sábado, 8 de junio de 2019

Entre papeles

Durante una tarde sosegada, yo regalaba mi vista con lo que se encontraba ante mi ventana, así me asomaba queriendo hallar lo que me faltaba. Veía un gran número de fachadas, entre las cuales, se intercalaban los árboles como así los trazos de los caminos con los arbustos. Con mis ojos anotaba cada uno de los movimientos, palpando con la mirada lo inalcanzable a las manos ¿Pero qué es aquello que se busca sin jamás encontrarse? Pues podrían ser muchas cosas, pudiera ser lo que está escondido, lo recóndito de todas las cosas presentes aunque camufladas, veladas ante nuestros ojos por un capricho del destino "¿Por qué ha de ser así? ¿Existe una ley que haya de regirse de tal manera?"- así pensaba yo, navegando entre preguntas como aquel que se introduce en un oceano sin regreso posible al amado hogar.

Con estos pensamientos míos decidí acudir con un leve impulso de mi silla andadora a la parte donde se encontraba mi escritorio. Sobre el había diversos objetos, todos ellos alimentados con una parte de mis añoranzas de la infancia como lo eran: un timón que dirigía su navegación hacía la totaldad del mundo, una fotografía de mi abuelo cogiéndome a mí yo niño en brazos, una pulsera dorada con su nombre, la entrada a Roma en una pequeña maqueta, rosas falsas aún amadas, piedras marítimas, entre muchas otras cosas... En el lado izquierdo pude ver el conjunto de mis cuadernos repletos de escritos inacabados de los que cogí uno de ellos. Abriendo una página cualesquiera de un conjunto de poemas narrativos, pude leer el que sigue que se titulaba "Niño":


"Érase una vez un niño


muy pequeñito,


que soñaba con volar


sobre los árboles,


para así atravesar su mundo


y poder habitar los cielos


junto a los ángelitos,


aquellos que le cantaban semejante


a las nanas de su madre.


Como pasaba hambre,


decidió buscar bellotas


al bosque, pero caminó tanto


tantísimo que llegó a una ciudad imponente


allende al monte.


Allí, en un principio, le recibieron todos


con aplausos y fulgores,


más una vez pasado el tiempo,


se acostumbraron a él


y comenzarón a ignorarle.

Andaba entre los hombres


como un fantasma, peor aún:


una sombra de un fantasma


ya muerto todavía


en vida aparente.


Poco a poco -como todos-


fué creciendo; le encantaba curiosear


lo que otros hacían


para averiguar


cuán diferente era él mismo.


Lo que más le gustaba era


quedarse mirando hora tras hora al mar,


viendo como las olas arrastraban las conchas


a la playa; y como unas desvanecían


postradas en la arena, y otras,


morían para él en cuanto partían.

Un día, optó por quedarse


con una de esas conchas,


a la que llamó Soraya.


Llevándola a su casa,


la cuidó como a ninguna,


e incluso, la acariciaba


como a su tesoro más preciado.


Años mas tarde,


ella también se fué para siempre,


como todas aquellas personas


-ya sean ficticias o fingidas,


reales o novicias-,


que en tiempos préteritos


había conocido,


y de los cuales,


amó y siguió amando en el recuerdo.

Cada vez, estaba más viejo,


y llegó una noche


en la que se encontraba tan cansado,


que contemplando


un lucero -tan grandioso como desolado-,


le recordó a sí mismo cuando niño


era creador y no le importaban


los pensamientos ajenos.


Así, pues, se quedó en el sitio


mirando el astro yéndose apagando,


hasta que tan oscuro le pareció


lo que estaba a su alrededor,


que se durmió, y desde entonces,


no sabemos lo que ocurrió:


si murió en la nada, si vivió el sueño eterno


o si simplemente se marchó


para desnacer viviendo."

La lectura me dejó largo rato en suspenso, dudando acerca de los significados que había escrito, procurando recoger las impresiones que me llevarón en aquel tiempo a expresarme en tal forma como lo había hecho. Y en vez de lo dicho en sí cuyo resultado es lo que se ha quedado en las letras, recordé dónde lo escribí y cómo me encontraba. Vino a mí aquella salida de la biblioteca que lindaba con el universitario jardín, allí había unos pétreos bancos donde yo me senté, iluminados y cálidos por el sol primaveral  estaban aquellos pedruscos que me servían de asiento. Mientras iba escribiendo me sentía en soledad pese al estar rodeado de otros estudiantes que iban y venían de acá para allá, cada uno seguía su vida, y en la medida que partían de mi vista dejaban de existir para mí como las conchas cuando son arrastradas por las olas del mar hacia el interior como apuntaba mi poema. La tinta de mi boligrafo pasaba por encima de las hojas del cuaderno, y así el mundo me resultaba un verso incabado que yo procuraba completar sin conseguirlo del todo, pues siempre acababa por faltarme algo que no lograba dilucidar en su plenitud.

