jueves, 12 de septiembre de 2019

Amor y poesía


Son aquellas noches en las que el peso de la melancolía me incita a pensar acerca de pasados amores. Puede que a los muchos que consideran esta idea algo accidental, y que, incluso, carece de la debida importancia, les sorprenda el hecho de que para mí resulte todo lo contrario. El yugo amoroso -que es exactamente lo que digo, es decir, un yugo en cuanto nos niega la libertad que supuestamente gozamos durante la soltería- es lo que alimenta de inspiración la obra que emana de nuestras propias manos. Así, del pecho al hecho, del corazón al acto se han creado los grandes poemas, o a lo menos, algunos de los versos más profundos. Si bien, siguiendo a lo que busco referirme, el amor supone una cárcel en la que nosotros plácidamente habitamos durante algún tiempo con el férreo pensamiento de que estos nuestros grilletes se dirigen hacía la eternidad, también nos produce un inusitado desasosiego -que, en el fondo, nos es bastante conocido- hasta llevarnos a una desesperación, de la que paradójicamente nace la esperanza.

Esta fe amorosa es la que nutre las obras, y además, las dota de un contenido tan propio nuestro como íntimo, pues somos lo mejor y lo peor de nosotros mismos derramados en una serie de renglones en descenso soñando con un próximo -aunque aparentemente imposible- ascenso. Quizás el amor no sea otra cosa que una enfermedad que no contentándose con alterar el funcionamiento de nuestro yo interno -o lo que los pedantes refieren como nuestro estado psicológico- también nos trastorna en cuanto a la salud del cuerpo -o huelga decir, el yo fisiológico- Y, sin embargo, este inconveniente a toda existencia es lo que nos incita a seguir viviendo, impulsándonos a los derroteros de la inmortalidad. Es como si bebiésemos un suculento veneno tan dulce como mortífero, y que a sabiendas que tarde o temprano nos produce la muerte, continuásemos dirigiéndolo hasta llegar al inevitable final. Pero, al cabo, no podemos hacer otra cosa porque tenemos que seguir saboreando las agujas que se clavan en nuestro paladar. De lo contrario, ¿Qué haremos? ¿Seguir dejándonos arrastrar como si nada en dirección a un abismo que nos es desconocido? Eso nunca.

En todo caso, esta pasión amorosa nos regala un sentido que se balancea entre nos contrarios; por un lado, el impulso que ansía convertir una única voluntad en dos, y por otro, la destrucción de esta misma voluntad al no ser capaz de atravesar el grueso muro que impide la plasmación del ideal ante la realidad. Mientras que en la vida ordinaria todo nos resultan impedimentos, cuando la fantasía se nutre de los amoríos, todo nos resulta posible y nos hacemos grandes en nuestra pequeñez. Y claro, después se instaura el desengaño, aquel que nos vuelve a mostrar lo mínimos que somos en correspondencia a la osadía que tuvimos de imaginar imposibles siendo tan limitados, de construir infinitos habitando entre constantes finitudes que se quedan en el camino. Tantas cosas diversas y efímeras nos inducen a negarnos, más el amor nos levanta junto con la necesitad de estabilidad y descanso.

La pregunta, entonces sería algo así: “¿Es esto posible? ¿Puede llegar el amor verdadero a cimentarse en este mundo?”  Yo, sinceramente, no sabría qué responder con la certeza que se debe para aclarar tales dudas tan justas como ningunas otras, pero lo que sí diría es que no queda otra que persistir, de insistir y no negar en vano este efecto. Hemos de permanecer en esta guerra que muchas veces resulta ser contra nosotros mismos, y otras veces, contra el resto del mundo. Aunque, en su mayoría, se trata de una guerra interior entre la ilusión que nos eleva y la recopilación de males que todos llevamos en la memoria, más no en el corazón a pesar de las heridas que también se acumulan en su centro. Sí, no nos podemos escapar de este lazo que procura una unión más allá de las divergencias y de los espacios vacíos, que hace surgir alas en nuestras espaldas cuando quizás ya de paso debiera endurecernos las piernas para soportar la caída.


