al oído me decía: "Tú, niño estúpido, sé que estás bien despierto, como vuelvas a cotillear te voy a dar tal bofetada en la cara que se te van a salir los ojos" Y mientras esto me dijo, pude oler su aliento a alcohol. En otra ocasión, cuando estaba de paso en la cocina empecé a llamarle papá como suelen hacer los inocentes niños, y agachándose para estar a mi altura me dijo indignado que no volviese a llamarle así, que fuese por su nombre porque no quería ser padre de un polluelo tan feo.

Cuando ya ingresé en infantil, se podría decir que entré en la vida social. La guardería era un caos, todos los niños saltaban de un lado para otro sin que los maestros pudiesen hacer nada. Yo y mis compañeros hacíamos lo que nos viniese en gana, fué allí en dónde comencé con mis embustes y demás perniciones. Me dedicaba a ir de mesa en mesa quitando las sillas de los demás alumnos para que se cayesen, y a dar collejas según me apetecía. En cuanto estos recibían el daño, yo me reía sin parar disfrutando de sus lloros y sollozos. Es aquí cuando averigüé que mucho nos divierte el sufrimiento ajeno mientras no nos toque a nosotros mismos. También robaba los juguetes que podía, y me los llevaba a mi casa para que jamás me pillasen jugando con ellos, y de tal manera, tampoco los disfrutaba, pero me gustaba esa sensación de hacer lo que no debía sin que me pillasen.

Una vez que ya hube entrado en el colegio, las cosas cambiaron bastante, puesto que mis compañeros se hicieron mas altos y robustos de lo que yo era, así que ya no podía arremeter contra ellos con mi fuerza física, tenía que encontrar otros medios y artimañas para seguir siendo el pillo que era. Como yo era pequeño y fino como un alfiler, tuve que arreglarmelas como pude. Mi herramienta primordial era el uso de la palabra, pero no como la usaban los rétoricos que adordaban sus discursos para conseguir el beneplácito de un público, lo que yo comencé a usar fué el artificio de la mentira. No había mayor bribón que yo en ese arte. Mentía a mis profesores contándoles mil embustes y malas fantasías, mentía a mis padres diciéndoles como era víctima de todos los males del mundo, decía mentiras a mis compañeros para que me prestasen atención inventando historias, decía tantas mentiras que al cabo me las creía yo mismo... En fin, mentí tanto que el mero hecho de pronunciarlo ya supone una nueva mentira.

Recuerdo que estando en el colegio no había cosa que más odiase que a las niñas, me parecían estúpidas y pedantes, así que me dedicaba a hacerlas de rabiar tirándolas del pelo cuando no me veían y a insultar a las que estaban más gordas para después salir corriendo entre maliciosas risas. A una de aquellas chicas le dí tan manotazo en el trasero durante una mañana lluviosa, que cayó en un enorme charco quedándose perdida de agua durante todo el día. Y cuando me encontraba en los pasillos, me llamaba pervertido y tantas cosas mas que yo la contestaba: "En efecto, soy así de maltrecho y me siento orgulloso"

Otro día, en clase, una chica muy corpulenta y que parecía mas varonil que todos los chicos de clase juntos nos dijo a mí y a un amigo porque había encontrado un término muy comprometido a nuestra edad en el diccionario:

- ¿Vosotros soís vírgenes?

Nosotros, mirándonos el uno al otro perplejos no supimos qué decir, así que nos lo volvió a preguntar reiteradas veces más y el otro contestó que él era San José, y yo le dije que no sabía quién era yo, pero que lo que sí sabía es que no era virgen pues no llegaba ni a santo. Entonces comenzarón a reírse todos y yo quedé en rídiculo.

También había cada día en el patio constantes peleas, durante las cuales se formaban corrales donde todos gritábamos millares de injurias según nos apetecía, e incluso, apostábamos quién ganaría como cuando jugábamos a los pláticos y los papeles, riéndonos de quienes perdían mientras estos se arrastraban por los suelos suplicando piedad. En cierta ocasión -como a todo niño le ocurría- me tocó pelear a mí con un chico mucho mayor, y como ya daba la pelea por perdida, decidí coger un poco de arena del suelo y tirarsela a los ojos. Y viendo como el otro procuraba quitársela, salté encima del mismo y cogiéndole del pescuezo le dí un gran golpe contra un ladrillo que fué tan fuerte que le partí la nariz, y desde entonces la lleva algo deforme. A mí, obviamente me castigaron, pero de poco sirvió, ya que me pensaba un heróe siendo en verdad un cobarde.

