martes, 18 de junio de 2019

La dama soñada

Ya anochecía, y ello se sabía porque el sol se escondía y aparecía el lucero blanquecino estableciendo un nuevo tipo de día. Las interminables calles eran recorridas por un polvo ahora anaranjado debido a los faroles que iluminaban los caminos cada cinco metros cuyas bombillas eran acompañadas por telas de araña, mosquitos y alguna que otra polilla. Como no había aceras, tenía que caminar justo en medio, donde se supone que atraviesan los coches a gran velocidad sin mirar a quién tienen por delante, pero como este era un lugar bastante deshabitado no existía ese problema, ya que allí donde no hay casas a las que visitar tampoco las sendas de las que nos servimos se han de atravesar. Según caminaba iba pensando hacia dónde me dirigía, de mi mente se había desvanecido la dirección exacta en la que tenía que acudir. Aún así, de manera extraña, conocía donde estaba como si dijésemos intuitivamente, mis pies por sí mismos se enderezaban y tomaban la ruta sin guía. Muchas veces me ha ocurrido tal extrañeza a la hora de orientarme en los lugares, puesto que camino al azar con un motivo inmerso aunque secreto, desconocido incluso para mí mismo, y entonces, voy andando constantemente como si estuviese perdido no estándolo, y cuando quiero darme cuenta o despierto de la ensoñación en la que me encuentro, ya he llegado al lugar que en mi interior tenía determinado. En ocasiones esta determinación es confusa y difusa, pues siento mis ojos rodeados de una neblina muy particular que me lleva a pensamientos que no vienen al caso en la situación concreta donde me hallo, es entonces cuando centro mi mirada en lo que se le viene por delante, y he aquí que ya he llegado donde en un principio debía acudir, recordándolo y dejándome conducir por lo que a cada momento me surge al paso.


Y así fué, había llegado a unos anchos portales abiertos de par en par, cuando quise darme cuenta ya estaba sobre unas largas escaleras que se conducían a lo que parecía un castillo. En verdad este era una casa poco usual, que había sido construída probablemente a la vieja usanza, es decir, con grandes rocas, y cuyo interior era adornado por madera maziza que por su olor parecía recién barnizada. A simple vista el lugar estaba vacío, así lo tengo por seguro porque recorrí cada uno de sus largos pasillos, salas de estar, e incluso, algunas de las habitaciones, excepto aquellas que estaban cerradas con llave. No había nadie allí, solamente la misma soledad en persona y mi desconcierto al estar acompañado por una ausencia y una duda.


¿A quién tenía que visitar? ¿Cual era mi intención al estar allí? Pese a no saberlo con seguridad, advertía que mi visita en el lugar no era casual. Estaba allí presente por algo, de lo contrario no estaría dando vueltas por cada recoveco de aquella casa, no tendría sentido el estar por el estar, mera indiferencia que nos conduce a desconocernos como así también a nuestro propio entorno, gran pecado sería aquel. Yo soy y estoy, y se lo qué me hago y por qué camino sobre estos suelos, aunque sea tan sólo por mantenerme vivo. Ya el vivir es un motivo tan importante que condiciona cada paso en base a una meta, si hay acción es porque se encuentran unas causas y unos fines llevados al infinito, toda una policromía de posibilidades donde cada matiz condiciona el movimiento anterior de modo que somos llevados mas allá de lo imaginado hasta alcanzar un estado superior. Bien pudiera decirse que en mi estado de indeterminación, de mi ensoñación que actuaba como un velo impuesto ante mis ojos, en el fondo me conocía a mí mismo -si bien no al completo, al menos en una plenitud cordial y estable- y que si así era como yo creía en aquello, ello quiere decir que también había creado un mundo puesto que quién va formándose acorde con una fantasía desatada hace su propio mundo. En este caso en concreto, era una cosmovisión muy particular, siempre afirmativa, dispuesta a derrocar aquello que le eliminase la ilusión y la esperanza, engañándome tantas veces, que si bien existía una clara aspiración a la verdad, me era dificil admitirla y discernirla de la ficción. 


