Cuando Gisela nació todos atestiguaban que jamás habían visto un bebé tan hermoso. Ya en su cuna, todos la rodeaban asombrados cual si adorasen algún tipo de deidad. No entendían que tipo de influjo ejercía ese bebé sobre todos ellos. Pero el caso era que se sentían atrapados nada mas contemplarla. No sólo por la visión de su imagen en sí -lo que ya era suficiente para dejarles a todos hipnotizados como si se tratase de un milagro-, sino también por el aroma que desprendía y los tenues quejidos que emitía. Era tal su potencia que todos se sentían inevitablemente inclinados a admirarla con independencia a sus sentires personales. Fijaban su mirada en ese bebé, y ya estaban insertos en su influjo.
En la medida que Gisela fue creciendo, ese influjo sobre los demás no dejó de aumentar. Ya siendo niña esa incondicional admiración era repartida a partes iguales entre otros niños y mayores. Cuando Gisela pedía algo, cualquier tipo de nimiedad, todos atendían generosamente a sus ruegos. Era como si su voz naciera de algún arco celestial que se presentase de repente, y que, al ser escuchado por quién estuviera presente debía de ser perseguido cual si fuese un arcoiris que llevase a algún tesoro maravilloso. Y así, todos la prestaban atención y la seguían allí donde fuera acuciados por sus palabras infantiles.
Gisela fue creciendo. En el instituto experimentó un cambio. Pudo darse cuenta ella misma cómo aquella admiración pura e incondicional de su ser se fue transformando poco a poco en mero impulso carnal. Ya la gente -sobre todo los chicos- no la veían como algo que mereciese ser adorado, sino mas bien como algo que debería ser mancillado. Quizás no lo pensasen así. Pero, en realidad, es lo que acontecía en sus interiores. Ya no se quedaban admirados ante ella, boquiabiertos en espera a los deseos que ella profiriese de sus delicados labios. Ahora ellos escuchaban solamente sus propios deseos, y la contemplaban como un diablo contempla una estatuilla de la Virgen María. Es decir, como algo que corromper y degradar para burlarse de instancias superiores.
Un día, durante los últimos años del instituto, justamente cuando estaban haciendo un examen de literatura universal, a Gisela se le escurrió el lápiz de entre los dedos y tuvo que inclinarse desde la mesa en la que estaba sentada al fondo para recogerlo. Sin embargo, el lápiz en cuestión se encontraba un tanto alejado desde donde podía alcanzarlo con facilidad. Así que tuvo que hacer un mayor esfuerzo para llegar hasta el. Esto provocó que el pequeño escote juvenil que portaba, se desanchara lo suficiente para mostrar gran parte de sus máculos y blanquecinos senos. Algunos muchachos al verlos, empezaron a susurrar algunas cosas sucias y degradantes. Ello produjo que Gisela se pusiera roja de vergüenza, y que, a pesar de estar en un examen, saliese corriendo y llorando de la clase.
Cuando terminó el instituto, no sabía que hacer. No era una chica tonta. Pero tampoco lo suficientemente ingeniosa para decidir por sí misma. Sus notas no eran ni muy buenas ni muy mediocres, lo que acrecentó su indecisión. Así que se dejó llevar por lo que otros la aconsejaron, y empezó a trabajar en una tienda de donuts caseros. Al principio, sus compañeros la trataron con respeto. Mas con el tiempo, y la supuesta confianza que la gente se atribuye a sí misma, ese primer respeto se desvaneció. Los hombres la dirigían palabras soeces y chistes blasfemos, alguna vez la pellizcaban algún pecho con una socarrona risotada o la azotaban en el culo con gracia. Y las mujeres, cuchiqueaban a sus espaldas y la lanzaban supuestos elogios envenenados que traslucían su envidia. Toda esta situación desagradó tremendamente a Gisela.