Ya en el instituto, los roles volvieron a cambiar. Yo, en vez de dedicarme a estudiar, logré formar cierta banda de pequeños delicuentes con la que volvíamos las clases una jaulía de voces y gritos. Para excusarnos, decíamos a nuestros padres que los profesores eran muy malos enseñando y nos tenían manía, cuando para ser sinceros, éramos nosotros los que no les aguántabamos y por eso procuramos hacerles la vida imposible. Como por ejemplo aquella vez, que en medio de clase me levanté sin permiso para acudir al baño, y el profesor llamándome la atención me aleccionó para que me sentase y no pude desechar mis malos líquidos hasta que termino la hora. Entonces, como ya me sabía esa treta, al día siguiente me bebí el zumo de manzana que solía tener el profesor sobre la mesa, y vertí mis aguas sobre el vaso quedándome muy satisfecho y aliviado. Él, al beberlo, lo escupió al instante y preguntó quién había sido y viendo mi cara de culpable me señaló, y yo le dije:

- Yo no pude ser, y si así parece que fue pudiera ser porque ya aprendí desde la última vez, que para esos haceres es mejor antes o después para no interrumpir la clase.

Toda el aula se llenó de risotadas, y tanto era el eco que parecía que había unas cien personas riéndose en ese mismo momento. A mí me mandaron a la clase de castigo durante ese mes, quedándome así sin recreo, más a mí no me importaba porque ya de paso durante aquellos descansos en vez de hacer los deberes planeaba otras maldades como aquella para ganarme el favor de las peores influencias de todo el centro.

Otro de nuestros entretenimientos, era que en las tardes que quedábamos la banda, usar de nuestro tiempo libre para llamar los timbres de las casas. Esto lo hacíamos cuando algunos de nuestros miembros andaban despistados, y en una correría pulsábamos los timbres de toda una calle, que serían unas treinta casas seguidas. Una de estas veces, me tocó a mí que me creía todo un líder el ser el penitente del grupo, y así me pasó que un hombre de unos cuarenta años más o menos me persiguió a lo largo de toda la carretera gritándome:

- ¡Hideputa! ¡Ven aquí asqueroso mozuelo que verás lo que es bueno!

Yo mientras corría le contesté como pude:

- Ni en mi vida entera me va a tocar usted un pelo

Pero así no fue, porque distráyendome diciendo estas cosas tropecé con un hueco del suelo que estaba mal asfaltado y me caí redondo al suelo. El señor, que iba con un garrote, me molió a palos sin descanso dejándome desmayado en el suelo sangrando por todos los orificios de mi rostro. Mis amigos -o mas bien, mis socios- al encontrarme en el suelo así, me apartaron un poco y me dejaron inconsciente debajo de un olmo que estaba plantado en la acera. Al despertarme durante la noche, y viéndome solo y molido, comencé a proliferar a grandes gritos llamándolos a todos malditos.
Como esta afición de llamar a los timbres acabó por cansarnos al ser demasiado repetitiva, y al conocernos ya todo el vecindario, tomamos la determinación de hacer algo aún mas divertido. Y esto era el reunir unas cuantas piedras en unos sacos, y después, tirarlas donde nos apeteciera, ya sea a farolas, portales, ventanas, e incluso -que es lo más nos hacía reír, pues era todavía mas arriesgado- a personas directamente. Unas de las muchas veces que poníamos a prueba nuestro brazo en lo que a lanzar piedras se refiere, topámos con un hombre tan gordo que parecía una morsa que se derretía al sol, ya que sus sudores caían cual hielos deshechos. Yo, con toda mi puntería le dí un gran pedrazo que por poco hubiese logrado derribarle, y mientras huía me dijo desde la distancia:

- ¡Mentecato! ¡Cabrón! ¡Hijo de mil satánases! ¡Demonio! Me has dado en el ojo...

Y yo le contesté ya lejos de todo peligro y a salvo de una piedra que acudiese de vuelta:

- Me importa poco.

