lunes, 19 de agosto de 2019

La muerte de un buen hombre

Durante la vida de Matías escasos de sus acontecimientos son dignos de importancia para el conjunto de los hombres más doctos. Podría incluso decirse que el transcurso de su vida fue de un cáliz bastante ordinario, fue extraordinariamente simple, tanto que hasta estaría permitirlo señalarle con el dedo índice y gritar: “¡Eh, mirad, un hombre usual!” Su biografía es propia de un mortal común: con sus rachas de baches y saltos, sus pequeñas alegrías, alguna que otra lagrimilla, los detalles insospechados, las caricias primerizas, los besos tibios, las muertes repentinas… Todo ese cúmulo de vivencia que cualquiera de nosotros podríamos testimoniar como propias, diciéndonos un “aquello también me ocurrió a mí”. Es decir, todo lo que comporta e integra una vida cualquiera de la que pocos de acuerdan, pero de la que no obstante, todos nos atribuimos al recordarnos a la nuestra.

Matías se consideraba a sí mismo un creyente en el más estricto de los sentidos, pero, sin embargo, rara vez rezaba, y cuando lo hacía, era como el diría “a su manera”. Tan sólo acudió dos veces en su vida a misa: una fue cuando le bautizaron ya por tradición, y la otra, en el entierro de un amigo que poco conocía para considerarlo tal. Intentaba, eso sí, cumplir los requisitos para que se le considerada un buen cristiano: amaba a todos, sentía compasión por ellos, los perdonaba, los ayudaba en la medida de sus fuerzas, no juraba, y demás… Tampoco fumaba -excepto algún ducado de vez en cuando- ni bebía, no fornicaba y en modo alguno tenía deseos lascivos cuando contemplaba a alguna mujer atractiva. Se había formado un concepto de la vida en el que cada elemento por nimio que fuera integraba un conjunto que no debía bajo ningún pretexto ser quebrado. Además, se trataba de todo un sentimental, ya que cualquier suceso cobraba para él una magnitud tremenda, que para otros pasaba completamente desapercibido.

En cuanto su aspecto físico, era moreno de estatura media y con unos ojos marrones oscuros muy ordinarios y vidriosos. Tenía un lunar rojizo en la mejilla izquierda, y una pierna un poco mas corta que la otra. Su pelo era ondulado, y aunque su color natural era de un marrón oscuro, tras dos meses veraniegos, algunos de sus cabellos cobraban cierto fulgor rubio. Vestía usualmente unos vaqueros azulados, conjuntándolos con una camisa blanca a cuadros. De estas camisas tenía una cantidad ingente con cuadrados de múltiples colores y tamaños, también tenía otras a rayas y alguna que otra con dibujitos, e incluso, con arabescos. Cuando andaba mantenía un paso sosegado manteniendo la espalda algo torcida, con inusitada quietud, y si tenía prisa, daba grandes zancadas hasta llegar a su destino moviendo la cabeza hacía delante como si se tratase de un baile.

Respecto a sus relaciones sociales, podríamos decir que tenía escasas amistades a pesar de su bondad, y quizás fuese por ella por lo que los demás le cogían un poco de manía, ya que siempre decía lo que se le pasaba por la cabeza, y claro, eso no resultaba agradable. Tan sólo tuvo una relación amorosa en toda su vida, y esta le dejó probablemente porque le consideraba demasiado simple y honrado para una mujer que prefiere sufrir para plegar su existencia de dramas y tragedias inventadas. Él, por su parte, a raíz de esta experiencia dejó a un lado este tema, y empezaba a pensar que quizás los amoríos no eran asunto suyo, y lo mejor sería dejar sus lamentos para el recuerdo. “En fin, después de todo, no todos estamos preparados para encontrar aquella alma gemela de la que gran parte de la gente hacen motivo de sus vivencias” -así pensaba en las noches invernales mientras mantenía la mirada clavada en el techo de su sombrío cuarto sin propósito alguno.

Vivía en una pequeña casa con su madre y trabajaba de oficinista en alguna empresa cuyo nombre a nadie importa. Se tomaba este oficio suyo como algo rutinario y que ya hacía por automatismo, lo consideraba un deber ineludible, ya que gracias a su sueldo su madre y él podían cubrir los gastos básicos y permitirse algún que otro leve capricho. En su tiempo libre lo ocupaba practicando senderismo o leyendo alguna que otra novela para olvidarse un poco de sí mismo, y así, repasar vivencias ajenas y evadirse de la rutina. Aunque, para ser sinceros, muchas veces sus lecturas lejos de conseguir que se le fuesen los problemas, le añadían otros nuevos de los que él en un principio no se daba cuenta. Después, cerraba el libro o la aureola de pensamientos que este le había suscitado, se ponía la manta encima y se dormía.

