Tras la guerra civil española, se instauró un caudillo en el trono del poder, e impuso un regimen cuyas consecuencias fueron todavía más funestas que la guerra en sí. Hubo una hambruna tan inmensa en España, presos políticos y leyes tan aleatorias como represoras que muchos españoles que no tenían una orientación ideológica definida pensaron en irse. Digo esto porque quiénes sí manifestaban sus ideas políticas eran perseguidos, asesinados sin juicio previo, y en el mejor de los casos, encarcelados durante un largo periodo de tiempo. Los hubo que además de estar presos, esperaban día tras día el ser ejecutados en cualquier momento. Este último caso fue el del padre de Gutierrez, el cual tras algunos años consiguió salir "airoso" de este encarcelamiento gratuito, mas a su salida, jamás volvió a ser el mismo. El estar encerrado durante tanto tiempo escuchando un día sí y otro no cómo iban ejecutando a sus compañeros no era un trago de buen gusto, lo que le produjo una mella mental de la que nunca se recuperaría.
En tal tesitura fue Gutierrez el que cuando contaba con los años suficientes decidió huir del país para buscar una mejor vida en aquellos países que se preciaban de ser más avanzados, lo que le otorgaría una calidad de vida y una libertad que no se gozaba en territorios españoles. Durante algunos meses estuvo debatiendo interiormente, que si Inglaterra, que si Francia, Italia que tampoco andaba durante aquellos años demasiado bien... Hasta que finalmente dió con Alemania, allí quizás iría todo mejor al ser un país donde parecía que todo estaba mejorando. Sí, allí podría empezar una nueva vida, ahorrar lo suficiente durante algunos años y quizás después de ese tiempo regresar a España con algún caudal que le permitiera jubilarse con soltura.
Así, pues, a través del flujo ilegal de personas y del tráfico que otorgaba el mercado negro, mediante el contacto de un amigo, cedió todo su capital como una suerte de inversión y se encaminó hacía parajes germanos como quién se embarga en la aventura de su vida. Al principio tenía miedo de que las autoridades franquistas o la guardia civil le detuviese por quién sabe qué motivo, y que después en la cárcel le propiciasen una paliza eterna como las que recordaba de niño cuando vagabundeaba por las calles, y que por lo que fuera, se despistara de hacer el saludo falangista, lo que producía que los perros de la ley le llenasen de recios golpes con sus porras hasta dejarle tocado.
Pero todo aquello ya no importaba, porque una vez que hubo pasado Francia, se sintió más seguro. Seguridad que se mantuvo cuando finalmente llegó a Alemania. Lo primero que hizo al llegar fue el buscar el contacto que le proporcionó su amigo, el cual le enroló en una fábrica donde tenía que cargar con los materiales y depositarlos en la cinta de carga que llegaría a los demás trabajadores para su consecuente transformación. Obviamente, el contrato que se le proporcionó era bastante fraudulento en tanto que todavía no tenía los papeles necesarios para pasar a ser un ciudadano legal. Mas todo aquello era una cuestión secundaria, porque después de todo podía trabajar y con ello ahorrar un dinero para invertir en su futuro.
Antes de salir de España tenía una novia que dejó en cinta, pero a la que aseguró que se iría para volver, y que si le iba bien en Alemania, hasta podría proporcionarle dinero suficiente para que ella accediera al país del mismo modo que lo hizo él. Así ella podría trabajar limpiando la fábrica o montando piezas de cara a sacar adelante a su futuro hijo. Todo estaba perfectamente pensado, el plan en su cabeza era idóneo aunque no dejaba de admitir que hasta cierto punto le inquietaba ese asunto. Pensando egoístamente, si no hubiera dejado embarazada a esa pobre chica, podría haber empezado desde cero en Alemania, sin preocupaciones de esa índole, sin temores a fallar volviendose con el rabo entre las piernas. Esto le turbaba, le inquietaba y le proporcionaba sudores fríos algunas noches, pero de acuerdo al transcurrir de la rutina ese temor fue disipándose, siendo sustituidos por otros.
Su nuevo temor se llama Sr. Fritz, o así al menos creían que se llamaba. Algunos compañeros le llamaban Fits o Freits, aunque eso poco importa. El caso es que aquel hombre era el jefe de la plantilla, y atormentaba a sus empleados con mano firme y severa. Cuando Gutierrez llegó le pareció un hombre un tanto frío, mas no le dió importancia porque ya estaba advertido del carácter de los alemanes, que era tan distante en comparación al de sus compatriotas. Sin embargo, con el paso del tiempo, la conducta del Sr. Fritz o Fits como quiera llamarse, fue tornándose cada vez más severo, e incluso, oscuro. Al principio, fue frío y hasta robótico en opinión de algunos, pero luego dió pasó al uso de los insultos y de las humillaciones como método coercitivo, y aunque ni sus compañeros ni él entendían el alemán, sabían que les insultaba por cómo pronunciaba las palabras, las muecas de desagrado y de desprecio que le seguían, y finalmente esa risilla malévola que se congelaba en una sonrisa de asco hacía sus empleados españoles.