Ya despierto de la fantasía que supone el recordar, un volver atrás con matices distintos tras haber sido purificado el pasado gracias al instante, pasé una página adelante de aquel cuaderno. Y comencé a leer otro poema del mismo calibre bajo un tema distinto tan importante como lo es la vida y la muerte que siempre ha sido recurrente para mí, y que por tanto, de una o de otra manera siempre acabo tratando. Este se titulaba "Vivir y morir", un título muy simple para la complejidad que encierra en la experiencia:


"Atiende, caminante,


a la mudanza de mis sueños


aquello que traspasa


las fantasías de los hombres


y los pueblos, y los arrastra


a tierras y mares tan espirituales


como carnales.

El prado repleto


de amapolas y rosas niñas,


aún no del todo nacidas;


capullos en formación,


dentro del proceso natural de creación


siempre en ascenso hasta los cielos,


eran añoranzas infantiles


que amaban porque todavía


les quedaban esperanzas


de florecer como todo lo vivo


en las tierras de España.


A pesar de los cardos


impuestos sobre los caminos


por castigo divino,


rastrojos de otros dioses,


aún se mantenían en llama;


cual igneo elemento de la vida.

Somos todos presos obsesos


con las libertades -algunos


lo confunden con el libertinaje-,


un romper de grilletes


y liberar de cadenas,


buscamos imposibles


aún a sabiendas de que solamente


son realizables cuando los párpados


se tornan en ataudes cerrados.


Queremos, o más bien; ansiamos


con todo deseo y celo


- propio de un cautivo desdichado-,


desentrañar el misterio


y responder al sentido;


el por qué estamos vivos


y hacía dónde nos dirigimos.

Subimos cada vez más


en mayor grado,


contemplando las nubes


desde las alturas


saltando entre ellas


junto a la compañía


de nuestro hermano;


el gran astro, que constantemente


nos vigila, dios arcaico


de los primeros hombres.

Perdemos el oxigeno,


nos falta el aire,


caemos y otra vez


campo a través,


solos y desnudos como en el principio


de los tiempos ante la madre tierra,


labrando los suelos con nuestros pasos


y lanzado preguntas


en las noches solitarias,


que jamás nos serán respondidas,


pues nos están veladas.

Los cielos se oscurecen,


se vuelven de un azul marino abismal


dónde las estrellas resultan


amantes dispersas


que nunca serán nuestras,


más ellas, nos seducen,


amarrando nuestros corazones


a sus cabos, de manera que;


seguimos sus rumbos.

Llega de nuevo la noche,


siguiendo su acostumbrado curso,


aparece la luna con su palidez,


es aquella la que alumbra


los caminos y los dota


de ese matiz templado,


y nos invita a que los recorramos


con nuestros mutilados pies


debido al mucho caminar.


Los recorremos, los regamos


con nuestras lágrimas recientes,


y de esos charcos nuestros


nacerán las verdes hierbas silvestres


que otros verán en cuanto


sigan nuestras huellas


ya levemente camufladas


por la polvareda cenicienta.

Puede observarse mas adelante,


aquellos misterios nocturnos


de porvenires futuros,


plegados por las sombras


de los pecados que cometimos


inconscientes de nuestras faltas;


humana imperfección.


Desemboca la incertidumbre,


hay un silencio mortal,


aquel que nos cierra los ojos


para que cuando nos atrevamos


a abrirlos


sepamos que morimos"

Cuando escribí aquel poema recuerdo que era una mañana en la que me sentaba en unas mesas situadas en la tercera planta del lugar en el que estudiaba. A esas horas tan tempranas no había nadie, como mucho escasas personas que me negaban a mi la existencia al pasar desapercibido mientras la inspiración me iba dando las pautas según las cuales dibujaba poesía. A los treinta minutos aproximadamente guardaba mis cosas y me dirigía al aula que me correspondía pensando aquello que no debía, pero que era inevitable dada mi naturaleza que insistía en persistir allí dónde a sabiendas de la imposibilidad no le quedaba otra que introducirse. Llegar a cualesquiera lugar es un irse, la bienvenida que algún día dirá un adiós callado, un silencio que en la medida que comienza necesariamente ha de acabar, pero que aún así bajo la esperanza y la ilusión insiste porque sí, o quizás, bajo otro motivo que a pesar de estar en mí todavía está difuso para describirlo como debiera. Y por eso ahora tengo que sellar mis labios, guardar el secreto.

Una vez que hube terminado de leer aquel último poema y pensar lo poco mas arriba escrito, salí afuera y descubrí bajo mi propia sorpresa que ya era de noche. Me senté en el suelo de mi jardín y miré al cielo nocturno, que abismado contenía vida, o al menos, eso me dijeron el coro de las estrellas. Sentí el paso que nunca se detiene, la llegada del ascenso, la inmersión en el sueño verdadero, lo caminado aún por descubrir... Cerré los ojos y sentí que soñaba, y así era porque en realidad siempre estuve despierto. Dormir y vivir; dos reflejos que significan lo mismo como así la muerte implica un nuevo nacimiento, aquello que alcanzamos cuando lo conciente se vuelve vivencia.

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