Estando un día recién salido de su casa para dirigirse a hacer la compra, se encontró en la calle con un viejo amigo que hacía tiempo que no había visto. Este se llamaba Emilio, era alto, pelirrojo y repleto de pecas, aquel día iba vestido con una chaqueta que simulaba cuero, una camiseta blanca y pantalones negros. Nada más reconocerle, se le acerco y le saludó. Es increíble la impresión que nos provoca el reecuentro cuando ha pasado algún tiempo, pese a que se trate de escasos meses, la mudanza física y del plano moral puede ser espeluznante tanto en el buen como en el mal sentido. En este caso, su viejo amigo tenía el rostro como enfermo, magullado, e incluso, demacrado. Desde una perspectiva más interior, parecía vacío, como si hubiese despojado toda carga de conciencia para vivir desde entonces semejante a las bestias, sin arrepentimientos ni remordimientos de ninguna clase.

En un primer momento, hablaron acerca de las típicas conversaciones de cortesía que se tienen para no resultar mal educado, siguiendo el decoro social que nos hace aparentar ser fieles a unos compromisos cuando en verdad todo nos puede resultar indiferente como ocurre en la mayoría de las personas de este tiempo. Después, la conversación torció por cauces distintos, Emilio le contó a Matías algo que a este le costo entender debido a su particularidad. El asunto trataba acerca de que Emilio se dirigía a una calle poco más adelante donde había quedado con unos tipos para que le diesen un brebaje cuyo contenido llevaba tiempo consumiendo y que producía efectos tranquilizantes. Matías le respondió que ya debía saber que no bebía desde siempre, y que esa costumbre, no había cambiado ni cambiará jamás. Pero, sin saber bajo qué incentivo, antes de despedirse al final decidió acompañarle, tal vez por la curiosidad que le suscitaba el asunto, o quizás, porque en el fondo, admitía que en su vida faltaba algo para hacerla mas entretenida.

Efectivamente, a los pocos pasos se encontraba la calle que le indicó su amigo donde estaba un grupo de hombres charlando animosamente. Eran tres, uno de ellos de sobresaliente altura y anchos hombros y los otros dos muy bajos. De estos últimos, uno tenía un rostro enfermizo y estaba encogido, además, cada uno de los movimientos que se producían en su cuerpo resultaba un tambaleo del mismo. En cambio, el otro, tenía unas espaldas bastante anchas y unos brazos gruesos y musculados, se notaba que le gustaba el ejercicio. Trataban lo que suelen tratar los hombres ociosos y que no tienen ninguna tarea importante que hacer; sobre mujeres

- ¡Son todas iguales!- decía el curtido mientras sacudía las manos, parecía que cada una de sus palabras eran rebuznos propios de los burros

- Y que lo digas, amigo- le contestaba el más alto, y seguía diciendo como si su reflexión fuera una novedad importantísima- Uno no sabe lo que quieren. Al principio todo marcha bien, pero al cabo terminan tornándose caprichosas y sus palabras se vuelcan vacías de sentido e indescriptibles para nosotros los hombres

- Sí, si…- respondían los dos a su vez haciéndose los interesados en el asunto cuando en verdad estaban pensando en sus conquistas recientes

Nada mas aparecer Matías y Emilio en el umbral, sus miradas se dirigieron a ambos y se quedaron callados esperando su llegada. Y de nuevo, los acostumbrados saludos y las sonrisas de complacencia y de vanidad. Actuaban como si se conociesen de toda la vida mientras lanzaban sus risotadas impertinentes. De esto se dio cuenta Matías, más calló, sabiendo ya desde hace tiempo que los rituales sociales consistían en eso precisamente: el tratarse a unos y a otros con condescendencia para sentirse por encima y creerse que uno sabe acerca de la otra persona por haberla visto dos veces. Al rato pasaron a hablar lo que en verdad les interesaba: el asunto de los brebajes

- ¿Y dónde están aquellos brebajes que me indicaste el otro día?- dijo Emilio dirigiéndose al más alto- ¿Los has traído, verdad?

- Calma, calma… -le contestó el otro dándose de importancia- ¡Pues claro que los tengo! ¿Qué creías que iba a hacer yo aquí? ¿Pintar la mona?

- Pues eso exactamente- dijo sin venir a cuento el hombre de rostro enfermizo riéndose sin que nadie le siguiese su escaso sentido del humor

Fue entonces cuando el hombre que tenía una mayor altura sacó de los bolsillos que se encontraban en el interior de su chaqueta plastificada una serie de botes que contenían un líquido anaranjado en cuyo centro podía verse una serie de franjas negras. Así, al recibir en sus manos el conjunto de los brebajes, el rostro del amigo de Matías se iluminó de alegría y de sus labios se asomaron una sonrisa que le recorría de ceja a ceja. Posteriormente, abrió uno de ellos y se lo tomó, invitando a Matías a que probase uno de ellos. En un principio este lo rehuyó, pero después, viendo como todos parecían ser felices en cuanto bebían, cambió de opinión y le pidió uno. Abriendo el frasco pudo oler su fragancia, y este olor le agradó. Entonces, su núcleo negro al recibir contacto con el aire comenzó a hacerse más grande, y así las franjas céntricas se dispersaban, borrando su tonalidad naranja. Debido a la impresión que este efecto le causó, sin saber la razón, se lo bebió entero sin rechistar.

Lo que siguió a este momento le era difícil recordar con exactitud. Tan sólo acudían a su memoria algunas imágenes, de las cuales se desprendía que lo pasaron muy bien aún cuando sus conversaciones carecían de sentido. Pudo verse a sí mismo en el recuerdo dando alegres brincos por en medio de la calle y las risas que provocaron este extraño modo de actuar en los circundantes, y poco más. 