Mas, no obstante, el asunto no se quedó así. Pronto las miradas de odio y los insultos acompañados por pegotes de saliva debido al volumen de la voz, dió pasó a los golpes con la mano abierta, a las patadas imprevistas, en suma, a las palizas desconsideradas y repentinas que les propinaba cuando le venía en gana. Al ser unos ilegales, podía hacer lo que quería con ellos, ya que al menor chivatazo suyo eran expulsados del país irremediablemente. Incluso, las malas lenguas decían que además de las humillaciones y de las agresiones, también se dedicaba a manosear y a desnudar a la plantilla femenina, pero ellas tampoco podían decir nada y por eso estos casos no llegaron a instancia alguna y se quedaron en las habladurías. Aunque las miradas de terror de algunas empleadas, su cabeza cabizbaja y las lágrimas que proferían cuando creían que nadie las veía atestiguaban lo contrario.
A pesar de esta situación, pasaron un par de años como por ensalmo, Gutierrez en particular no sabía que le impresionaba más, si el que se hubiera acostumbrado a vivir en esa inhumana tesitura, o que después de trabajar tanto tiempo en negro aún no hubiera recibido los papeles que le certificaran la legalidad para comenzar a llevar una mejor vida. Y sólo fue consciente de que había pasado este tiempo cuando su novia Cristina apareció en la puerta del contenedor prefabricado donde él habitaba, y además de la mano de una pequeña criatura llamada Hugo, el cual se trataba de su hijo. Gutierrez, con los ojos como platos y la boca congelada en forma de o no supo ni como reaccionar. Pasó unos tres días sin ser capaz de emitir palabra alguna, sólo gruñía ante las exclamaciones y llamadas de atención de Cristina, lo que provocó un ambiente gélido en aquel contenedor al que llama su hogar.
Sólo consiguió emitir una serie de palabras articuladas cuando Cristina le propuso de trabajar en la fábrica, lo que le hizo reaccionar con un miedo que se transmutó en un enfado que se materializó en unos golpes que propinó sin ton ni son a su querida novia. A partir de entonces, todo fue a peor porque si bien era cierto que durante aquellos dos años lograba sobrevivir a duras penas con el escaso sueldo que ganaba, ahora que repentinamente tenía que alimentar a otras dos bocas, todo fue a peor. La mayoría de sus ahorros fueron mermando, y lo poco que le sobraba se lo gastaba en grandes aunque baratas cantidades de alcohol que ingería con una mezcla de placer y desazón. Muchas veces, todavía con el vodka barato o con el snaps en la mano, con la mirada perdida en el suelo, Cristina le regañaba por comportarse así lo que daba como resultado que Gutierrez despertase de su embotamiento y comenzará a pegarla hasta que ella acababa en el suelo llorando tanto por el dolor físico como por el psicológico al saberse desgraciada.
Tan infeliz y desdichada se sentía una amoratada Cristina que una noche de imprevisto decidió huir de la mano de su pequeño Hugo. Gutierrez nunca supo a dónde se había ido, mas presumía que seguramente había regresado a España, huyendo no tanto de la triste vida en Alemania como del monstruo que se había hecho él mismo. Sin embargo, las cosas no mejoraron una vez que desaparecieron las dos bocas que le sacaban un dinero que no tenía, puesto que al contar con un pequeño caudal de más, siguió bebiendo sin cesar, ya no sólo en las melancólicas noches, sino durante el resto del día. Lo bueno del alcohol es que le permitía soportar las reprimendas y las palizas del Sr. Fritz al hallarse siempre como anestesiado, lo malo fue que ese embotamiento alcohólico produjo su despido, y con ello, la pérdida del escaso capital con el que contaba.
A partir de entonces, Gutierrez vivió en la indigencia, deambulando y rapiñando lo que podía para mantener su vicio vivo. Su hermano Francisco, al no tener noticias suyas, alarmó al resto de los familiares para que se informasen de lo que había pasado. Tras algunas averiguaciones mediante amigos y contactos que todavía seguían en Alemania -puesto que ya muchos, desalentados, se habían marchado- supo de su situación, y mediante un salvoconducto pudo traerle de vuelta a la amada aunque decadente patria. Costó lo suyo, mas al final se consiguió que regresara, y lo que era más importante, una vez en España se pudo restablecer de su alcoholismo cuando su madre le encerró en una habitación con llave y con las ventanas tapiadas. Se le alimentaba sólo una vez al día, ya que no había dinero suficiente para comer, mas incluso en esa situación se logró que mejorase hasta restablecerse casi por completo.