Los acontecimientos la hicieron meditar sobre sí misma. Pensaba, que, no tenía nada mas que ofrecer al mundo que no fuera su hermosa apariencia. Antes cuando era niña pensaba equivocadamente que su belleza nacía de algo más interno, que el núcleo dónde nacía y radicaba la admiración de los demás era algo que trascendía a su propia condición corporéa. Y que las nefastas situaciones que se dieron en su adolescencia, se debían más a las malas intenciones de los demás que a sí misma. Sin embargo, al cumplir mas edad y viviendo mas de esas situaciones degradantes, cayó en la cuenta de que ella era una cáscara vacía. Una hermosa cáscara, de un aspecto lozano. Pero una cáscara al fin y al cabo que no tenía nada más.
Con el tiempo, un amigo de un amigo la recomendó para un trabajo que le aseguró que le iba a hacer ganar mucho más dinero que hasta entonces. Ella, sin preguntar nada más, aceptó. Cuando fue al lugar indicado, se percató de que había algo extraño ahí. Y así fue, efectivamente. Se trataba de un burdel. Al darse cuenta, se horrorizó. Mas, luego pensó: "Bueno, después de todo es para lo que valgo. Tengo unos buenos senos, un buen culo y muchas curvas. Supongo que no puedo pedir más." Al final, aceptó.
Sus primeras experiencias en el burdel fueron repugnantes, aunque suaves en comparación a otras posteriores. La mayoría de sus primeros clientes eran hombres arruinados y borrachos que no encontraban otra satisfacción en su vida que no fuera la de entregarse al alcohol y a las mujeres. Y si combinaban aquellas dos cosas a la vez, tanto mejor. Gisela normalmente se quedaba tumbada en la cama sin moverse casi nada, dejandose hacer y manejar cuanto quisieran sus clientes como si se tratase de una muñeca inflable de carne y hueso. Casi siempre cuando acababa su ronda de servicio, se iba al baño a vomitar y a proferir innumerables sollozos mientras lo hacía. Desde su perspectiva, podía ver cómo las lágrimas se intercalaban con su vómito.
Esta situación provocó que Gisela adelgazara considerablemente, lo cual hizo que perdiese sus curvas y su carne rolliza. Esto enfadó al encargado del burdel, y sus continuas regañinas y violaciones hizo que Gisela le pidiese continuamente que la dejase salir se ahí. Sin embargo, no podía. El encargardo del burdel aseguraba que ella le debía dinero debido a las pérdidas que había tenido en los últimos tiempos por su culpa. Cada vez que esta disputa se daba, Gisela no dejaba de llorar. Lloraba tanto que hasta había dejado de maquillarse, y la piel de sus mejillas se encontraba levantada y áspera.
A partir de entonces, los clientes que pedían sus servicios eran unos auténticos engendros sociales, la verdadera máscara que aunaba fealdad y maldad. Ya no sólo es que fueran horribles exteriormente por tratarse de ser unos viejos sin escrúpulos o unos cuarentones gordos y picados por la viruela, sino porque la obligaban a hacer todo tipo de cosas profundamente denigrantes. Casi siempre la pegaban palizas de las que sorprendía que saliese con vida y la pedían que se pusiese de rodillas para rogar por su vida. Gisela llegó a un punto en el que se insensibilizó completamente, tanto externa como interiormente. Sólo sentía los pinchazos que la daban cuando la inyectaban medicina en el hospital. Al que solía acudir cada dos semanas debido al estado cádaverico en el que se encontraba.
De entre todos sus clientes, los cuales podían ser cuarenta desquiciados distintos cada semana, sólo uno la trataba medianamente bien. Era un hombre que llevaba unos cinco años sin trabajar, a consecuencia de lo cual fue expulsado de su casa y alejado de sus hijos. Su mujer le pedía una manutención que por motivos obvios nunca llegaba, y que a su vez, se incrementaba en forma de deuda. El poco dinero que conseguía era rebuscando en la basura aparatos que podían ser reparados, y que vendía a chatarreros. Ello le permitía comer pobremente, y desfogarse con prostitutas una vez a la semana. Es así como conoció a Gisela.