Al día siguiente se despertó sumamente tranquilo en su cama de blandas y acogedoras sábanas. 
Despacio y con tiento, fue desperezándose para volver a comenzar la rutina laboral. Desayunó sus cereales con leche y mucha azúcar, se peinó con rapidez y salió como solía en su envejecido coche que no limpiaba desde hace tiempo. En este día no había muchos coches en la carretera que le impidiesen llegar a su destino con la hora estimada como ocurría otras tantas veces, así que pudo viajar con calma sin pensar nada importante ni digno de describirse. Una vez que llegó a su puesto, se sentó y comenzó a teclear las letras de un ordenador que en sus tiempos fue blanco, pero que se había quedado color crema, ya que la empresa no estaba dispuesta a cubrir gastos tan innecesarios a su juicio.

Al poco rato de hacer rechinar aquel plástico desgastado, empezó a prestar atención a una conversación que estaba ocurriendo en las cercanías de su  mesa. Por lo visto, un hombre gordo con una perilla negra y canosa, se estaba quejando con un compañero de ojos saltones y verdosos acerca de una mujer que siempre pedía en la puerta de la oficina. Y como si esto le hiciese a su existencia más desgraciada y menos digna, comenzaba a vociferar y a dar fuertes golpes en su mesa. Estaba tan alterado, que incluso acabaron por pedirle que se tranquilizara, y en el caso de que no le fuese posible, que se fuera inmediatamente. Pero, este, seguía insistiendo con su verborrea y sus gestos soeces y vulgares.

- ¡Esa gente debería desparecer de la faz de la tierra! -y mientras amenazaba con su puño hacía un punto muerto, continuó diciendo- Solamente molestan los muy mugrosos, en cuanto se larguen este país será tan grande como Alemania donde no hay mendigos en las calles porque esta prohibido pedir dinero sin ofrecer servicio a cambio.

- Bueno, yo creo que estás exagerando… -le contestaba su compañero intentando hacerle entrar en razón, pero este era interrumpido constantemente por aquel otro que se sentía tan ofendido-

- Claro, claro… ¡Eso es lo que nos quieren hacer creer! -decía mientras gesticulaba como si le estuviera dando un ataque de nervios en ese mismo momento- Ojalá nos dejasen en paz, me molesta tan sólo el hecho de verlos andando por aquí con esas pintas y sin trabajar ¡Imagínese! Seguro que esa maldita mujer se gasta el dinero en bebida o en drogas mientras sus hijos se están muriendo de hambre ¡Debería darles vergüenza el respirar!

Apareciendo el jefe por la puerta postrera con cara de furia y su traje recién planchado, comenzó a decir a gritos con dos venas azules en el cuello hinchadas:

- ¡Ya está bien! Usted cállese, y Matías, mira a ver lo que quiere esa señora y haz que se vaya, por favor.

Levantándose quiso responderle que en ese momento no podía, puesto que estaba redactando un informe que era muy importante -en asuntos administrativos, se entiende-, pero se marchó tan rápido que no le quedo otra que cumplir la imperiosa orden. Cabizbajo recorrió los estrechos pasillos de su oficina, toda ella repleta de ordenadores y de personas que tecleaban como si les fuese la vida en ello. Se dio cuenta de que al pasar todo el mundo le dirigía una extraña mirada cargada de perplejidad, que él no entendía. Así que volvió a mirar al suelo repleto de baldosas blanquecinas, que contenían dibujos y símbolos a imitación de las pintadas de los egipcios siendo un tanto mas cutres y de interpretación forzosa. Abrió, pues, la puerta principal de la empresa constituida por dos grandes y espaciosas cristaleras que reflejaban el pequeño jardín que había en el exterior. Parecía que no había nadie, mas volviéndose a un lado, acudió una señora entrada en años vestida con unos mantos remendados que tenía sobre su enflaquecido cuerpo. Tenía unos enormes ojos negros brillantes a la par de bondadosos, que dejaban escapar unas lágrimas que le recorrían ambas mejillas.

- Deme algo de comer para alimentar a mis dos hijas. Se lo suplico, lo necesito para mantener a mi desgraciada familia- le dijo la señora

- En todo caso podría darle unas monedillas que tengo por aquí sueltas- le iba diciendo Matías mientras buscaba las palabras adecuadas- porque no llevo otra cosa a mano

- Monedas no. Dame algo para comer, por favor se lo pido que tengo dos criaturas que tienen hambre- volvió a decir la señora poniéndose de rodillas y haciendo muecas para hacer ver que estaba dispuesta a besarle los pies si era necesario

- Esta bien. Compraré algunos bocadillos, mientras, espéreme aquí

Y Matías salió en volandas de camino hacía los bocadillos. Debido a que dentro de la misma oficina había una cafetería, el cogerlos y pagarlos después no le supuso ningún esfuerzo. Pero, en cuanto estuvo de vuelta, la mujer ya no estaba allí. Pudo apreciar a la distancia que se la estaba llevando un agente de policía, probablemente llamado por su jefe al ver que no se iba. Corriendo en dirección a la señora y al policía los detuvo, y le dio los bocadillos prometidos. También le pidió al agente con educación que la dejase en paz, que tan sólo estaba pidiendo para alimentar a su familia. Este, estallando en cólera le dijo:

