lunes, 14 de junio de 2021

Exaltación de la belleza y diatriba contra sus adversarios

 Ninguno de entre los ideales mas elevados que a los hombres nos cabría imaginar y apresar en la sensibilidad se encuentra tan poco valorado como la belleza. A esta, se la tiende a deformar mediante recursos artificiales varios, e incluso, se la niega rotundamente en la mayoría de los casos por resentimiento. No sé cual de estas dos derivas es más perniciosa, ya que tanto el decoro estrafalario en demasía acaba por anular la esencia de la belleza -la cual, radica en su sencillez e impacto- como el dejarla apartada connota vulgaridad, y dicho sea de paso,  indica la propia fealdad de uno además de la carencia de buen gusto. 


A la belleza le repugna -y por ende, rechaza- a los que se procuran falsificarla con accidentes que no le atañen haciendo pasar lo que no es por lo que es, y también expulsa a su contrario -la fealdad- con una patada en el mentón directa al que es su mayor adversario, que es lo que debe hacerse. Mas, me temo que tal y como van los tiempos, estos dos factores en vez de minimizarse van a ir peor animados por ideologías varias. Las cuales, hacen de cada uno de sus movimientos conceptuales precarios, una suerte de manual contra-natura como si fuera un libro bastante mal escrito que nos indicara aquello que en modo alguno debemos hacer. 


Sobre todos estos deformes y desviados derroteros que se abalanzan con todo su mal sabor de boca y su horrendo aspecto encima de la belleza, aparecen otros que buscan a su vez aplacarla con el ejercicio de la palabra y señalando con el dedo. Es decir, la constante censura de los moralistas. La esencial diferencia entre un moralista y una persona moral radica en que la primera se pasa toda su existencia diciendo a los demás cómo han de comportarse de acuerdo a sus caprichosos pensares, mientras que la segunda siendo fiel a sus principios y valores le basta con moverse por el mundo de acuerdo a ellos, y sólo los aplica a otros cuando le piden consejo.


Debido a ello, estos moralistas contemporáneos se dedican a juzgar a la belleza como si esta se hallara en un tribunal. La denigran con una mirada cargada de maldad, y le piden razones acerca de por qué en ocasiones se muestra de tal o cual manera, y cuando la respuesta no les satisface, se cruzan de brazos, o adoptan la posición de la jarra. La respuesta de la belleza siempre suele ser el silencio. Esta tan sólo se atreve a alzar la voz ante los que conservan unos principios que nada tienen que ver con las mentes infantiles de los que están afiliados a partidos políticos o sectas, ya que ninguna palabra que sea conforme a sus vulgares manifiestos les será suficiente para quedar satisfechos. 


La belleza en lo que a los principios se refiere tiene su propia moralidad, tanto que cabría decir que es la muestra estética de la etíca, e incluso, la perfección de esta. De ahí que quienes guardar con celo sus valores en la interioridad sepan gozar de la belleza como corresponde. No ven en esta un elemento en conflicto que haya que alterar, pulir, o en el peor de los casos, erradicar, si no que muy al contrario, la conceden el puesto mas alto y la llenan de elogios que pueden llegar a concretarse en el arte. Es entonces cuando llueven los aplausos y fluyen las exclamaciones, y la belleza se regocija tanto que hasta es capaz de enseñar un hombro con picardía, o de subirse la falda hasta por encima de la rodilla produciendo el sonrojarse de la moral.


Estos últimos gestos suele hacerlos con disimulo, mas pasan desapercibidos por quienes no son capaces de contemplarlos al no tener la retina adaptada a la luz, y así, pasan el resto de sus días sin pena ni gloria. Como mucho, con la falsa sonrisa de una masa deforme e ignorante, en vez de apreciar el placer tan carnal como espiritual que nos brinda la belleza en todo su esplendor y hermosura. Es lo habitual que en tal caso, la mayoría de las gentes acaben recorriendo este vasto mundo con aquellos semblantes cargados de desagrado, y que de sus bocas, solamente puedan proferirse sucias palabras que manifiesten la ponzoña que estos guardan en su interior. Cuán diferente es el caso contrario, el del amante de la belleza, que la encuentra en todos los lugares donde posa la mirada, y hasta en los mas insospechados la encuentra desnuda, y la admira como solamente le cabría a este voyeur de la estética que conoce de los detalles resplandecientes. 


Capturando estos vespertinos resplandores, la belleza engendra arte a través de nosotros como un salvoconducto que usa de la inspiración para materializarse en las diferentes artes. Un puente somos al cabo que auna los desperdicios lúminicos que se le escapan a la belleza con la creación de obras artísticas -ya sean literarias, líricas, musicales, plásticas, pictoricas...- mas sin olvidar que el origen de todo lo hermoso que en apariencia surge de nuestras manos cual hechizo tiene su correspondiente núcleo palpitante en el seno de la belleza, fuente de todo lo bello desde lo que se trasluce en la naturaleza mediante el paisaje hasta lo que por medio de la techné nosotros concebimos, plasmamos y concretamos en el arte. 


Las obras de arte son como hijos no nacidos cuando todavía no son concebidas por nosotros -ni pensadas ni mucho menos realizadas-, son cuales proto-ideas que habitan en la matriz de la belleza esperando que algún día alguno de sus fieles siervos la fecunde para que posteriormente se le de a luz con toda su pomposa magnificiencia, acompañado por un grito tan desgarrador como exuberante que revele su presencia. Un grito que es muy semejante a ese que se exhala para convertirse en un suspiro cuando llega el momento de la muerte de la criatura, retornando así todo aquello que conoció la luz a las sombras, del paradojico destierro cercado por la luminosidad y todo aquello que es digno de ser observado al abismo sombrío que supone un descenso con la promesa del ascenso en el porvenir.


Así es como el comienzo y el final se aunan, y a resultas de lo cual tanto la vida como la muerte -que son al cabo una misma sustancia eterna que en un efímero instante parecen hallarse ante nuestros ojos- también tienen el origen y culmen de suyo gracias a la belleza, madre de todos los fenomenos excelsos y grandiosos que a veces permiten ser contemplados en este mundo. Allí donde reside la belleza en su inmutabilidad todo nace y muere hasta confundirse, todo lo hermoso comprende de la contradicción en la que están insertas todas las cosas y la fealdad es despojada como la sangre sobrante de la herida para no regresar jamás, y así no turbar a la retina que lo único que busca es admirar todo lo que participa de la hermandad de la belleza.


Después de todo lo mencionado, ¿Cómo no iba a ser yo mismo todo un amante y admirador de la belleza? Tanto condicional como incondicionalmente, desde la conciencia hasta la inconsciencia, en cuerpo corrupto y en alma inmortal, no me queda otra que rendirla su debido culto ¿Qué otra cosa podría hacer? Pertenezco a aquellos que consagran su vida a la búsqueda de la belleza y que estarían dispuestos a morir por saborear aunque fuera un ápice de esa beldad inmensa. Ojalá en el instante previo a la muerte, cuando pasamos a comprenderlo todo en magnitud y en laxitud, pueda vislumbrarla. Si así fuera, merecería la pena haber vivido.