Hubo un tiempo en el que yo estuve tan enamorado que ya no bastaban ojos para mirar ni manos para palpar, todo era un mismo sentido unificado en sus ansías de expansión bajo la promesa de conseguir que a partir de lo que se ama alcanzar los lejanos cielos. Y, ahora que lo advierto, tras escribir esto noto que he mentido en mi primera aseveración, ya que aún sigo amando a quién ya amé y me negué a aceptar. No me es posible desasirme de tal atadura, y tampoco lo deseo, quiero alcanzar lo universal de este sentimiento y llevarlo a un plano fáctico ajeno a toda especulación. En fin, lo que busco es que lo soñado deje de ser irreal, que los recuerdos sean presentes, los amores instantes eternos, la amada de vuelta hacía su verdadero hogar, lo inalcanzable tomado y los imposibles una posibilidad tan pensable como realizable en este mismo momento.

Pero, ¿Y a qué nos lleva todo lo hasta aquí dicho? ¿Qué pretendo con lo que escribo? Puede que dejar de ser un punto que se dilate en vistas a perecer, quiero ser un ahora inacabable negando cualesquiera fenecer, y así, lograr quebrar esa frontera del ideal amoroso hasta hacerlo posible. Soy un ingenuo, un soñador, un creador fantástico, un aventurero que se esta en el sitio, un hombre cobarde en su valentía, un sobrio insensato, un loco cuerdo… Sí, ¿Y qué? Pues resulta que la sabiduría no se resuelve en cifras ni en apuntes esquemáticos, es más bien un ir más allá que únicamente puede responder la poesía. Es preciso que deje de parlotear y que hable por sí misma, o más bien, que cante como ella sabe y nos responda lo que los doctos no son capaces de decir. Así, pues, este hidalgo sostuvo su pluma y comenzó a escribir mientras cantaba lo escrito desde su interior lo que ahora sigue:

Canción segunda

Tengo por ciertas
mis desdichas, que se acrecientan
con lo pasajero de las alegrías,
y al recordarlas, mis males aumentan
con muchos pesares y penas infinitas

Que no me mientan
las vagas impresiones consiguientes
al advertir aquella herida abierta tan
nuestra como los amores inconsecuentes
y los finos errores que tanto inquietan

Bendita ilusión,
a pesar de ser causa de dolores
inquietantes, cual sangre en profusión
debido al filo sobre la piel, eres
lo primero y último respecto a mi confusión

La esperanza, final estertor
de mi alma balbuciente
mientras miro al rededor,
procuro la vitalidad reticente
en soledad convertida, y en tanto, aquel resplandor…

Lléname de soleadas tinieblas,
intentando arrastrarlas en derredor,
incluso, allí donde nos derritan las lluvias
morando en el temple sufridor
ya apagado, ya encendidas centellas…

Mírame bella dama,
no seré yo uno de los ángeles
que soñaste, pero ya con calma
podrás averiguar, teniendo mis desastres y desaires,
un hombre que amó y aún ama.


Al acabar de escribir estos versos, el autor de ellos se quedó mirando la hoja sobre los cuales los escribió con una expresión muda que todo lo decía para quién supiese mirar como se debía en tal situación. Luego, comenzó a escudriñar el cuaderno palpándolo con los dedos y a pasar las páginas posando los ojos en fragmentos sueltos de sus pasados poemas. Después, sin saber a qué atendía se levantó y se puso a pasear sin dirección precisa en su habitación aún con el cuaderno en mano mientras los pensamientos seguían su acostumbrado curso y balbucía palabras indescifrables que salían de sus labios semejantes al natural piar de los pájaros. Queriendo desquitarse de todo, se acostó en su cama y llenando su leve sueño de sumas palabras al poco se volvió a levantar. Y recordando la razón por la cual había escrito la canción anterior, dejó escapar una lágrima que le recorría la mejilla izquierda para así después suspirar. Sintió por un momento alivio, más al acudir imágenes del pasado en la memoria este se turbó y buscando una salida, volvió a cerrar los ojos con un sentimiento contenido y se quedó dormido.

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