- ¿Quién es usted para darme ordenes a mí? ¡Métase en sus asuntos! Yo soy la ley. - decía airado empujando a la señora, pero Matías insistió y le iba contestando

- ¿Que quién soy? Pues un hombre como otro cualquiera que ha acudido a socorrer a esa señora, a pesar de las ordenes de mi jefe de que la echase. Y como aquello me pareció inmoral decidí intentar ayudarla para que al menos su familia comiese algo. Solamente conozco de una ley, y esta es la que busca la justicia que nos es permitida a los hombres

Pero al cabo, el policía le interrumpió en tanto que forcejeaba a la señora para que se marchase. Esta no cesaba de llorar y de pedir a Dios que la sacase de una situación tan horrible propia de un infierno en tierra

- ¡Déjese de sermones! Esto es propiedad privada, y aquí manda el que lleve el arma- acabó diciendo mientras otro agente que Matías no había visto le cogió por la espalda, separándole así de su compañero

Cada una de las personas que integraban la disputa se fueron separando las unas de las otras por la fuerza de quienes se creían en el derecho de dirigir las vidas humanas a su capricho sin ápice de piedad ni de compasión hacía sus prójimos. La cantidad ingente de lágrimas que propagaba la señora caían al asfalto, y lo humedecía de tal manera que parecía que llovía -y en efecto, llovía con insistencia en esta tierra donde se cometían ese tipo de injusticias-, mientras tanto Matías gritaba en la distancia a la señora que no se preocupase, y que le deseaba suerte en su búsqueda de comida para alimentar a sus dos niñas. Los policías con sus fuertes brazos, lograron separar a ambos, quitándose de encima a una señora que no había cometido delito alguno y a un hombre común que tan sólo quería aliviar la suerte de un semejante momentáneamente.

El resto del día transcurrió para Matías sin altercados, como de costumbre. En su interior alimentaba la sensación del sentirse culpable. Era verdad que él hizo bien en compadecerse de aquella mujer y darle lo que podía, pero aún así, advertía que podría haber hecho más. Es decir, le quedaba un ápice de mala conciencia porque podría haberse enfrentado a ambos agentes para que dejasen en paz a la empobrecida mujer. Pensó, entonces, que quizás él también era parte del problema de la maldad que se difundía en el mundo. Si no actuaba, limitándose a ser pasivo con leves esbozos de bondad, no resultaba suficiente para procurar hacer el bien de cara a los más desfavorecidos como fue aquel caso. Este pensamiento le invadía usualmente cuando daba limosnas a los pobres aún cuando no ocurriera un desastre de tal calibre como en esa ocasión. Por un lado, tenía la certeza de que era buena su acción, pero por otro, si incidía en esta afirmación interior podía vislumbrar todavía una falta de luz.

Cuando volvía de su trabajo, se dedico a dar sumas vueltas en su cabeza sobre qué haría en vistas a su porvenir. Es decir; ¿Seguiría contribuyendo en una marcha hacía el abismo el resto de su vida? ¿Estaría dispuesto a dar un sentido a su existencia? ¿Qué hacer a partir de ahora entonces? ¿Resurgiría y cambiaría con ello el rumbo? Todas estas cuestiones y muchas más le recorrían en su mente durante su vuelta a casa, llegando a preguntarse hasta qué punto estaría dispuesto a llegar. Lo que tenía claro es que no podía seguir así, envuelto en una rutina que no le añadía nuevas motivaciones ni respondía a un por qué concreto que le llevará mas allá de las expectativas de los hombres comunes. El problema básicamente residía en que las preguntas eran demasiadas, y la respuesta a todas ellas, se encontraba cubierta por una neblina que no tenía el valor de dispersar. Para él estaba claro que no podía continuar así, pero tampoco era capaz de darle imagen a la posible salida.

 Entretanto ya llegó a su casa, y como su madre estaba agotada y ya no podía abarcar más trabajos caseros, pensó que podría ayudarla limpiando algunos muebles que ya tenían acumulado alguna polvareda que se posaba en su superficie. Mientras realizaba estas tareas, sintió un extrañó dolor de estomago que le obligó a detenerse unas cuantas veces. En una de estas, pasó su mano sobre la barrica con una mueca de incertidumbre y su mirada se quedó clavada en la pared. Después, recorrió esta mirada por toda la estancia, que en esta ocasión era casualmente su habitación, mantenía la mirada perdida como buscando algo que no encontraba. Necesitaba una esperanza. “Y encima este dolor...”-pensaba. Comenzó a angustiarle este inusitado dolor que se clavaba en el estomago, más se mantuvo erguido en una posición concreta, esperando algo que no llegaba.