Obviamente, tras susodicha experiencia, Gutierrez quedó marcado de por vida. Había envejecido mínimo unos veinte años, sus ojos soportaban la carga de dos pesadas ojeras, además de tomar un tono amarillento, sus labios estaban siempre resecos y los miembros de su cuerpo se desplazaban con inusitada lentitud. Pero con la ayuda de amigos y familiares no sólo consiguió recuperarse más o menos de su experiencia de pesadilla en Alemania, sino que además consiguió un trabajo como barrendero en las puertas de un conocido restaurante de Madrid. Y aunque no volvió a saber nada de Cristina y de su desgraciado hijo a pesar de que intentó llevar a cabo algunas averiguaciones, al final desistió y formó una nueva familia con una tal Laura, que le dió unos cuantos hijos, un total de cuatro. No la quería, como tampoco supo querer a Cristina, pero siguiendo los ritos familiares se casó con ella para que en el día de mañana le llegara a sus hijos una mísera herencia. A su modo, consiguió establecerse más o menos, y prosperar como un barrendero al que a veces daban alguna que otra propina por apartar el polvo de las amplias puertas del lujoso restaurante.
Un día, cuando ya contaba con unos sesenta años, se enteró por televisión del inmenso flujo migratorio que provenía de diversas zonas del mundo que se encontraban en conflictos bélicos, en la mayoría de los casos propiciados por occidente pese a que esto no se mencionase en los medios de comunicación. Mientras repasaba con unos ojos impasibles la pantalla de televisión, sólo supo emitir un par de suspiros de indiferencia, en tanto que comentaba con algunos colegas en el bar lo nefasto que era para el país que acudiesen tanta gente venida de otros lugares con unas culturas tan diferentes a la propia. El rojo del grupo, con un semblante tan irritado y enrojecido como su ideología, le espetó señalandole con un dedo amenazador que no tenía empatía, y que él debido a los malos años que pasó en Alemania debería entender la situación de aquellas personas. Gutierrez, cruzado de brazos y con un gesto de desagrado sólo supo responderle que aquello era diferente, porque ellos eran españoles, occidentales en suma y que únicamente por ello tenían mayor derecho a emigrar. Además, puntualizaba, con Franco se vivía mejor, y que las consecuencias de hambruna que vivió España durante aquellos años se debía a que los republicanos en su desfase habían dejado así de mal al país.
Otro día se vió obligado a coger el metro debido a que su destarlado coche se encontraba en el taller, pero tenía que visitar a un hijo suyo que acababa de ser padre, lo que le convertiría a él en abuelo. Aquel viaje, a pesar del buen asunto que le conducía a realizarlo, lo hizo con una amargada indiferencia que se traslucía en su rostro enjuto y encerrado en sí mismo. Despertó de su mutismo autoimpuesto cuando lo que a él le parecía un marroquí estaba pidiendo unas monedas, o en su defecto, algo de comer a lo largo y ancho del vagón que en ese momento él ocupaba. No pudo contenerse y comenzó a gritarle y a imprecarle del mismo modo a como lo hacía el Sr. Fritz cuando él estaba en Alemania, le dijo que se largase a su país para recibir "pagitas" desde ahí y que en España no pintaba nada, que aquí la gente tenía sus propios problemas, y que desde que gobernaban los comunistas no estabamos para más vagos en el país. El hombre, al comienzo conmocionado en un mal sentido, no supo qué responderle, pero a los segundos empezó también a gritarle a su vez, lo que trastocó el viaje a los callados y aturdidos viajeros debido a la jaulía de insultos y de amenazas de golpes en lo que se convirtió el vagón del triste metro.
Una vez fuera, y con un enfado creciente en su interior tras el mencionado suceso, Gutierrez se apoyó en la pared a la salida del metro para encenderse un pitillo y así calmarse antes de reunirse con su hijo. Y en tanto que veía pasar a los transeúntes de la calle Serrano, se percató de que un hombre muy bien peripuesto con su elegante traje le miraba atentamente. Gutierrez, para su interior pensó: "¿Ves? Esto sí que es un español de bien, y no esos vagos que vienen a jodernos más de lo que ya estamos. Los que van a levantar el país son los empresarios, no esa clase que se presume obrera y que viven de no hacer nada mientras a los demás nos fusilan a impuestos." Nada más terminar de pensar esto el hombre elegante que presumiblemente era el gerente de alguna de las muchas empresas que había por la zona, se acercó a el y le tiró una moneda de cincuenta céntimos a la cara con desprecio, en tanto que le susurró con contenida iracundia: "Tome esto y lárgese de aquí estúpido mendigo, que contaminas visualmente la calle con sus pintas de pordiosero." Gutierrez tomó la moneda del suelo, y se marchó.
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