Otra vez pusimos fuego en la cola de un gato para contemplar como se iba huyendo, asustado de las llamas que consumían su negro pelaje. Mientras el minino saltaba de un cubo de basura a otro, señalándole decíamos gran cantidad de tonterías acompañadas de risas y ya de paso hacíamos una que otra bufonada intentando imitarle. Una de aquellas fue que mi mejor amigo, para mejor disfrutar del espectáculo, se acercó tanto al gato que le arañó toda la cara, dejándosela así llena de cicatrices y bañada en sangre. Tanto fue el dolor que sintió que se puso a vomitar la merienda a destajo y sin cesar entre nuestras carcajadas. Del gato yo no sé qué fue, pero tal designio me indicó que sobrevivió al fuego, mientras tanto nosotros estábamos condenados de por vida por comportarnos como demonios desatados.

En aquella, mi última época estudiantil, logré hacerme como una novia a la que trataba como un objeto dispuesto a placerme. En cambio, desconozco lo que ella pensaría acerca de mí, pues actuábamos como si nuestra relación se tratase de un trueque constante. Ella me dejaba gozarla cuando y como quisiera, y yo, por ello completamente agradecido, le compraba algún atuendo con el dinero que lograba a duras penas ahorrar. Cuando era nuestra media hora libres de la condena, nos escondíamos en un rincón del patio poniendo en práctica nuestros deshonestos haceres, y si alguno me pillaba le dejaba el ojo morado de un buen puñetazo. Al final, la pobre se cansó de mí, y comenzó a salir con un hombre mucho mayor, si así no hubiese sido probablemente le hubiera acometido hasta dejarle sin vida.

En verdad, ahora que lo pienso, aquel instituto parecía una cárcel a pequeña escala, en la cual adornada con unas rejas nos impedía la salida. Por lo menos, así era como me sentía, siempre encerrado entre aquellos barrotes. Sin embargo, cuando podía procuraba escaparme, y ello aumentaba mi mala fama, mientras yo en mi interior resolvía que aquello en vez de actuar en contra mía me nutría de honra y valentía, aunque para ser sinceros poco a poco me pudría.

Con el tiempo, acabaron por expulsarme de aquel lóbrego lugar, y yo tuve que buscarme medios para ganarme la vida como pudiese y me fuese posible. En un principio, entré como camarero en un pequeño bar, pero como no aguantaba el mero hecho de servir a la gente prudiente y que me tratasen como si mi existencia dependiese de alimentar sus hinchadas barricas debido a tanta cerveza, acabé por dejar aquel oficio al cabo de dos meses. Después, entre en el ejercicio de la albañería, teniendo un jefe que nos decía unas cosas que según ya pensaba no venían en ningún momento a cuento. Solía aconsejarnos que no nos fiásemos de extranjeros ni en mujeres, los primeros porque robaban a nuestro país sin que nos diésemos cuenta, y respecto a lo segundo, nos advertía que toda mujer por el mero hecho de serlo, era una ramera que aprovechaba en su juventud su esbelto cuerpo para atraer a los hombres y vivir a costa de los mismos, y ya en senectud, cuando estaban arrugadas como una pasa, no paraban de gritar y mandar como si fuesen capaces de dirigir algo. Sobre los gitanos también nos aconsejaba diciéndos que en modo alguno fiásemos de ellos, y que en cuanto más lejos mejor sería.

Rara vez nos explicaba como usar bien de las herramientas para llevar con eficacia el trabajo, y a decir verdad, casi nunca acabamos una obra al completo. Esperaba que el cliente pagase prácticamente la totalidad, y en cuanto podíamos desaparecíamos del lugar como si jamás hubiésemos existido, y si dejábamos alguna parte medianamente acabada se trataba sin duda alguna de ser la chapuza jamás vista, pero discretamente oculta. Por ejemplo, el cemento lo mezclábamos con más agua que otra cosa, las baldosas jamás cuadraban unas con otras, los muros con un leve empujón caían y se partían al suelo, las maderas estaban mugrientas y el resto de las cosas parecían de porcelana. Muchas veces nos denunciaban por nuestra negligencia laboral, nosotros nos excusábamos indicando con una inusitada arrogancia: "Pues no habernos contratado ¡Quedaros con vuestros rumanos!"