Salí al jardín posterior de aquella casa y pude contemplar la noche cerrada asomádose en los cielos nocturnos que repletos de nubes, dejaban ver algunos claros entre unos y otros nubarrones. El viento zarandeaba unas palmeras dispuestas ante mí, como a su vez lo hacía con unas rosas rojas que estaban dispersas por el jardín. Diversas luciernagas rodeaban la casa que parecía un castillo, pudiere parecerle a algún ingenuo como era mi caso que danzaban para dar bienvenida a su presencia. Era un lugar fabuloso, de cuento y de encanto, inexplorado por otros andantes hasta ahora, pues aquel umbral era atravesado cual flecha clavada en pecho ardiente al poner yo mi pie sobre tales altares.


Podía apreciarse en la lejanía un temple luminoso, brillante que resplandecía cual cuatrocientos soles al unísono. Era una dama resuelta en llama prendida, ardiente como ella sola que estando arropada con un blanco vestido, podría adivinarse su desnudo tan puro como inocente, toda una mujer con un alma niña. Atraído y persuadido de una hermosura que rozaba los espacios sucesivos y siderales, me acerqué con paso quedo y tiento, reafirmando mi sentimiento acrecentado por su belleza. Personalmente, dado mi peculiar escepticismo, no solía creer en golpes enamorados a primera vista, pero en aquella coyuntura tuve que afirmar mi creencia en las eternidades enamoradas. Inexplicable en verdad, aunque precisamente por ello tanto mas valía.


Nuestros rostros estaban tan cercanos, que osaban rozarse olvidándose de toda pulcritud del trato. Era como si ya nos conociesemos de hace mucho, y habiendo esperado el tiempo propicio para el encuentro, lo hubiesemos puesto a efecto sin las presentaciones que estorban toda verdadera comunicación. Ninguno de los dos tomó la palabra para el otro, simplemente se hablaba mediante el tacto diciendo todo aquello para lo que toda palabra quizás en ese momento se hubiera quedado escasa, o a lo menos, evaporándose sin intención ni final. Una caricia que explora, la sonrisa dubitativa terciando entre la alegría y la melancolía, el respirar que ansía tomar el aliento de ámbar ajeno, el mirar y afirmar, un sentido íntimo que prefiere no preguntar por no enturbiar aquello que se muestra limpio y espejo de toda pureza en aquel mismo momento.


Finalmente, ella dijo algo que sin embargo no logro recordar; pudiera ser un saludo indiscreto, una sílaba que sobraba, cualesquiera sentencia que no añadía nada al caso... Me duele no ser capaz de haber apresado en mí aquel mover de labios con significado. Poco después, se dió la vuelta prometiéndome volver cuando acabasen aquellas ráfagas que insistieron en aparecer. Yo, probablemente, le hubiese dicho que aquel acontecimiento daba igual, que podría quedarme allí toda la vida siendo amado y aprendiendo a amar. Digo que probablemente porque una vez que ella dijo aquellas palabras desperté, dándome cuenta de que estuve soñando ¡Y bien que soñé! Mejor hubiese sido jamás despertar de aquel sueño, pese a que el eterno soñar fuese lo más parecido a la muerte que podamos imaginar. En verdad os digo que soñando en tal manera aprendí lo que era vivir, y así, pues, muriendo en el sueño supe lo que era la vida. Y esta me trajó de vuelta para que viviendo comenzase a morir poco a poco hasta tal punto que determiné que si se vivía en escasez de sueños mucho mejor fuera morirse, o lo que viene a significar lo mismo: desvivirse dejando de soñarse.


Al levantarme por la mañana, tras tomar las diligencias habituales, desde el sofá de mi salón compuse un soneto para jamás olvidarme de la dama que soñé aquella noche y así ella permaneciese para siempre en unos versos que plasmasen su semblante. A aquel lo titulé "A una dama que soñó quién compuso este soneto" al pensar que nada mas podía decirse que no estuviese en el mismo y que dice como sigue:
Hoy soñé con una dama que era pura hermosura
en fantasías oníricas fué por mí inventada,
con todo corazón era amada
de un desdichado como yo, que gozaba su finura

Sus labios deliciosos de ambrosía manaban frescura,
dorados cabellos y su palma regalada
a mi temblorosa mano apresada,
su amor soñado suponía mi cura

No hay hechizo que aleje aquellos
ojos verdosos y su sonrisa
que con prisa se deslizaba

hasta mi boca imponiendo sellos
impresos todos ellos sobre la brisa,
yo mientras soñaba, y en tal manera, también amaba.

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