De repente, se escuchó el timbre. Y debido a que su madre no estaba de ánimo para visitas, no le quedó otra que acudir él mismo a prestar atención a la inesperada visita. Bajó la escalera en forma de caracol, y cuando se hubo hallado ante la puerta hizo girar la llave de la puerta principal dos veces hasta que se abrió. Recorrió con lentos pasos el camino correspondiente de la puerta principal de la casa hasta la de la salida mientras el timbre sonaba insistentemente, sin cesar en su ferocidad e impertinencia. Cuando ya se hallaba dando vueltas a la otra llave, le cayeron dos pequeñas gotas de sudor provenientes de su arrugada frente, probablemente debido al calor que se mezclaba con el dolor de estomago que insistía al igual que el sonido del timbre en su llamada carente de objeto preciso.

Y, entonces, sorpresa. Cuando abrió la última puerta, frente a él estaba un dulce dolor. Se trataba de su antigua pareja, que venía a reclamarle ciertas prendas que aquella se había dejado en su casa.  El rostro de Matías no podía ser más paradigmático; por una parte, se encontraba feliz al volver a verla, mas por otra, le acosaba la tristeza tras recordar los últimos funestos  momentos que pasó junto a ella. Él se imaginaba que era el amor de su vida. Al principió de su relación todo marchaba en plena profusión amorosa, pero con el tiempo está se fue enturbiando, tomando así matices grises. Lo que era claro, se volvió oscuro, y así, los buenos tiempos se tornaron taciturnos. Pero Matías, a pesar de todo, en modo alguno era capaz de olvidarla. Ya había pasado tiempo, era cierto, mas en vano. Era insuficiente y no conseguiría jamás olvidar aquel fuego apasionado del principio, y posteriormente el ambiente templado de un amor placentero no tanto carnalmente como al comienzo, pero sí sin duda sumamente espiritual. Sin duda, él seguía amándola como desde la primera vez, e incluso, aún mas debido a que ya no se trataba de mero impulso corporal, sino que gracias a la experiencia, ya se trataba de un sentimiento puro y elevado.

A pesar de que guardaba en sí gratos recuerdos, tampoco podía dejar atrás lo que ocurrió en su culmen. En resumidas cuentas, ella se cansó de él. Parecía que no soportaba el cáliz apacible, y como las llamas dieron paso a una calidez tranquila, ella acabó por sentirse en un sueño que le relajaba al cabo, pero que no lograba estimularla como al principio. Ella ansiaba al joven lascivo que hacía el amor con pasión, no quería al hombre calmado que se conformaba con las conversaciones y los abrazos durante la nevada. Así, que, antes de dejarle definitivamente, comenzó a incomodarle y a increparle para lograr que fuese él quién cortase con ella. Y, sin conseguirlo, al final terminó por inventarse la usual escusa de que ya no era el de antes, dejándole para siempre atrás.

Y después de todo lo ocurrido, allí estaba ella de nuevo con su negra melena al viento y sus pequeños ojos pardos. Ya no era la de antes, ahora era fría y se mostraba impertérrita a todo lo que atañese a los sentimientos. Matías, con su mirar inquieto y que comenzaba a enhumedecerse, no logró encontrar palabras a las súplicas de ella acerca de que le dejase entrar para recoger sus cosas. Ello significaba, de que si ella recogía los elementos personales que allí había dejado, ya no quedaría nada de lo que fue su amor. Ya no tendría nada a lo que agarrarse, para engañarse a sí mismo, y pensar que quizás ella volvería arrepentida a sus brazos siempre abiertos para acoger su cuerpo estremecido. Como veía que Matías nada decía, volvió a sus ruegos, y estos decían algo así:

- Por favor, Matías, no quiero volver a discutir contigo. -decía Marta (que así se llamaba ella) con una expresión en su rostro que connotaba indiferencia- Lo único que quiero es recoger las cosas que se me olvidaron y dejarlo todo zanjado. No quiero líos, tan sólo que recupere lo que es mío

Matías, sin saber qué decir ni a qué atenerse, al final accedió a dejarla pasar con un gesto de afirmación, inclinando su rostro de arriba a abajo y susurrando un casi imperceptible “sí”. En tanto que ella entraba y cogía lo que olvidó en un tiempo pretérito, el se mantuvo en la entrada para no contemplar con sus propios ojos las idas y venidas en una casa donde habitaron juntos. Por un momento se le pasó por la cabeza el entrar para decirla que jamás la olvidaría, que siempre la querría y que estaba dispuesto a perdonarlo todo, lo que fuera con tal de que ella volviese a su vida y comenzasen lo que parecía haberse quedado quebrado. Pero no fue capaz, no pudo. Y ese leve momento de coraje que duró dos segundos terminó por ser atravesado por una larga espada que de su estomago a su espalda le recorrió cuando ella dijo lo que serían sus últimas palabras. Exactamente las mismas que aquella última vez en la estación de tren, cuando ya no la volvería a ver.

- Adiós, Matías. Gracias por todo.

Se fue de nuevo de sus manos, ya si que definitivamente. Mientras marchaba, quiso guardar en su memoria aquellos últimos pasos, y aquella espalda algo corvada, que según él recordaba tenía algunos vellos negros que perecían al entrar en su cintura. Es verdad que no era una mujer de la que un hombre se enamoraría nada más verla, pero para él suponía un ideal que se marchitaba, al igual que las frescas rosas que nacían en primavera para morir una vez que el calor empieza a apretar más de lo que ellas pudiesen soportar. Así, también, toda la ilusión que puso en los asuntos del amor se desvanecía cual hojas otoñales que eran arrastradas por el viento sin preguntar al árbol que les servía de sustento, si este estaría dispuesto a dejarlas marchar.

