De camino se encontraba Sebastián hacia el dulce hogar de la amada "¿Allí estaría? ¿En su casa?" -pensaba en tanto que recorría sendos campos mortecinos, fatigados por la poca abundancia de las aguas caídas de los cielos. La tierra era árida, y las hierbas permanecían secas, prontas a morir hasta la llegada de una nueva estación. Sus pasos se asemejaban a sus propias lágrimas, ya que lánguidos se movían como arrastrados por impulsos internos de origen desconocido. Sin embargo, advertía cual podía ser ese origen; un amor camuflado en una esperanza que le daba motivos por los cuales vivir, ilusiones amorosas afluían en su pecho, túmulos y ríos parecían lo mismo para su percepción maniatada, mariposas dañinas a la par de bellas, montañas celestiales eran porque llegaban a lo divino que adquieren las cumbres, culebras con rostros de doncellas, vuelos de pájaros que encuentran en su ocaso su libertad...
Mientras, seguía su camino hacia el castillo de los fulgores dolientes, cadenas que en vez de subyugarle le permitían ser libre. La senda era tan larga como fatigosa, incluso para unos pies como los suyos acostumbrados al mucho caminar. Así, pues, se puso a imaginar para entretener aquella impaciencia que le asalta a todo aquel que se haya enamorado, pretendía con la mente acallar los latidos del corazón cuando en verdad era este su pulso lo que le daba razones al alma. Su espíritu quiso jugar con la poesía, siendo en realidad a la inversa, puesto que el creador suele hacerse esclavo de sus criaturas cuando las ama. Exceptuando, claro está, al sumo Creador, aunque este ya sufrió lo suyo cuando el Hijo del Hombre pereció en la cruz por amor y para evadirnos del sufrimiento. Entonces, en estos pensamientos que podrían fundar su particular teología, comenzó a cantar hacía sus adentros los versos que ahora siguen:
Elegía de Sebastián
¡Ay, divina Melisa mía!
Te perdiste entre matorrales
siendo aún de día,
y yo, al verte, evadiendo moralidades
emprendí tu búsqueda, de amor cofradía,
creyéndote lejana a tales parajes,
mas me equivoqué, pues estabas
en verdad tan cercana
a la casa mía, mientras llevabas
los restos del que mi corazón mana,
que loco de mí pensé que amabas
esta sombra tardía ufana.
Te ví y me enamoré, siendo
las sumas luces interiores
que contaban mi espíritu ya perdido,
meros reflejos infractores
de un pecho que arde prendido,
creador por sí de ilusiones,
que celestiales, otorgando inusitada,
verdosa e infatigable llama
acuden cual inhóspita llamada
a estos ardores que carecen de fama,
al serles borrados el atributo del hada
que mucho revolotea y nada calma.
Tal cual tú apareciste
bastante alta en ánimo,
y me sorprendiste
dejándome en todo mi ser un arrimo
del regazo amoroso, bendeciste
a un hombre mínimo,
que ya desde entonces
-y antes- guardaba en sí un dolor
que acumula a partir de los orígenes
del mundo, junto a un pasado amor
que pertrechando mis sienes
hizo al corazón parar su motor.
¡Oh, y ya cuando te conocí!
Creí haberte visto
en una pasada vida, y reconocí
que algo estable permanece, e insisto
en aquel aroma que tuyo olí,
proveniente de paraísos que no resisto,
los cuales parecen recordarme
a tiempos, que pretéritos,
a la Divinidad logra retornarme,
aquella Providencia primera, mellizos
de las virtudes, hicieron alumbrarme
los tuyos ojos de Dios
Labios melisos de tu boca,
los aspiro desde la lejanía
acogiendo aires, que no sofoca
mis ansías por tu compañía,
ya plácida, ya loca,
por puros placeres de quién fía
en los rayos de los amaneceres
suculenta salida,
enemigos de frías noches,
borrachos de vida,
últimos atardeceres
que no hay mortal que los mida.
Este fuerte sentimiento,
es testigo siendo mío
de lo que te quiero en un momento
de puro desconcierto, tal resquicio
dejó tu presencia, y en tanto
fue su potencia, que reverencio
a santos y a ángeles,
ya no sólo por sí mismos, sino
por haberte dado nacimiento, claveles
purificados de un destino
fue la mirada tuya, reales
las sensaciones de mi yo fidedigno.
Hasta ti quiero llegar,
dando realce a mis alas
y mis brazos plegar
sobre las sábanas esmaltadas,
deseo las flores regar
con las lágrimas libertadas,
dejando atrás todo recuerdo,
fuente y nacimiento del daño
en donde se posó todo lo ido,
pues ya desde antaño,
he estado profundamente dormido
hasta que te contemplé en este sueño.
Extraño empeño este fluir
de un alma a otra, lo restante,
lo que sobra, y empieza a confluir
en un estado relevante
de algo interior que no quiere morir,
desea vivir por tenerte,
doncella con rostro de duende
bénevola a la par que maliciosa,
que sin quererlo se esconde
entre una ninfa que canta melodiosa,
allí, más allá de los bosques, donde
ya en el mar la sirena salta caprichosa.