Se encariñó tanto con ella que a veces sólo pagaba sus servicios para verla. Este fue el único cliente con el que hacía el amor de vez en cuando. Al terminar, solía recostarse sobre su pecho mientras él la acariciaba una espalda completamente demacrada y llena de magulladuras. En esos instantes de sosiego, él la prometía que cuando consiguiese un trabajado digno y pagase todas las deudas que tenía pendientes con su mujer y sus hijos, la sacaría de ahí y vivirían juntos. Ella, al escucharle, se enternecía y por primera vez lloraba de felicidad. Le latía tanto el pecho de alegría, que él al darse cuenta, la abrazaba con fuerza mientras insistía en sus promesas de amor.
Esto le dió a Gisela la suficiente fuerza para soportar las diferentes vejaciones que le llegaban por parte de todos los demás clientes. Sin embargo, aquel cliente al que ella consideraba su primer y verdadero amor, desapareció sin dejar rastro. Y aunque intentó por todos los medios posibles informarse acerca de lo que le había pasado, o de su paradero, no consiguió averiguar nada. Aquello la entristeció profundamente, la condujo nuevamente a su impasibilidad extrema. Sólo un sentimiento de inmensa pena afloraba en sus labios resecos y en sus ojos enrojecidos mientras era sometida a los actos tortuosos de sus clientes. Un sentimiento, que, se cristalizaba en forma de lentas lágrimas que se deslizaban de su semblante al suelo sin cesar.
Un día ocurrió algo que no estaba previsto en el guión de una prostituta. Un cliente pagó por ella una suma de dinero tan inmensa que el encargado del burdel se quedó bastante sorprendido. Obviamente tal cantidad de dinero no se debía a una generosa donación. Pretendía sacar del burdel por un día a Gisela, y además, tener plena libertad para hacer con ella lo que quisiera. El encargado aceptó con una sonrisa que reflejaba en sus dientes el vago esplendor del dinero. Así, pues, el cliente se la llevó y se fue con ella a una zona bastante lejana de la ciudad.
Una vez llegarón ahí, Gisela vió que se trataba de una especie de apartamento abandonado. Nadie parecía haber vivido en aquel lugar desde hace mucho tiempo. Nada mas llegar, el cliente la ató por ambos brazos con una cuerda sucia. Y, cosa extraña, no la violó en ningún momento ni abusó sexualmente de su cuerpo. Simplemente se limitó a dejarla colgando mas o menos durante un par de horas. De repente, cogió una fusta y comenzó a azotarla durante otro par se horas. Lo restante del día se lo pasó de ese modo, dandole golpes con diferentes utensilios, tanto de cocina como herramientas para el hogar.
Al final, poco antes del atardecer, se cansó de golpearla y se la llevó a un acantilado que lindaba con un río. Completamente desnuda y mirando al cielo, la rodeó con sus brazos y la asestó unos diez navajazos en ambos costados. Comenzó a salir sangre abundante, y Gisela cayó desplomada al suelo. El tipo en ese momento, se dió media vuelta y se largó.
Mientras tanto, Gisela permaneció mirando al cielo en tanto que notaba la sangre fluir por todo su cuerpo desnudo. Desde sus fatigadas costillas, sentía como la sangre se derramaba sobre malas hierbas completamente secas. Con su vista fijada en el cielo, notó cómo el mundo y ella se iban fundiendo en uno solo. Ya no había frontera entre lo externo y lo interno. Las impresiones y las sensaciones eran exactamente lo mismo que los pensamientos y los sentimientos. Ya nada importaba porque el todo era la nada, y viceversa. En el cielo del crepúsculo encontró el sentido a toda su vida, junto con las disculpas que necesitaba. Y finalmente, logró perdonar.
Con los labios entumecidos y tembloros, no pudo evitar que de sus verdes ojos nacieran abundantes lágrimas, que, al igual que la sangre, regaron el reseco terreno. Cerrando aquellos ojos por última vez, suspiró y dijo:
- Por fin sé lo que es la belleza. Todo es sumamente hermoso.
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