Tras realizar gran cantidad de trabajos -si así se podía llamar a tales destrozos, que al cabo, eran muy nuestros- nuestro jefe se marchó sin pagarnos un duro de las últimas obras. No obstante, en lo que a mí se refiere, logré ahorrar un poco, con lo que pude pagarme un curso de mécanica y comprar un diminuto establecimiento y hacerlo taller. Era muy bueno en lo mío, y templé mi ánimo comenzando a ser un tanto más sosegado que de costumbre. Conocí a una mujer muy fea con una nariz aguileña que al poco mas larga le tapaba la boca, aunque si así lo hiciera sería una ventaja, pues tan molidos y amarillentos tenía los dientes que no le quedaban ni siete en toda la boca. Su peinado era desgreñado -yo sigo pensando que no ha conocido un cepillo en toda su vida- y tenía una tripa tal que parecía perpetuamente embarazada. Además de todo esto, su voz parecía la de un hombre, y su carácter el de un mono rabioso. Pero a pesar de todos estos defectos tanto físicos como de ánimo, cocinaba medianamente bien y me servía en la casa como se debía. Así, pues, decidí quedarme con ella y casarme como se debía, ya que un hombre como yo no encontraría algo mejor tal y como ha sido mi rumbo.

Al año juntos tuvimos un mochuelo, que en cuanto me lo enseñaron me espantó de lo tanto que se parecía a su madre. Era horrible y peludo cual animal maltratado y abandonado en alguna calleja solitaria. Hasta cuando reía parecía que lloraba, y cada mueca suya se asemejaba a una expresión de dolor contenido en el interior. Con el transcurso de los tiempos le cobré algo de cariño, puesto que al fin y al cabo era mi hijo, o al menos, eso suponía aunque con ello me engañara a mí mismo.
Y ahora, recordando mi vida, no dejo de pensar en todos los males que cometí por gusto y vicio. Y lo peor resulta de que los disfruté en el momento que los viví como si fueran acciones buenas y honestas. Lo cuento por aquí, pues como dije al principio, quizás con ello me limpie de mis oscuras acometidas. Si así no es, Dios dirá allá en los cielos. La verdad es que me arrepiento de muchas cosas, pero no puedo evitar que al rememorarlas, se me escape la risa burlona, aquella que es exactamente igual a la que proliferaba cuando niño. Desde entonces, he intentado mudar de vida y he procurado que mi hijo no siguiese mis viejas costumbres para que en el futuro sea un hombre de honor, muy al contrario de lo que yo fuí, pero que tampoco jamás aspiré. Si alguien lee estos papeles, ruego que me perdone. Lo siento en toda mi alma, excepto aquellos suculentos dulces, que aunque caducos, gocé. Y por lo demás, hasta la vista.

...

Y hasta aquí fueron los sucios papeles que encontré amén de las correcciones y eliminación de las partes que es mejor ni saber y mucho menos mostrar. No sé lo que pensarás tú curioso lector, pero este hidalgo quebrado se quedó con la sensación de que aquel hombre no se arrepintió del todo de sus fechorías. Quizás el volver a contarlas bajo el pretexto de purificarse era en realidad una villana necesidad de que estás al aparecer en la memoria las viviese de nuevo el muy desdichado. Pero, en fin, no pienso emitir más juicios, cada uno que piense sobre lo que leyere lo que más le gustare, yo me limito a transmitir lo que llega a mis manos ya sea mediante inspiración o historia ajena como lo es en este caso. Claro que, tampoco me callaré ni lo pensado ni lo sentido, así es mi manera de dar cuenta a un fin con la escritura en cuanto medio legítimo y muy a próposito.

Por último, antes de silenciarme, diré que advertí que entre la parte del final del cuaderno faltaban hojas, pues según los rastros que quedan parecen haber sido arrancadas. Pudiera ser que las desventuras de este infeliz tuviesen continuación, pero como no han llegado a mis manos no he podido continuarlo y ni se me pasa por la cabeza inventarlo. Así que lo dejó así como llegó hasta mí. Espero que quién lo leyese lograse extraer lección, y si así no fuese, al menos le resultase de provecho en algún que otro sentido.

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