Allí, en las almenas, sobre la roca
te sentaste, eterna
en figura labrada en piedra,con voz ronca
pronunciaste lo inefable, linterna
cuya toda luz aparenta poca,
hablaste acerca de mi condena,
señalaste con tu dedo indice
el interno quebranto
que al enamorarme me hice,
y en cuyo espanto
el antiguo sabio dice
que no hay salida posible a tal lamento.
Llegó el tiempo en el que te fuiste,
y acudiendo la tristeza
con el recordar que insiste,
poco a poco y pieza a pieza,
sentía el resquemor que embiste
hacer nacer abrojos y maleza,
y si ya incluso en tu compañía
acudía la sensación de soledad,
imagina sin ti de lo que carecía
la luna y las estrellas que con lealtad
a ti por amiga te tenían, o eso parecía
a mi ánimo confundido por la fugacidad.
Volver a oírte cantar
deseo y sinceramente quisiera,
y que al verte se formase un altar
que tu esbelto porte fuera
grabado en mi memoria, y al levantar
el alba tu recuerdo no pereciera,
como en aquellos atardeceres
que guardaron de su rocío
para las auroras siguientes,
y que cada ser por nimio
que aparentara siguiera las ordenes
de un anterior estío.
Aún de mi jardín las rosas
apresan la imagen de lo efímero
que fue tu huída, pocas cosas
se quedan en su lugar, pero
te aseguro que tus mejillas melosas
todavía se posan en ellas, no es mero
decir por decir, es un sentir
sincero que mi espíritu sostiene
mientras procura hacer resurgir
tu lustre, el que tiene
la hermosura que no puede mentir
a quién la contempla y mantiene.
Un último adiós
no podría imaginar jamás,
pues tal fuiste, suma de delirios,
que de tus preciosas armas
a pesar de los delitos
no dejaría escapar entre las ramas,
de los pájaros en semejanza
a cuando ya crecen
y de sus padres hacen remembranza,
aún en la distancia enloquecen
por figurarse su nido en alabanza
donde ya no se mecen.
Sueño, y reaparece tu risa,
aquella que me brindaba alegría
en tibios días, brisa
que tras pasar reconocía
la forma de tu sonrisa,
cubierta por la niebla de la fantasía,
tenue y oscurecido velo
que entre lechos y sábanas,
lo era tu curioso pelo
el que me encierra entre cornisas,
produciendo en mí el hielo,
aviso de tus distancias y ausencias
Ya a tanto ha llegado
esta mi enamorada locura,
que cansado y herido,
me poso ante tu escultura
e imploro seguir siendo tu amado,
pese a que mi estado no tenga cura,
he optado por morir en tus brazos,
osado premio y castigo
formado por dos lazos
de odio y amor contigo,
ambos por salvación y pena entrelazados
que jamás culminarán, Dios es testigo.
Una vez que hubo terminado de repasar en su memoria cada uno de los acontecimientos que le habían sucedido respecto a su amada en forma de elegía, ya estaba ante las puertas del lejano castillo, situado en los limites finales del campo. Empezaron a temblarle las piernas debido a los nervios, pero eso no le detuvo a la hora de llamar para comprobar si efectivamente su querida Melisa estaba en casa. Pocos segundos pasaron hasta que la gran puerta de madera carcomida comenzó a abrirse, primero se quedó entreabierta y cuando aquellos ojos otoñales comprobaron que era Sebastián el que allí esperaba, se abrieron de par en par y salió una hermosa dama. Melisa era sin duda muy bella, sus negros cabellos ocultaban un secreto, pero eso no le restaba belleza, sino que, muy al contrario, se le añadía.
Hacía tiempo que Sebastián no se sentía tan feliz, mucho había pasado desde la última vez que sus ojos se encontraron, posándose así el uno sobre el otro. No hubo palabras, mas sí intensas miradas que contenían un fuego incontrolable. Ella le cogió de la mano, sosteniéndola con fuerza, y le dirigió hacia la sala de arriba, que por su combinación de rosados colores parecía la de Melisa. Y mientras Sebastián estaba vuelto de espaldas, comprobando en la ventana lo sosegada que se hallaba la noche, sintió las frías y pálidas manos de ella recorrerle el cuerpo. Respiraba con fiereza y gozaba con emoción en tanto que una sonrisa se le impuso en el rostro llevado por el intenso amor que le tenía enclaustrado en unas jaulas, que, no obstante, para él eran un paraíso confortable. En tanto se sumía y embebía en la pasión, el pecho se le oprimió al notar que ella en ese momento le clavó un puñal en la zona donde los amores afloran. Sorprendido, se quedó en suspenso, y el puñal seguía saliendo y entrando de su enflaquecido corazón. Cayó al suelo de rondón, y mientras perdía sangre, cogiendo lo que sería su postrer aliento se dijo en un suspiro: "Volveré a amar de nuevo"
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