Cuando ya amanecía, al otro día, Matías sintiéndose apesadumbrado por lo ocurrido en la anterior jornada, estaba decidido a cambiar su vida. Durante la noche mostró serias dudas, no estaba del todo seguro. Pero una vez que el fulgor del sol volvía a recorrer su habitación como ocurría todos los días, se sintió dispuesto a dejar aquel desdichado trabajo, que lejos de llevarle a nuevas sendas, le alejaba de sí mismo. Ya no seguiría siendo el mismo, y a su vez -por paradójico que pudiera resultarle a alguno-, llegaría precisamente al núcleo de lo que constituía su persona. Sin arrepentimiento, sin temor, se encauzaba a una salida que no sabía hacía donde le dirigiría, mas una sensación interior le auguraba que sería un mejor puerto del que hasta ahora había embarcado arrastrándose por una corriente que no nacía de su alma, sino del vocerío ajeno que nada tenía que ver con su asunto interno. Necesitaba esa nueva sacudida, un gran empujón que le llevaría allí donde el miedo desaparecería para dar entrada a la salvación, la redención de sus antiguos errores.

Otra vez el mismo camino, el trafico mañanero y aquel estúpido deber impuesto por gentes que jamás hemos llegado a conocer. “Si, estoy decidido. Esto no puede seguir así. No sé exactamente lo qué hacer, pero lo que tengo seguro es que así no puede uno seguir en este putrefacto mundo”-iba pensando Matías con las manos puestas sobre el volante que le conducía a un lugar donde sabría que no volvería por nada del mundo. Pero entonces, volvieron los mismos dolores del día anterior que le revolvían el estomago. Tuvo ganas de parar el coche, e incluso, de dar media vuelta y olvidarlo todo. Ya era demasiado tarde, estaba más cerca del trabajo que del querido hogar, llegado a ese punto no tenía que desistir, estaba dispuesto a continuar animado por una fuerza interior.

Ya en la oficina de nuevo, se encaminó directamente hasta el despacho del jefe. Era tan temprano que no había llegado todavía, así que optó por quedarse esperando en la puerta en posición firme como si estuviese dispuesto a entrar a la guerra. Y en tal caso, ¿Que arma usaría para abatir a sus enemigos? Lo tenía claro, se proveería de su corazón, lo único que da fuerzas a los hombres para lograr derrocar a cualquier mal que nos sea impuesto. “El corazón, el corazón…-decía muy bajito entre sí Matías- El amor a los hombres, y la compasión hacía los débiles y empobrecidos es lo que nos hace grandes. No se trata de ser superior ni maestro, sino humilde y servidor. Sí, si… El corazón, el corazón… -continuaba y canturreaba- El amor, el amor…Nos salvará, y nos llevará al Reino de los Cielos. El corazón que encamina al amor. Sí, si… El corazón, el corazón”- repetía con cierto nerviosismo al notar la llegada de su jefe, como siempre, tarde.

Mientras tanto, ya aparecía su jefe con su peinado teñido de rubio y elegante en el umbral en dirección a la puerta que daba entrada a su despacho. Con su traje suavemente planchado y su rostro severo se diría al despacho que usualmente durante la jornada laboral frecuentaba, y donde perdía el tiempo, puesto que no hacía nada en tanto que el resto de sus empleados trabajaba para él. Le resultó extraño ver a Matías cargado de sudores fríos frente a la puerta, y empujándole con levedad con su mano derecha le invitó a entrar. Así, pues, se sentaron ambos. El jefe se colocaba su corbata nueva que resultaba ser una rara combinación de azul marino y rojo vino, y daba pequeños saltos para acomodarse en su sillón de cuero. Matías, mientras transcurría esta operación que daba al clima un tenue aire de gravedad, se rascaba la sien izquierda y mantenía las piernas entrecruzadas siguiendo un ritmo aleatorio con los pies, mientras que el contrario se dejaba balancear por los empujoncitos del pie bailarín.

- Y, bueno, ¿Que desea?- comenzó a decir el jefe enarcando las cejas y alargando las palabras para parecer interesante

- Quiero dejar ahora mismo este puesto, y que se me dé el dinero de despedida ahora mismo. No tengo tiempo que perder- le contestó Matías con un tono severo y franco poniendo ambas manos, la una apoyada sobre la otra, en la mesa

- ¿Está seguro de lo que dice?- respondió el jefe moviendo la cabeza en señal de desaprobación- Quizás sea un arrebato suyo, propio de un hombre como es su caso de extremada sensibilidad. Le insto a que lo reconsidere. Por mi parte, haré como si nada de lo que ha pasado hubiese ocurrido.

- Estoy seguro. Quiero abandonar este trabajo.

- ¡Venga ya! ¿Y de qué va a vivir?- decía con una irónica sonrisa

- No lo sé, pero le aseguro que lo que se dice vivir lo seguiré haciendo.

- ¿Y qué va a hacer? ¿Acabar como aquella mujer que pedía en la entrada? Por favor, céntrese y olvide las supersticiones.

- Prefiero acabar como esa mujer que dice a ser uno de tantos como es su caso. Si sigo por este camino moriré de pena, y me niego a que así sea. Deseo hacer algo con mi vida todavía que tengo tiempo. El terminar como alguien como usted, me repugna en lo mas íntimo de mi persona. No tiene sentido dirigirse hacía un barranco aunque todos le digan a uno que es el camino correcto, y que, como todos tarde o temprano han de recorrerlo lo suyo es seguir el atajo de la costumbre. Vivimos como animales enclaustrados. No, peor aún. Parecemos bestias atrapadas en las rendijas de las aceras, en las que cuando llueve, toda la porquería se adentra en lo más oscuro. Ansío la luz, no las tinieblas en las que ahora me encuentro. Y como precisamente tengo la oportunidad de cambiar las cosas, ¿Cuándo será el mejor momento si no lo es ahora? Así que se acabó, yo me voy de las sombras para dirigirme hacía la iluminación dotada por el sol.

El jefe, no entendiendo nada de lo que Matías decía, además de gravemente ofendido porque un empleado tuviese la determinación de dejar su trabajo, sin ser él quién optase por despedirlo, accedió resignado a sus ruegos. Tomándole por loco, decidió darle un fajo de billetes que tenía en mano, como si tales papeles resultasen su finiquito, y como Matías tenía prisa por salir de aquella cárcel lo cogió nada mas este ponerlo sobre la mesa. Y sin contarlo, salió despavorido atravesando los pasillos que comunicaban entre unos y otros con distintos departamentos. Las luces fluorescentes y sus tonos fríos impactaban en el rostro de nuestro protagonista, y esta vez, a este sin importarle, halló la gran puerta de doble apertura y encontró la salida de aquel suplicio. Por fin, la libertad.

Recorría calle tras calle con premura, sin dirección premeditada alguna, y a cada paso lanzaba los billetes al aire a cada pobre que se encontraba. Se sentía bien dándoselo todo a los demás sin querer percibir nada a cambio, simplemente por aquella sensación de regocijo que uno siente cuando presta su ayuda desinteresadamente, tan sólo por hacer el bien. Llegó un momento, en el que ya cuando sus bolsillos y su cartera estaban despejadas de dinero, comenzó a dar a cuanta alma cándida andaba suelta su maletín, su chaqueta, sus inseres, cuanto objeto pensaba innecesario, excepto para aquellos que verdaderamente lo necesitaran. Una vez que se había despojado de todo lo material y que no añadía nada especial en su vida, dio la vuelta, volviendo a recorrer lo que ya había andando recibiendo una oleada de sonrisas y de agradecimiento. Él, se limitó a corresponderlas sin dar en ningún momento alarde de magnificencia, tan sólo estrechaba sus manos y los abrazaba alumbrado por la bondad y la misericordia hacía los demás, ejerciendo así la verdadera misión de todo hombre en esta vida.

Días después, le llegó a Matías mediante murmuros ajenos la noticia de que su amigo Emilio se encontraba en el hospital debido a unas complicaciones gástricas. Decidió entonces visitarle, pues según decían su asunto no pintaba del todo bien. Aunque, para decir la verdad, él tampoco lo estaba. Sentía extrañas pinzadas en su estomago acompañadas de mareos repentinos. Además, hacía poco, que, incluso, llegó a desmayarse en una comida familiar. Su madre estaba particularmente asustada, pero como despertó al poco tiempo, Matías insistió en que no era necesario que acudiese a urgencias. “Son cosas que pasan”- solía responder a quién le preguntaba sobre aquel acontecimiento, probablemente en razón de quitarle hierro a pesar de que cada día se encontraba peor. “¿Y por qué no vas al médico?”- le reiteraba constantemente su madre, más por cabezonería no estaba dispuesto a ir.

En lo referente a Emilio, así lo hizo. Pasó por el recibidor del gran hospital situado en lo más céntrico de la capital, y preguntó a una secretaria de rizos dorados y con unos ojos verdosos que atrapaban a cualquiera dónde estaba su amigo. Esta le indico con su pálida mano los pasillos y puertas que debía atravesar, Matías le dio las gracias y siguió su camino. En tanto que se dirigía allí, podía ver mediante las puertas entornadas ciertas personas muy enfermas que agonizaban y se retorcían por el dolor en sus camastros, ello le produjo una sensación que no se resolvía en mero malestar, iba más allá. Mientras los miraba, además de compasión, pudo verse a sí mismo cual predicción. Sin embargo, lo negó con la cabeza, procuro no indagar más, y en cuanto menos lo pensó ya estaba ante la habitación de su buen amigo.

Al fijarse en su rostro, lo percibió notablemente cambiado y sus manos se estremecieron cerrándose en forma de puño. Su amigo, en cambio, palideció al notar su reacción. Porque, si bien es cierto, que él ya se sentía muerto en vida, cuando esta idea era confirmada por otra persona, sus temores aumentaban. Emilio, tenía unas ojeras ingentes de no haber dormido durante largas noches, y sus labios, se habían quedado morados debido a una extraña razón. Aunque, para ser sinceros, Matías tampoco estaba mucho mejor respecto a su aspecto pese a que lo negase en su fuero interno, pero, al menos, se mantenía en pie. Ambos, tras el intercambio de miradas y de impresiones sin mediar palabra, se saludaron fingiendo que no pasaba nada. Tras los tópicos dados en las conversaciones amistosas, enmudecieron y se hizo un silencio bochornoso hasta que lo rompieron.

- Verás... Matías… - decía Emilio alargando las palabras como si le costase el mero hecho de pronunciarlas- Creo que me queda poco… Me gustaría despedirme, y pedirte que ya no vuelvas más por aquí. No quiero que me veas empeorar aún más… He notado tu mirada al entrar, me lo ha dicho todo, confirmándome lo que ya sabía. Te agradezco estos años, aunque, en verdad, tú tampoco tienes pinta de estar muy bien.

- No, no te preocupes. Estoy fenomenal- le contestaba Matías mintiéndose a sí mismo, y quitando importancia al asunto moviendo sus manos a ambos lados como si se abanicase- Si así lo deseas, no volveré a venir por aquí. Pero, antes, querría decirte que he decidido cambiar mi vida. Quiero dedicarme en espíritu a propósitos nobles, no pienso seguir siendo el que era en otros tiempos. La muerte sería mejor que eso.

Al rato, ambos mantuvieron una acalorada conversación intercambiando impresiones en lo que atañe al “giro espiritual” de Matías. Después, rememoraron momentos que pasaron juntos desde la infancia a la adolescencia culminando en la madurez. Hubo risas, lloros, insultos, reproches, concesiones… Todo un bagaje de sensaciones entre dos personas, que tan sólo reconocerán aquellos que compartan recuerdos comunes. Y, curiosamente, a pesar de la enfermedad, se sintieron a gusto, confortados en su mutua compañía. Al final, no quedó otra que dar paso a la temida despedida. Esta, sin embargo, fue bien acogida. Se dieron un amistoso abrazo, y en la medida que se alejaban, los dos inclinaron la cabeza en señal de adiós como si lo hubieran ensayado. Se cerró la puerta por el viento que salía de la ventana abierta, y su movimiento sonó estridente -seguramente le faltaba algo de aceite-, y aquella fue la última vez que se vieron.

Para borrarse de la mente aquella imagen enfermiza de su amigo, e incluso, la suya propia cuando se veía reflejado, decidió ir a una librería para colmar los ánimos. Era una de aquellas librerías donde se vendía libros viejos descatalogados y de segunda mano que se encontraba un tanto apartada del núcleo urbano. No había nada que le relajase más que el pasar sus dedos entre libros antiguos, y sobre todo, abrir sus páginas amarillentas y olerlos, pensando así en lo que le quedaría por leer, y por tanto, también de vida. Así entonces hizo, y sin quererlo ni comerlo ya estaba frente a la misma. Empujó la puerta de la entrada incorporándose en el interior. Sin duda, volvió a sentirse inmerso en un universo repleto de libros que le hacía sentir feliz como solía cuando allí acudía.

Con la acostumbrada curiosidad se dispuso a hojear unos y otros, buscando con expectación algún libro que le pareciese interesante que estuviera en oferta, entre los que se hallaban rebajados a un euro, o a menos. Como los que estaban en la primera fila sobre un estante de madera no le convencían del todo, se pasó directamente a la parte trasera de la tienda, en donde estaban algunas rarezas, que obviamente, eran un tanto más caras de lo usual, ya que estaban dedicadas a coleccionistas y especialistas. Mientras sostenía un pequeño volumen que contenía algunos cuentos rusos, divisó a su lado dos mujeres que le eran conocidas, pero de las que no lograba acordarse. Una de ellas, le dirigió la mirada y le reconoció al momento. Así, que, avisando a la otra le sorprendieron repentinamente cuando iba a cobrar sus libros. Le acogieron con una gran sonrisa y le abrazaron con ternura. Él, al tomar contacto, ya pudo reconocerlas, puesto que hasta entonces había en su mirar cierta neblina que no le permitía reconocer elementos que estuviesen dispuestos en la lejanía.

Al darse repentinos besos, hablaron acerca del tiempo que no se habían visto y de lo contentos que estaban de volver a encontrarse. Hubo un momento en que sus palabras dejaron de sonar, tan sólo podía ver el moverse de sus rojos labios y su lustre tan sensual. Alimentando, así, en Matías un deseo que le parecía impuro de gozarlas como jamás había sentido por otra mujer desde que su pareja se fue de casa. Pero, no obstante, esta sensación un tanto lasciva empezó a desvanecerse puesto que la visión comenzaba a fallarle completamente. Lo que veía ante él comenzó a desformarse, excepto aquellos labios con esos dientes tan blancos y bien formados. De repente, sintió una mordedura en el estomago que le recorrió en todo su cuerpo hasta llegar a su pecho donde se le quedó profundizando en su dolor. Ya no sabía siquiera si existía, solamente sentía que se hundía en lo profundo del mar hasta que ya nada podía verse en la oscuridad. Por un instante logró sentirse aliviado, pues había desaparecido el dolor, y la calma se adueñó de su alma “Ya me siento bien”-pudo pensar. Cerró los ojos y se desplomó.


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